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—¿Qué círculos son ésos? —preguntó Víktor.

—¡Lo sabemos, lo sabemos! —El larguirucho se rió, como si bromease—. ¡Lo sabemos todo! El general Pferd, el general Pukki, el coronel Bambarch... Es usted un valiente.

—Primera vez que oigo semejante cosa —dijo Víktor, nervioso.

—Fue el coronel quien hizo la propuesta. Usted mismo comprenderá que nadie se opuso, ¡faltaría más! Y después, el general Pferd tuvo una audiencia con el presidente y le presentó el documento relativo a usted. —El larguirucho soltó una carcajada—. Dicen que fue muy divertido. El viejo decía: «¿Cuál Bánev? ¿El cupletista? ¡Por nada del mundo!». Pero el general fue muy severo: «Excelencia, es necesario». En una palabra, todo salió bien. El viejo se emocionó, dijo que estaba bien, que lo perdonaba todo. ¿Qué ocurrió entre usted y él?

—Pues nada —dijo Víktor, sin ganas—. Discutimos sobre literatura.

—¿Es verdad que usted escribe libritos? —preguntó el larguirucho.

—Sí. Como el coronel Lawrence.

—¿Y pagan bien?

—Bueno...

—Yo debería intentarlo. Por desgracia, no tengo mucho tiempo libre. Un lío, otro...

—Sí, el tiempo no alcanza —asintió Víktor; con cada movimiento, la medalla oscilaba y le golpeaba las costillas, causándole una sensación que le recordaba a los parches porosos, quería quitársela para sentirse mejor—. Bien, tengo que irme, es la hora —dijo, poniéndose de pie.

—Por supuesto —dijo el larguirucho incorporándose de un salto.

—Hasta la vista.

—Ha sido un honor —lo despidió el larguirucho.

El jovenzuelo de gafas bajó el periódico e hizo una leve reverencia.

Víktor salió al pasillo y al momento se quitó la medalla. Tenía muchas ganas de tirarla al cesto de la basura, pero se contuvo y la escondió en un bolsillo. Bajó a la cocina, cogió una botella de ginebra, y cuando regresaba a su habitación, el portero lo llamó.

—Señor Bánev, el señor burgomaestre lo ha telefoneado. Usted no se encontraba en su habitación, y yo...

—¿Qué quería? —preguntó Víktor, sombrío.

—Pidió que usted lo llamara a la mayor brevedad. ¿Va a su habitación ahora? Si vuelve a llamar...

—Mándelo a la mierda —dijo Víktor—. Voy a desconectar el teléfono, y si llama de nuevo, dígale esto: «El señor Bánev, caballero del Trébol de segundo grado, lo manda a usted, señor burgomaestre, a la mierda».

Se encerró en su habitación, desconectó el teléfono y lo cubrió con una almohada. Después se sentó a la mesa, se sirvió un vaso entero de ginebra y se la bebió sin diluir. El licor le quemó la garganta y el esófago. Entonces, agarró la cuchara y se puso a comer fresas con crema, sin percibir el sabor, sin darse cuenta de qué hacía.

«Basta, basta, es suficiente para mí —pensó—. No necesito nada, ni medallas, ni honorarios, ni vuestros regalitos, no necesito vuestra atención ni vuestra rabia, ni vuestro amor, dejadme solo, estoy harto de mí mismo, no me enredéis en vuestros líos...» Se llevó las manos a la cabeza para no ver ante sí el rostro blanco azulado de Pavor y aquellos rostros incoloros, implacables, que vestían impermeables idénticos. El general Pferd está con vosotros, el general Battox, el general Arsmani con sus abrazos tintineantes de medallas, Zurzmansor con su rostro que se deshace... Intentaba entender a qué se parecía todo aquello. Sorbió otro medio vaso y comprendió que se retorcía, escondiéndose en el fondo de la trinchera, y que debajo de él temblaba la tierra, temblaban capas geológicas enteras, masas gigantescas de granito, de basalto, que las corrientes de lava se empujaban entre sí, gimiendo por la tensión, encabritándose, irguiéndose, y sin prestarle mucha atención lo echaban fuera, lo expulsaban de la trinchera, lo lanzaban a campo abierto... y se trataba de tiempos difíciles, los que mandan son presa de un feroz celo administrativo, le insinúan a alguien que ha trabajado mal, y ahí lo tienen, en campo abierto, desnudo, cubriéndose los ojos con las manos a la vista de todos. «Tirarse al fondo —pensó él—. Tirarse al fondo, yacer allí como un submarino.» Alguien le susurró al oído: «Para que no te puedan detectar». «Sí —pensó—, sí, yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Y no comunicarse con nadie. No, no existo. Callo. El problema es vuestro. Dios, ¿por qué no puedo volverme un cínico? Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Yacer en el fondo, como un submarino —repetía una y otra vez—, no transmitir señales.» Percibió el ritmo y comenzó a componer: «Estoy harto, estoy hasta arriba... no quiero beber ni escribir...». Se sirvió ginebra y bebió un trago. «No quiero cantar ni escribir... estoy harto de cantar y escribir... ¿Dónde está la mandolina? —pensó—. ¿Dónde la he metido?» Se agachó junto al lecho y sacó la mandolina. «Me importáis tres pepinos —pensó—. ¡Ay, cuan poco me importáis! Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar.» Tocó rítmicamente las cuerdas, y ese ritmo hizo que, primero la mesa, después toda la habitación, y finalmente todo el mundo, comenzara a zapatear y a mover los hombros. Todos los generales y coroneles, todos los mohosos, gente con rostros que se deshacían, todos los departamentos de seguridad, todos los presidentes y los Pavor Summan, a quienes les retorcían los brazos y los abofeteaban... «Estoy harto, hasta el gaznate, hasta las canciones me tienen harto... no es que me esté hartando, ya estoy harto, pero "estarme hartando" suena bien, entonces es así como es... yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Submarino... vodka amargo... la chiquilla... va a la carga... y en el campo no es para tanto... así, así va bien...»

Hacía rato que llamaban a la puerta, cada vez más alto, hasta que finalmente Víktor lo oyó, pero no se asustó porque no se trataba de esa llamada. Era un toque común y corriente, el toque de una persona pacífica que se molesta porque no le abren. Víktor abrió la puerta: se trataba de Gólem.

—¿Se divierte? —dijo el recién llegado—. Han arrestado a Pavor.

—Lo sé, lo sé —repuso Víktor con alegría—. Siéntese, escuche...

Gólem no se sentó, pero de todos modos Víktor comenzó a tocar las cuerdas y a cantar:

Estoy hasta el gaznate, hasta la coronilla,

hasta de las canciones me canso ya.

Yacería en el fondo, como un submarino,

para que no me puedan detectar...

—Todavía no he compuesto lo que sigue —gritó—. Hablaré del vodka, de la chiquilla, del campo que no es para tanto... Y después... Escuche.

No me sirven ni el vodka ni las tías,

el vodka da resaca, y las tías, ¿qué dan?

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