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—Quiere decir la cantidad más probable.

—Aja... —dije y estuve a punto de callar, pero en mi cabeza hubo claridad por un momento, y pregunté, con indignación—: Entonces, ¿qué relación guarda ese CPLT suyo con el talento, con la capacidad, en general con la calidad de eso que usted denomina «el texto dado»?

—Lo previne, Félix Alexándrovich, le dije que esta medición sólo tiene una relación indirecta...

—¡Nada de indirecta! —lo interrumpí, cada vez más irritado—. ¡La cantidad de lectores depende, ante todo, de la cantidad de ejemplares!

—¿Y la cantidad de ejemplares?

—No me venga con historias. Sabemos perfectamente de qué, y sobre todo, de quién depende la cantidad de ejemplares. Puedo mencionarle muchísimos casos de chapuzas que han sido publicadas con tiradas de medio millón de ejemplares...

—¡Por supuesto, por supuesto, Félix Alexándrovich! Ahora usted, igual que ese Kozlujin, el de la cabeza vendada, sigue estableciendo tercamente una relación directa entre el valor del CPLT y la calidad del texto.

—¡No soy yo quien establece esa relación, es usted! Yo considero que no existe ninguna relación, ni directa, ni indirecta.

—¿Cómo que no, Félix Alexándrovich? Tenemos un texto. —Levantó con dos dedos, por una esquina, la página que contenía mi maldita reseña—. Como ve, el índice CPLT es igual a cuatro. ¿Tiene alguna objeción contra esa valoración?

—Permítame... Por supuesto, se trata de una reseña, para colmo interna... La leerá el redactor... quizá el autor, si se la muestran...

—Bien. Entonces, no hay objeción.

De repente, como un mago, extrajo de mi carpeta un viejo cuaderno escolar, de forro amarillo descolorido, y me lo puso delante de la cara, con tanta celeridad que retrocedí.

—¿Qué vemos aquí?

Pues aquí veíamos un cuadro querido, que conocía desde mis años de infancia: un titán barbudo se despedía de su poderoso corcel de largas crines. Bajo el dibujo, había unos versos: «Cómo Oleg el astuto hoy se prepara... [9]».

—¿Qué pasa? —pregunté, en tono retador—. Por cierto, son unos versos bellísimos, excelentes... Ni las clases de literatura han podido aniquilarlos...

—Claro que sí, claro que sí. Pero no es eso lo que le estoy preguntando. ¿Qué pasa si ahora metemos esta hoja en la máquina?

—Pues... —Yo era presa de cierta agitación intelectual—. Debe dar una valoración alta... Cuántos escolares hay... ¿Diez, veinte millones?

—Más de mil millones —pronunció con dureza—. ¡Más de mil millones, Félix Alexándrovich!

—Sí, puede ser más de mil millones —asentí, obediente—. Digo que son muchos...

—Entonces tenemos una reseña trivial, con un CPLT igual a cuatro, y «unos versos bellísimos, excelentes», cuyo CPLT supera los mil millones. Y dice usted que no hay relación alguna.

—Pero... —Yo agitaba los brazos y chasqueaba los dedos—. El Cantar de Oleg el astuto...¡Está publicado! ¡Muchísimas veces! ¡Hasta lo cantan!

—Lo cantan —asintió—. Y lo cantarán. Y lo publicarán una y otra vez.

—Exactamente. Pero mi reseña...

—Nadie va a cantar su reseña. Y nadie va a publicarla. Nunca. Por eso tiene un CPLT igual a cuatro. Para el pasado y para el futuro. Así desaparecerá, sin que nadie la lea.

En ese momento surgió en mí una sensación sorprendente. Era como si quisiera sugerirme una idea. Era como si estuviera llamando a una puerta de mi conciencia que ni yo mismo conocía: «¡Abre! ¡Déjame entrar!». Pero todas las palabras que habíamos pronunciado, todos los pensamientos que habíamos expresado eran banales, casi incoloros, y no encontraban resonancia alguna dentro de mí. Como si un almohadón de plumas golpeara contra la puerta de acero de una caja fuerte.

—Es correcto —repuse, con indecisión—. Está bien. No tiene ningún valor artístico...

Mi interlocutor calló mientras se pellizcaba la piel de la frente.

—Ha sido una broma, Félix Alexándrovich —dijo, con aire casi culpable—. Por supuesto, usted tiene toda la razón.

Volvió a quedar en silencio. Yo también, mientras intentaba comprender en qué tenía razón, además toda la razón. Y también, cuál era la broma.

—Bueno... —dije, cuando el silencio se hizo incómodo, casi indecente—. Me voy.

—Sí, sí, claro, muchas gracias.

—¿Puedo llevarme la carpeta?

—Por supuesto, se lo ruego...

—¿Y no le hará falta?

—No, no, gracias. Ya la hemos exprimido todo lo posible.

—Entonces, ¿no tengo que regresar?

—Siempre estaré encantado de verlo, Félix Alexándrovich —dijo levantando hacia mí sus ojos serios—. Mañana no vendré por aquí. Si se decide, venga pasado mañana.

No sé qué era lo que quería decir, pero aquella invitación me sonó más bien como una orden. Y de nuevo, el diablillo de la disputa se agitó en mi alma, pero no lo dejé manifestarse. Me limité a encogerme de hombros y me puse a atar las tiras de la carpeta.

—Pero, por favor, no olvide las partituras, Félix Alexándrovich.

Había estado a punto de dejar aquellas partituras idiotas sobre la mesa. Mientras yo las guardaba en la carpeta y ataba las tiritas, él no dejaba de mirarme.

—Félix Alexándrovich —volvió a decirme cuando me dirigía a la salida—, yo no le aconsejaría ir por la calle con esas partituras. Quién sabe qué podría ocurrir...

Pero opté por no aclarar nada. Ya tenía bastante. Como si no hubiera escuchado nada, salí en silencio al pasillo y cerré cuidadosamente la puerta a mis espaldas. No había nadie allí.

Fui caminando a la estación del metro. Resbalaba al andar por las aceras heladas, atravesando grupos de provincianos, detenidos ante las puertas de las tiendas de moda, y cruzaba entre los coches, parados en las intersecciones, pero no percibía casi nada en torno a mí. Mis pensamientos regresaban todo el tiempo a la conversación con aquel extraño interlocutor. Por cierto, no me había dicho su nombre. ¿Cómo había logrado hacerlo? Qué raro, qué raro...

Por una parte, ¿qué tenía de particular todo aquello? Se habían reunido dos hombres cultos. Por un asunto importante. Se habían conocido. Bien, uno de ellos no se había presentado, pero el otro se acordó de eso después de la reunión. Pero aquello no era lo más terrible. Dos personas cultas, indudablemente simpáticas, habían intercambiado algunos conceptos bastante elevados sobre cuestiones totalmente banales: la genialidad, la creación, la literatura, los lectores, la cantidad de ejemplares, etcétera. Mas ¿por qué, después de aquella conversación, se me habían clavado algunas espinas en la consciencia? Era como si aquí, tras las orejas, algo estuviera provocando picor. Pero ¿qué era exactamente y por qué?

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