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—¡Oh... Jesús! —exclama Mónica con el espanto reflejado en su pálido rostro.

—¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? Cálmese. ¿Por qué se asusta de ese modo? No va a pasarle nada, se lo aseguro... —El doctor Faber ha tratado en vano de calmarla, pero al desplomarse Mónica desvanecida, con tono casi áspero, reprocha—: ¡Ah, caramba! Ha aparecido usted de repente, y me temo que al verle se ha asustado. Mire usted en qué forma tan tonta acaba de desmayarse...

El hombre cuya presencia provocara el desmayo de Mónica se acerca muy despacio, sereno y triste, y queda inmóvil, mirándola... Ahora, sin las rosetas de la fiebre, las mejillas de Mónica son más blancas que las blancas sábanas en que se envuelve... La mira y la halla hermosa, extraordinariamente hermosa, a pesar de su aspecto débil, enfermizo, con una belleza doliente que la hace más niña.

—Está mejor, ¿verdad, doctor?

—Infinitamente mejor... Pero este desmayo... este desmayo... ¡Vaya, menos mal, creo que ya vuelve en sí!

—¿Quiere dejarme con ella, doctor?

—¡No, doctor, no se vaya! —suplica Mónica francamente angustiada, dueña ya de sus facultades.

—¿Eh? —se sorprende el doctor—. Su esposo quiere hablarle a solas, hija mía. —Y volviéndose a Juan, recomienda—: Caballero, a lo que parece se trata de un capricho de enferma, pero me atrevo a rogarle...

—No se preocupe, doctor —le interrumpe Juan con serena amabilidad—, yo soy el que se va.

Lentamente, el rumor de los pasos de Juan ha ido apagándose, mientras Mónica vuelve a entornar los párpados, sintiendo que otra vez desfallecen cuerpo y alma. Ya sabe dónde está, ya recuerda con verdadero horror cuanto ha pasado: es la cabina del Luzbely está casada con Juan del Diablo. Las lívidas imágenes de aquella pesadilla que fueron sus últimas horas en Campo Real, danzan como una zarabanda en su razón aun vacilante. Después, la espantosa carrera sobre los campos, la lucha al borde de la playa, las manos de aquel hombre atenazándola, arrastrándola al bote, arrojándola al fondo de aquel cubil inmundo, y luego la sombra, la oscuridad, las nubes rojas de la fiebre. No recuerda más... no puede recordar más... ¿qué otra cosa ha podido pasar? Ni los cobardes marineros incapaces de ampararla, ni el Dios a quien invocara desesperada, lo han evitado...

—¿Cuántos días hace que estoy en este barco, doctor? ¿Cuándo llegamos a Saint-Pierre? ¿Cuándo le llamaron?

—¿A Saint-Pierre?

—Sí, doctor, a Saint-Pierre. El barco está anclado... ¿O no? ¿No estamos en puerto? ¿No estamos en Saint-Pierre?

—Estamos anclados en el canal, frente a Grand Bourg, capital de María Galante. Su Saint-Pierre está a muchos cientos de millas más al Sur...

—Entonces, ¿estoy sola... abandonada...? —se espanta Mónica.

—No creo que "abandono" sea la palabra exacta. Su esposo es un muchacho fuerte y áspero como buen marinero, pero, si he de serle franco, diré que por lo menos en los cuatro días que llevan ustedes frente a María Galante, no ha podido portarse mejor. Ha transformado, en lo posible, esta pequeña cueva... y no ha omitido ningún gasto para proporcionarle a usted las mayores comodidades. Claro que lo sensato hubiera sido desembarcarla, llevarla al hospital. Yo hasta le insinué a su esposo la posibilidad de dejarla mientras él termina su viaje, pero no accedió y... me parece razonable. Después de lo que le he visto atenderla y cuidarla, considero que sería para él muy duro separarse de usted...

—¿Él me ha atendido? ¿Él me ha cuidado?

Mónica ha callado de pronto. Bajo el embozo de las sábanas se ha mordido las manos para no gritar, porque la idea horrible ha brillado más clara. ¿Por qué había de atenderla Juan del Diablo? ¿Por qué había de mostrarse con ella generoso y humano? ¿Por qué había de gastar esfuerzo y dinero en conservar su vida, sino porque aquel horrendo matrimonio se había consumado ya, porque era en realidad su esposa, porque contra toda su voluntad, en su estado de inconsciencia, le había pertenecido, porque era plena y totalmente la esposa de Juan del Diablo?

—No quisiera ser indiscreto, señora... Humm... Molnar es su apellido; señora Mónica de Molnar, ¿no es así? Bien, digo que no quiero ser indiscreto, pero sí deseo asegurarle que en mí puede usted tener un amigo dispuesto a servirle en lo que usted necesite si llega el caso. Soy el doctor Alejandro Faber, médico titular del hospital de Grand Bourg, ciudadano francés, viudo y mayor de edad, como indican mis canas. No tengo familia y usted me recuerda de un modo extraordinario a mi única hija, que tuve la desgracia de perder hace cinco años. Además, la simpatía es una cosa espontánea, y le aseguro que conmigo puede ser franca. ¿Tiene algo que pedirme, hija mía? ¿Desea algo? ¿Hay algo que yo pudiera hacer por usted?

¡Con qué desesperado impulso hubiese gritado Mónica pidiendo ayuda, protección, amparo contra Juan del Diablo! ¡Con qué ansia dolorosa le hubiese rogado a aquel anciano que rompiese sus cadenas, que la rescatase, salir de aquel cubil, dejar aquel barco, no ver más el rostro que la aterra, el duro y feroz rostro de Juan del Diablo! Pero hay un pudor invencible que paraliza su lengua y sus manos, como una gran vergüenza sin nombre, como un último refugio de su dignidad... Al fin y al cabo, ¿qué ha hecho Juan del Diablo más que aquello a lo que su matrimonio le da derecho? ¿Cómo pedir ayuda contra él, sin denunciar la horrible circunstancia que la obligó a entregarse a todo riesgo? Como un temblor de fiebre, la sacude la protesta de su cuerpo y de su alma, pero se paraliza sin llegar a brotar...

—Me atrevería a rogarle... ¿Quisiera usted escribir a mi madre, doctor Faber?

—Desde luego. No faltaría más... ¿Qué debo decirle?

—Que estoy viva y que no sufra por mí, que no se afane... Mi madre es Catalina de Molnar, Campo Real, La Martinica. No creo poder escribirle yo directamente, pero sus letras la tranquilizarán. Se lo agradeceré mucho, doctor.

—No habrá razón. Se trata de un servicio insignificante. Lo haré hoy mismo con el mayor gusto. ¿Qué más debo decirle?

—Nada más. Y por favor, que quede entre nosotros...

—Desde luego. Y ahora, hija mía, debo dejarla. Es la hora de mi visita al hospital. Si quiere que llame a su esposo...

—No llame a nadie. Si alguien pregunta, diga que estoy dormida...

—Como usted lo desee... Hasta la tarde... Con paso mesurado, el doctor Faber ha dejado la cabina del Luzbel, cruzando despacio hacia la escala. Junto a la proa, sentados en el suelo, cuchicheando en voz baja, están sus cuatro tripulantes. Lejos de todos, sobre el rollo de cuerdas de la popa, cruzados los brazos, la mirada lejana perdida en el mar, Juan del Diablo... Un instante desvía el médico sus pasos para acercarse a él, que al verle se levanta con brusco movimiento, preguntando:

—¿Ya se va, doctor?

—Por unas horas nada más. Creo que puedo hacerlo sin riesgo. Su esposa ha mejorado notablemente. Tanto, que de no sobrevenir una recaída, casi podría decirle que no tiene ya peligro de morir...

—Me alegro mucho, doctor. —Desmintiendo el tono seco y cortante, los ojos oscuros de Juan se han iluminado. Ha sentido como si su pecho se aflojase, como si pudiese respirar mejor, pero rechaza aquel alivio que a él mismo le sorprende, y apostilla—: Supongo que le habrá hecho depositario de sus quejas. ¿No le ha pedido ayuda, protección, auxilio? Claro que usted no va a repetírmelo a mí. Usted, naturalmente, se ha sentido su caballero andante, su amigo incondicional. De lo que vaya a hacer, si es que va a hacer algo, me enteraré cuando surja el escándalo...

—No diga cosas absurdas. Nadie va a escandalizar. Ella no se ha quejado... —Otra vez, los oscuros ojos de Juan se han iluminado; otra vez, aquel resplandor que no quiere dejar brotar, se asoma a sus pupilas, y el viejo médico, al advertirlo, arriesga una especie de pregunta—: No sé si tiene usted algo que reprocharse...

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