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—Patrón, ya estamos en el canal —avisa Segundo acercándose a Juan.

—¿Para qué entras de ese modo? ¿Por qué llegas hasta aquí? ¡Sal de este cuarto!

—Tuya nunca... Tuya nunca, Juan del Diablo... —persiste Mónica en su cantinela.

Juan ha avanzado con rabia hacia el marino, que retrocede dando un salto hasta quedar del otro lado de la puerta, mirando cara a cara a su patrón, casi como si le desafiara, y Juan inquiere:

—¿Qué te pasa, imbécil?

—Si quiere que le hable francamente —se decide Segundo—, como siempre le he hablado, no me gusta nada de lo que está pasando... Esa señora que usted trajo...

—¡Esa señora es mi esposa!

—¿Qué? ¿Cómo? —exclama Segundo en el colmo del asombro.

—Es mi esposa, me casé con ella ayer por la tarde, y los malditos papeles que lo acreditan deben estar en cualquier parte. ¡Puedes ir a buscarlos si te interesan tanto!

—¡Es que no puede ser, patrón! ¡Usted, casado!

—Sí... Yo, casado. ¿No puedo yo casarme como los demás? ¿Te parece muy raro? Sin embargo, te parecería natural casarte tú; te casarías en cualquier momento que te diera la gana, llevarías a tu mujer a tu casa, la dejarías junto a tu madre cuando salieras a navegar, y la llamarías por tu apellido, la marcarías con tu nombre como se marca una potranca... Sería la esposa de Segundo Duelos... La señora Duelos, ¿verdad? Y en este momento estás pensando que yo no tengo casa, ni madre, ni nombre que darle... Piensas eso, ¿verdad? ¡Responde! ¡Responde que prensas eso, para aplastarte!

—¿Está loco, patrón?

Con esfuerzo ha escapado Segundo de aquellas manos como garfios que desgarran su vieja blusa. Ha retrocedido hasta dar con el tope de la borda, y desde allí halla de nuevo valor para hablar al hombretón que parece dispuesto a despedazarlo:

—No se ponga de esa manera, patrón. Yo no estoy ofendiendo a nadie, ni pensando todas ésas cosas. Sólo quería decirle que esa señora... su señora, está enferma... Que usted la metió en la goleta casi arrastrándola, y que uno es hombre, ¡qué demonios!, y cuando ve una mujer en esa forma, tratada como usted la trata...

—¿Qué? ¿Qué? —se enfurece Juan—. ¿Quieres llegar a tierra a nado? ¿Quieres que te eche de cabeza al canal?

—Quiero que la trate mejor, patrón. Y si es su esposa...

—La trato como me da la gana. Hago lo que quiero, en la tierra y en el mar, y tú haces lo que voy a mandarte: Que enfilen para llegar al fuerte, llega a Grand Bourg y busca el mejor médico que haya... ¡El mejor que encuentres! Y tráelo, ¿sabes? Tráelo, pida lo que pida para llegar hasta este barco... ¡Anda!

El Luzbelavanza ya muy cerca de la costa fértil y plana, de María Galante. Sobre la costa se divisan los muros blancos de los cuarteles, las piedras negras de la vieja fortaleza, las altas chimeneas humeantes de las fábricas de azúcar y los rojos techos planos de la pequeña ciudad de Grand Bourg, capital de la pequeña isla francesa...

Un hombre alto, delgado, de piel cetrina y cabellos muy blancos, ceremoniosamente vestido de negro, está en la cabina del Luzbel, junto a la litera de desnudas tablas donde, aturdida por la fiebre, hundida aún en la inconsciencia, desmadejado el cuerpo y ausente el alma, parece que Mónica de Molnar agonizara... El médico se ha inclinado para auscultarla, para examinarla con gesto grave: luego, se aparta un paso y queda mirándola. La mirada del médico recorre después la estancia y hace una seña al hombre que le sigue hasta la puerta para quedar frente a él, cruzados los brazos, con la barba crecida, las ropas en desorden, más rudo y salvaje de lo que pareció jamás...

—No conozco un lugar menos apropiado para una enfermera —asegura el doctor—. Aquí falta hasta lo más necesario, y perdóneme que le hable con esta franqueza, pero necesito salvar mi responsabilidad...

—¿Quiere decirme que no va a atenderla?

—Quiero decirle que haré lo posible, pero que sería preferible que tratásemos de desembarcarla. En Grand Bourg tenemos un buen hospital... Podrían dejarla en él si es que tienen que seguir viaje.

—No voy a dejarla en ninguna parte. Tendrá usted el bote listo para traerle y llevarle siempre que quiera, y le pagaré lo que me pida por sus servicios...

—Ya... Ya me dijo eso el mozo que fue a buscarme. Pero no se trata sólo de dinero, señor mío. El marinero que llegó a mi casa, me dijo que la enferma era la esposa del patrón...

—El patrón lo tiene usted delante, y estoy esperando que me diga qué tiene y cómo la encuentra. El muchacho que ha estado cuidándola supone que es un mal contagioso que adquirió atendiendo enfermos de una epidemia que se desarrolló por allá abajo en la Martinica...

—Ya... Vienen ustedes de la Martinica... Allá son frecuentes esas epidemias... Muy bien puede tratarse de una fiebre infecciosa, efectivamente, sobre todo si ha estado en contacto con enfermos de esa clase. Pero, sea lo que sea, su mal está agravado por un terrible estado de ánimo. Si he de hablarle claro, le diré que su esposa se encuentra bajo un verdadero ataque de terror... Sin el antecedente de ese posible contagio, diría qué se trataba de una fiebre cerebral. De cualquier modo, lo que sea está agravado por el terror, por el espanto, por el impacto indiscutible de un gravísimo golpe moral...

—Muy delicada la señora, ¿verdad? —comenta Juan con un dejo de ironía.

—Opino, por el contrario, que muy valerosa y resistente —refuta el doctor con gesto grave—. ¿Estaba ya enferma cuando emprendieron este viaje? Si es así, fue una verdadera locura embarcarla. La verdad es que yo no comprendo...

El doctor se ha mordido los labios, bajo la mirada dura, fría, cortante, de Juan. Ha dado unos pasos dentro de la cabina, para mirar a Mónica, y regresa luego a donde él le aguarda inmóvil, con los brazos cruzados...

—Insisto en que debe usted desembarcarla.

—¿Y si no me fuera posible?

—Haríamos aquí lo que buenamente pudiésemos... Pero lo primero que necesita una enferma es una cama, una cama con colchones y sábanas... ¿Cuánto tiempo hace que están ustedes casados?

—¿Importa mucho eso para determinar la enfermedad de mi esposa?

—Aunque parezca mentira, importa bastante.

—Días nada más. ¿Qué va a hacer para bajarle la fiebre?

—En seguida voy a recetar... ¿Su señora se llama...?

—Mónica de Molnar...

—No es la primera vez que oigo ese nombre. Si no recuerdo mal, una de las primeras familias de la Martinica. No me engañé al mirar a su esposa... Se trata de una verdadera dama y... —Ha vuelto a callar, frente a aquellos ojos oscuros que relampaguean. Ha buscado, con mano insegura, lápiz y recetario, y aconseja—: Que traigan esto cuanto antes. ¿Su nombre de usted es...?

—¿Con él de ella no basta?

—Supongo que sí. Perdóneme si le parezco indiscreto... Un médico tiene a veces la necesidad de asomarse un poco a las almas de los que pretende curar...

Desde la puerta, la mirada del médico recorre por tercera vez la desolada estancia, se detiene con franca compasión en la enferma, y se clava luego, curiosa y sagaz, en el tostado rostro de Juan, para observarlo mientras deja caer cada palabra:

—La señora Molnar está muy grave... Tiene muy pocas probabilidades de sobrevivir... Para que estas pocas no se anulen, necesita cuidados y consideraciones excepcionales... Aun teniéndolos, será muy difícil salvarla...

—Haga lo posible, doctor...

—Ya estoy en ello... Pero lo posible, es poco en realidad. Por el momento me quedaré a su lado...

Ha vuelto a entrar en la cabina... Juan queda afuera, inmóvil, con los brazos cruzados. Junto al lecho, los ojos del médico ven la pequeña figura del muchachuelo negro, que fija en el rostro de Mónica los grandes ojos llenos de lágrimas...

Muy pálida, endurecido con un gesto severo el blanco rostro, Sofía D'Autremont ha aparecido entre las cortinas de encaje, y su sola presencia estremece a Aimée. Hay toda una acusación en aquellos labios apretados, en aquellos ojos claros y brillantes, que resbalan sobre la esposa del hijo único, como en un penetrante reproche sin palabras. Tras ella, como una sombra infausta, la cobriza figura de Yanina, en cuyas manos pone la dama el chal que cubriera sus hombros, mientras le da una orden sin mirarla:

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