—¿Qué quiere decir eso de que la escribió? —objeté—. Anatoli Efímovich me contó todo esto un mes antes de su fallecimiento. Me lo contó precisamente como la trama de una comedia.
—No, Félix Alexándrovich. —El hombre soltó una risita burlona—. Cuando él se la contó, esa comedia llevaba escrita un cuarto de siglo. Y había sido redactada, corregida y preparada para su puesta en escena. Yacía en un cajón de su escritorio, en tres ejemplares. ¿Se acuerda de su escritorio? Enorme, antiquísimo, con muchísimos cajones. Pues en el último cajón de la izquierda, el de abajo, estaba esa comedia suya, que tenía el ambiguo título de Metales.
Dijo esto con tanta autoridad y a la vez con tanta tristeza, que no me quedó más que callar. Estuvimos un rato en silencio, él abrió de nuevo mi carpeta y volvió a hojear los manuscritos.
Me sentí algo ofendido con Anatoli Efímovich por no haber confiado en mí, por no haberme mostrado aquel fragmento de su vida, y eso que me parecía que me tenía cariño y me distinguía. Aunque, por otra parte, no tenía por qué confiar en mí. Organizaba sus veladas en la cocina, tras una taza de té, allí recibía únicamente a las personas más cercanas, y gracias a eso...
Pero, junto con aquel leve agravio, también sentía cierta sorpresa. No me asombraba el hecho de que la Mensura de Zoilo, al parecer, había sido inventada y probada mucho tiempo atrás. Me sorprendía precisamente el hecho de no sentir sorpresa alguna por ello. De todas formas, la existencia real de semejante máquina echaba abajo muchas de mis concepciones sobre lo posible y lo imposible...
Seguramente, todo consistía en que la personalidad de mi interlocutor sobresalía en tal medida de los marcos de esas concepciones mías, que el resto me parecía extraño y sorprendente sólo porque era una consecuencia de ello. Tenía muchas ganas de preguntarle si no era él aquel joven inventor que había organizado una semana de horrores en Kukushkin, y que después aparecía en la comedia de Anatoli Efímovich. Ya había soltado una tosecita, ya abría la boca, cuando en ese momento él levantó hacia mí sus ojos grises y transparentes, y entonces comprendí que nunca me decidiría a formularle aquella pregunta.
—¿Qué tiene usted aquí, pues? —pregunté al tuntún—. ¿Todos esos armarios son el Metales? ¿Quiere decir que es correcto lo que dicen, que usted mide aquí nuestro talento?
—Por supuesto que no —contestó. Esta vez, ni siquiera sonrió—. Bueno, en cierto sentido, sí. Pero en general, nos ocupamos de problemas totalmente diferentes, muy particulares, más bien lingüísticos... o, más exactamente, sociolingüísticos.
Pregunté si sus palabras querían decir que aquellos armarios podían medir realmente el nivel de mi talento, pero que ahora estaban sintonizados para otra tarea. Me respondió que eso era verdad en cierta medida. Entonces, con una pizca de veneno, pregunté en qué unidades se medía aquí el talento: en una escala de cinco puntos, como en la escuela media, o de doce puntos, como los terremotos... Él objetó, replicó que era ingenuo presuponer, que un fenómeno sociopsicológico tan complejo como el talento pudiera valorarse mediante unidades tan primitivas. El talento es un fenómeno específico, y para medirlo exige unidades específicas...
—Por cierto, sería más fácil mostrarle cómo funciona la máquina. Los datos que ella entrega se vinculan con el talento de una manera bastante oblicua, pero de todos modos... Tenemos aquí, digamos, esta página, una reseña suya de un relato titulado Nace una paloma...Ya el título es suficiente para hacerse una idea de cómo es ese relato... Pero la máquina se enfrenta no con el relato, sino con su reseña, Félix Alexándrovich.
Con cierto trabajo retiró la grapa oxidada de las hojas, tomó la de arriba y la colocó en una cajita pequeña, del tamaño de una hoja de papel de mecanografía. A continuación, introdujo la cajita en una ranura, activó descuidadamente algunos contactos en el panel de control, y pulsó con el dedo índice una tecla roja con luz en su interior. La luz se apagó, pero a continuación comenzaron a encenderse muchas lucecitas en un panel vertical, y se encendieron dos grandes pantallas, a ambos lados del panel. Aparecieron unos gráficos y unas cifras, comenzaron a zumbar los klistrones, los kenotrones y otras partes de aquellas entrañas electrónicas. Vaya, estábamos en plena revolución científico-tecnológica.
Todo aquello duró medio minuto. A continuación, el zumbido se detuvo, y reinó la paz y el orden en paneles y pantallas. Ahora sólo aparecían dos curvas continuas y una enorme cantidad de números.
—Es todo —dijo, extrajo la cajita y devolvió la hoja a la carpeta.
Yo no había tenido tiempo de abrir la boca cuando él ya me estaba explicando que todas aquellas cifras constituían la entropía de mi texto, y esas otras caracterizaban un parámetro que sería largo de explicar, y aquella curva era el coeficiente promediado de algo que yo no comprendí, y esta otra era la distribución de algo de lo que me parecía entender; estuve a punto de recordarlo, pero lo olvidé al momento.
—Preste atención a esta cifra —dijo, golpeando con el dedo un cuatro solitario, que se había acomodado como un huérfano en el ángulo inferior derecho de la pantalla digital—. Algunos de sus colegas opinan que ésta es la famosa calificación o índice de genialidad, como la llama ese hombre extraño, el de la cabeza vendada.
—Ah, Trepa Nacional —balbuceé, maquinalmente.
—Es posible. Por cierto, hoy me ha dado el nombre de Kozlujin, y ocurre que ha venido varias veces por aquí, en cada ocasión con un manuscrito diferente y con otro nombre. Él insiste en denominar esta cifra como índice de genialidad y considera que mientras mayor sea, más genial es el autor...
Y contó cómo, mientras intentaba convencer a Petia Skorobogátov, arrancó al azar de un periódico que tenía a mano un artículo humorístico sobre estafadores en los comercios y lo metió en la máquina, que mostró un número de siete cifras, y aunque a simple vista quedaba claro que el artículo estaba muy lejos de la genialidad, Petia no perdió sus convicciones, hizo un guiño pícaro y guardó con cuidado el fragmento de periódico en su hinchada libreta de notas.
—Entonces, ¿qué mostraba esa cifra de siete números? —pregunté, curioso.
—Perdone, Félix Alexándrovich, pero ha querido decir ese número de siete cifras. Las cifras tienen un solo valor, los números pueden tener varias cifras. El número que aparece en esta línea de la pantalla —dijo volviendo a golpear el cuatro con el dedo— es, hablando popularmente, la cantidad más probable de lectores del texto dado.
—Lectores del texto... —repetí, con vengativa timidez.
—Sí, si, un cultor del estilo probablemente consideraría lamentable esa frase, pero en este caso, «lector del texto» es un término que define a la persona que, aunque sea una vez, ha leído o leerá en el futuro el texto dado. Así que ese cuatro no es un índice mítico de su genialidad, Félix Alexándrovich, sino simplemente la cantidad más probable de lectores de su reseña, el índice CPLT, o simplemente LT...
—¿Y qué quiere decir CP? —pregunté, por no quedarme callado mientras la cabeza me daba vueltas.