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Yacería en el fondo, como un submarino,

y no transmitiría mi señal...

Estoy hasta el gaznate, estoy muy harto,

ya no me gusta ni beber, ni cantar.

Yacería en el fondo, como un submarino,

para que no me puedan detectar [14]...

—¡Eso es todo! —gritó y tiró la mandolina sobre el lecho.

Sintió un enorme alivio, como si algo hubiera cambiado, como si de repente se hubiera vuelto muy necesario allí, en campo abierto, a la vista de todos, como si hubiera separado las manos de los ojos cerrados y hubiera visto el campo sucio, gris, el alambre espino herrumbroso y los bultos grises que antes fueran seres humanos, y la actividad aburrida e innoble que antes fuera la vida, y que por todas partes los soldados estuvieran saliendo de las trincheras a campo abierto, miraran a su alrededor, como si alguien hubiera quitado el dedo del disparador...

—Lo envidio —dijo Gólem—. ¿Y no es hora ya de que se ponga a escribir el artículo?

—No tengo la menor intención —replicó Víktor—. Usted no me conoce, Gólem. Nadie me importa. ¡Diablos, acabe de sentarse! ¡Estoy borracho y usted también debe emborracharse! ¡Quítese el impermeable! ¡Le digo que se lo quite! —gritó—. ¡Y siéntese! ¡Aquí tiene un vaso, beba! Gólem, a pesar de ser un profeta, usted no entiende nada. Y eso no se lo permito. No entender es una prerrogativa mía. En este mundo, todos entienden demasiado bien, así debe ser y será, pero hay un gran déficit de gente que no entiende. ¿No sabe por qué soy valioso? Sencillamente, porque no entiendo nada. Ante mí se despliegan diversas perspectivas, y yo siempre digo: no, no lo entiendo. Me abruman con teorías extremadamente sencillas, y yo sigo diciendo que no, que no entiendo nada... Esa es la razón por la que soy necesario... ¿Quiere fresas? Creo que me las he comido todas. Entonces, fumemos... —Se levantó y se puso a caminar por la habitación. Gólem, con el vaso en la mano, lo seguía con la vista sin girar la cabeza.

—Es una asombrosa paradoja, Gólem —siguió diciendo—. Hubo un tiempo en que lo entendía todo. Tenía dieciséis años y yo era caballero mayor en la Legión y lo comprendía absolutamente todo, nadie me necesitaba. En una pelea me rompieron la cabeza, estuve un mes en el hospital y todo seguía funcionando igual: la Legión avanzaba, victoriosa, sin mí, el señor Presidente seguía convirtiéndose implacablemente en el señor Presidente, y todo ello ocurría sin mí. Todo funcionaba maravillosamente sin mí. Después, en la guerra, volvió a pasar lo mismo. Combatí como oficial, acumulé órdenes y medallas, y por supuesto, lo entendía todo. Me atravesaron el pecho de un balazo, fui a parar al hospital y, ¿qué cree, que alguien se preocupó, se interesó por saber dónde está Bánev, dónde se ha metido nuestro valiente Bánev, que todo lo entiende? ¡Ni hablar! Pero cuando comencé a dejar de entender algunas cosas, entonces todo cambió. Todos los periódicos comenzaron a prestarme atención. Un montón de departamentos repararon en mí. El señor Presidente me otorgó... ¿Eh? ¡Imagínese qué rareza, una persona que no entiende! Lo conocen, generales y coroneles se ocupan de él, los mohosos lo necesitan desesperadamente, lo consideran una personalidad... ¡Qué locura! ¿Por qué? Dios mío, porque él no entiende nada. —Víktor se sentó—. ¿Estoy muy borracho?

—Bastante —respondió Gólem—. Pero eso no tiene la menor importancia. Prosiga.

—Es todo —dijo, con aire culpable, abriendo los brazos—. Me he secado... ¿quiere que le cante algo?

—Cante.

Víktor tomó la mandolina y se puso a cantar. Comenzó con «Somos chicos valientes», siguió con «Gente de uranio» y con «El pastor al que un toro dejó tuerto y violó por ello la frontera estatal», cantó también «Harto hasta el gaznate», después «La ciudad indiferente», cantó sobre la verdad y la mentira, repitió «Harto hasta el gaznate» y después, con la música del himno nacional, cantó «Qué buenas piernas tenía ella», pero se le olvidó la letra, confundió las estrofas y dejó la mandolina a un lado.

—De nuevo me he secado —dijo, con tristeza—. ¿Dice que han detenido a Pavor? Eso lo sé. Precisamente estaba conmigo, sentado ahí, donde usted... ¿Y sabe qué quería decir, pero no tuvo tiempo? Que los mohosos se apoderarán del globo terráqueo dentro de diez años y nos aplastarán a todos. ¿Qué cree usted?

—Es difícil —respondió Gólem—. ¿Qué sentido tiene aplastarnos? Nosotros nos mataremos los unos a los otros.

—¿Y los mohosos?

—Es posible que no nos permitan matarnos. Es difícil decirlo.

—¿Y podrían ayudarnos? Ni siquiera somos capaces de matarnos —repuso Víktor con una sonrisa ebria—. Llevamos diez mil años matándonos y no logramos extinguirnos... Oiga, Gólem, ¿por qué me mintió diciendo que los curaba? No están enfermos, están tan saludables como usted o yo, sólo son amarillos...

—Hummm. ¿De dónde saca esos datos? Yo no lo sabía.

—Bueno, ya no me volverá a engañar. Estuve conversando con Zuz... con Zu... con Zurzmansor. Me lo contó todo: el instituto secreto... cómo se pusieron vendas para protegerse... Sabe una cosa, Gólem, ustedes creen que pueden utilizar al general Pferd para todo lo que se les ocurra. Pero en realidad son reyes por un día. Los tragará a todos, con sus vendas y sus guantes, cuando tenga hambre... Demonios, qué borracho estoy, todo me da vueltas...

Pero fingía hasta cierto punto. Veía perfectamente el grueso rostro grisáceo y los ojillos inusitadamente atentos.

—¿Y Zurzmansor le dijo que estaba saludable?

—Sí. En realidad, no me acuerdo... Creo que no. Pero se ve.

—Es una lástima que esté borracho —dijo Gólem y se rascó el mentón con el borde del vaso—. Aunque eso pudiera ser bueno. Hoy estoy de humor. ¿Quiere que le cuente qué pienso de los leprosos?

—Dispare. Pero no me diga más mentiras.

—La enfermedad de los gafudos es algo muy curioso. ¿Sabe a quiénes ataca ese mal? —Calló un instante—. No, no creo que vaya a contarle nada.

—No fastidie. Ya ha comenzado.

—Pues soy un imbécil —repuso Gólem, que miró a Víktor y sonrió torcidamente—. Mejor pregunte. Si pregunta tonterías, le responderé con placer. Vamos, vamos, o puedo arrepentirme de nuevo.

Llamaron a la puerta.

—¡Váyase al diablo! —gritó Víktor—. ¡Estoy ocupado!

—Perdone, señor Bánev —se oyó la voz tímida del conserje—. Su esposa lo llama por teléfono.

—¡Mentira! Yo no tengo esposa... Bueno, perdone. Se me había olvidado. Gracias, ahora la llamo. —Tomó un vaso, lo llenó hasta los bordes, se lo entregó a Gólem y le dijo—: Beba, y no piense en nada. Enseguida estoy con usted.

Conectó el teléfono y marcó el número de Lola. Ella le respondió con sequedad: perdón por haberte molestado, pero me dispongo a visitar a Irma, ¿no tendrías la bondad de venir conmigo?

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