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—Ahora está quieta y callada, patrón —advierte Colibrí.

—Trae agua, vinagre y un trapo limpio. Anda, ¡corre!

—Voy volando —obedece el muchachuelo negro, saliendo presuroso.

Con los brazos cruzados, Juan contempla a Mónica, ahora inmóvil, callada, el perfil de medalla entre el nimbo dorado de los cabellos sueltos, desnudo el cuello blanco y suave. Largo rato la mira, y la encuentra hermosa, extraordinariamente hermosa...

—Juan del Diablo... Juan del Diablo... —susurra Mónica en voz baja, a impulsos del delirio obsesionante.

—¿Por qué no me llamas ahora Juan de Dios, Santa Mónica? —Juan ha tomado las manos de la ex-novicia, que arden; ha buscado el pulso, que late desbocado, y la contempla con una extraña, con una indefinible expresión en los profundos ojos italianos, al murmurar como para sí mismo—: Mónica de Molnar... mi esposa...

Ha querido reír, pero no lo ha conseguido. Ha alzado la cabeza altiva, y sobre su frente tostada, curtida por el mar, se rompe la primera luz del día que nace...

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?

Aimée se ha erguido súbitamente sobresaltada, y casi con espanto mira a todas partes. No está en su alcoba. Ha despertado en un lecho de bronce, ancho y alto, sobre cuya colcha durmió totalmente vestida. Con mirada de angustia recorre la estancia, reconociendo la habitación de doña Sofía, con la lujosa chimenea de mármol en la que jamás se encendiera fuego alguno, pero sobre cuya repisa un pequeño reloj de porcelana marca las siete tras el musical campaneo que la ha despertado. Con la conciencia llega el recuerdo; y con el recuerdo, la angustia. Vagamente tiene noción de las últimas escenas pasadas: su violenta disputa con Renato, las manos de él apretando su garganta, la intervención de doña Sofía, sus palabras frías y amables, el amargo sabor del calmante que le hiciera beber, y luego el sueño turbio espeso, pesado, del que poco a poco va volviendo a la realidad. Y al oír un canturreo cercano, llama gratamente sorprendida:

—Ana... Ana... ¿estás ahí?

—Sí, señora Aimée, por aquí ando.

—Baja la voz. ¿Dónde está mi suegra?

—¿La señora Sofía? ¡Ah, caramba! Vaya usted a saber dónde fue a dar. Salió bien temprano. Creo que todavía no clareaba, y en el coche grande, con el mejor tronco de caballos. Se llevó con ellas a Yanina para que la acompañara, y al notario lo mandó también a no sé qué parte.

—¿Y Renato...?

—El señor Renato sigue tomando... Una botella entera de coñac mandó que le llevaran al despacho, y para él sólito, porque en el despacho no había nadie. Después cerró la puerta y tiró al suelo libros y tinteros, y creo que hasta rompió la lámpara...

—¡El Señor me ampare! Tengo que hacer algo... tengo que inventar algo... Estoy sola frente a ese burro borracho. ¿Dices que se fue hasta el notario? ¿Dices que...?

—La única que puede ampararla a usted es la señora Sofía.

—Es verdad. Doña Sofía puede ampararme. Tengo que hacer algo para ganarme su corazón, su apoyo, su confianza... Con Renato todo es inútil ya, pero ella puede salvarme. ¿Qué hago para que me ayude, para que me salve?

—Si usted la complaciera en lo que ella está deseando más...

—¿Qué desea mi suegra, Ana? ¿Tú lo sabes?

—Creo que sí. Lo que la señora Sofía anda deseando, desde que se fue de viaje siendo muchacho el señor Renato, es otro niño chiquito, otro muchachito en pañales, que sea como suyo; pero como suyo no puede ser ya, tendría que ser del señor Renato.

—¿Qué dices, estúpida?

—Si usted le da un nieto, la señora Sofía la ampara...

Como un rayo de luz vivísima penetrando las tinieblas de su alma, como la única puerta de escape, como el único camino posible de salvación, la idea que traen las palabras de Ana ha cruzado por la mente desesperada de Aimée de Molnar, pero inmediatamente la rechaza con gesto de disgusto y fastidio:

—Naturalmente que si le diera un nieto tendría que ampararme... ¿Pero cómo puedo dar un nieto de pronto y por arte de magia?

—¿Por arte de magia? ¿Que no es usted la esposa del señor Renato, señora Aimée? ¿No tiene ya más de un mes de casada? A lo mejor no tiene ni que inventarlo. A lo mejor le sale verdad...

—¿Inventario? ¿Dijiste inventarlo?

—Bueno... digo yo... Si está en un aprieto... Dicen que el que se está ahogando se agarra hasta de un clavo ardiendo, y usted, señora Aimée, como que se está ahogando... A lo mejor, quién sabe... Es lo que yo digo... Ya con decir que va a venir es bastante...

—Tal vez fuera bastante —murmura Aimée pensativa.

—Pues claro... Cuando el señor Renato estaba en Francia, todos los días lloraba por él la señora Sofía, y algunas veces estaba tan triste que hasta a mí me hablaba, y suspiraba mirando las montañas, y me decía: "Ay, Ana... Mi muchachito, ¿cuándo volverá?"... Y cuando el señor Renato volvió ya no era su muchachito, y entonces el ama suspiró más y se puso muy contenta cuando el señor Renato le dijo que iba a casarse. ¿Y por qué cree usted que se puso contenta? ¿Porque iba a tener una nuera? ¡Qué va! Porque iba a tener pronto otro muchachito... otro muchachito que fuera como si su niño Renato naciera otra vez...

—Acaso tengas razón...

—El señor Renato está que muerde de rabia. Pero saber, saber de verdad, no sabe nada... El pobre... saber, saber, no sabe nada...

Con súbita desconfianza, Aimée ha mirado a la doncella nativa; luego, se acerca decidida a jugarse el todo por el todo:

—¡No sabe nada, ni tiene nada que saber!

—Está bien —asiente Ana calmosa y complaciente—. No se sofoque tanto. De todos modos, yo no voy a decir nada, y en cuanto al consejo que le he dado...

—¡No me has dado ningún consejo! ¡No te he escuchado, ni tengo por qué escucharte! ¡Vete a tus obligaciones y déjame en paz! ¡Si te pones contra mí, vas a pasarlo mal!

—¡Ay, señora Aimée! Yo no me pongo contra nadie. Usted sabe que yo la sirvo de rodillas, y si me da esos barrillos y ese collar de que me habló antes...

—Te daré dinero para que compres el collar y los aretes más lindos que encuentres. Anda a ver lo que está haciendo Renato, recoge todas las noticias que circulen por la casa, y vuelve en seguida a contármelo... ¡Vete ya!

Sola en la enorme estancia de lujosos muebles anticuados, se revuelve Aimée a la vez aterrada y furiosa, una idea clavada en la mente, una esperanza desesperada llenándole el alma:

—¡Un hijo... sí... un hijo podría salvarme!

Henchidas las velas, ladeado el casco blanco, cortando las aguas azules con la proa afilada, marcha el Luzbelbordeando la cadena de islas que es como un collar de gigantescas esmeraldas... islas de sotavento, ásperas y feraces... Tobado, Granada, San Vicente, Santa Lucía, Martinica, Dominica... ya quedaron atrás, con sus montañas elevadas, con sus bosques espesos, con sus acantilados de roca negra, con sus estrechas playuelas fieramente batidas por el mar. Ahora, el Luzbeldetiene un poco la marcha, vira casi en redondo hacia estribor y tiende otra vez las velas blancas, proa a las rocosas laderas de María Galante...

En su lecho de tablas, aun se agita la fina cabeza de Mónica, el perfil más estilizado, más puro, las sienes perladas de sudor, los rubios cabellos como una maraña de seda, los párpados apretados mostrando sólo las espesas pestañas, y los ardientes labios resecos, de donde escapan las palabras como en una oración obsesionante:

—No... No... Primero mátame... Mátame, Juan del Diablo... Mátame... Tuya nunca... Tuya nunca... Mátame... Mátame y echa al mar mi cadáver... Mátame, Juan del Diablo...

Con gesto de impaciencia, Juan se ha puesto de pie; luego, muy despacio, vuelve a sentarse. Ante él, en un pequeño recipiente, están los paños de agua con vinagre, que con paciencia de enfermero va aplicando sobre la frente atormentada. Un hosco gesto hace sombrío el rostro de Juan del Diablo; le endurece el ceño que junta sus cejas, la mueca amarga con que se distienden sus labios. Sólo en los ojos oscuros y profundos hay una luz extraña, como de compasión, como de angustia, acaso como de remordimiento...

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