Él lo revisaba todo, al parecer con la esperanza de hallar en aquel montón de basura algo que tuviera una mínima utilidad, y sentí una horrible vergüenza, me sentí como un cerdo, porque delante de mí estaba una persona seria y rigurosa, no un chapuzas cualquiera, no un oportunista, que al parecer había leído a Sorokin, que esperaba de Sorokin un material serio que pudiera servir de apoyo en el trabajo, que esperaba de Sorokin una decencia elemental, pero Sorokin le había entregado un saco de porquería, lo había vaciado sobre su escritorio, y ahí tienes, trágatelo.
Ésas eran las emociones que me estremecían cuando él cerró finalmente mi carpeta, puso sus manos pálidas sobre ella y me miró de nuevo.
—Veo, Félix Alexándrovich, que usted no siente el menor interés por el valor objetivo de su obra.
No sé si en sus palabras o en su tono había un reproche, pero mi carácter plebeyo y contradictorio me hizo ponerme en guardia.
—¿Por qué piensa eso?
—¿Y cómo no pensarlo? —Golpeó la carpeta con la uña—. De este material que me ha traído, la única conclusión es que tiene usted una pésima letra y que en Japón han trabajado muchísimo sobre las celdas de combustible.
El malvado diablillo de la disputa se agitó dentro de mí, haciendo brotar justificaciones malignas y cobardes: «No quiero saber nada, me dijeron que trajera cualquier manuscrito, ahí tiene uno cualquiera, no saben qué necesitan y después se quejan...». Pero no dije nada por el estilo.
—Pues eso es... —dije, e inesperadamente para mí mismo, añadí—: No se enfade, por favor.
—Por supuesto —pronunció, y de repente sonrió con un gesto de tristeza y ternura—. ¿Cómo puedo enfadarme con usted, Félix Alexándrovich? En esencia, usted necesita esto más que nosotros.
Y en ese momento llegó a mi consciencia algo asombroso que él había dicho un minuto antes.
—Perdóneme —dije, bajando la voz—, ¿está bromeando? ¿En qué sentido dijo lo del valor objetivo?
—En el sentido más directo —respondió y dejó de sonreír.
—Pero ¿es posible eso? Entonces, ¿significa eso que usted ha inventado aquí la Mensura de Zoilo?
—¿Y por qué no? La Mensura y muchas otras cosas.
—¡Qué dice usted! ¡Eso no tiene sentido! ¿Cuál puede ser el valor objetivo de una obra?
—¿Y por qué no? —repitió él.
—Pues... Aunque sea porque... ¡Eso es una banalidad! Por ejemplo, a mí me gusta, y usted siente náuseas ante cada palabra. Hoy hace estremecerse a todo el mundo, mañana nadie se acuerda...
—Todo eso es verdad, Félix Alexándrovich, pero ¿qué relación tiene esto con el valor objetivo?
—Pues que una obra objetivamente valiosa —dije, cada vez más airado—, debe ser valiosa para usted, y valiosa para mí, y ayer debió ser valiosa, y mañana será valiosa, ¡pero eso nunca pasa, eso no puede pasar!
Sin embargo, argumentó que yo estaba confundiendo el valor objetivo con el valor eterno. En verdad, no existen valores eternos, no hay nada en la literatura y el arte que pueda ser apreciado por todos durante todo el tiempo. Pero quizá yo no me había dado cuenta de que muchas obras, después de sonar lo suyo, renacían de repente siglos después, volvían a vivir, a resonar, y viven con más ruido y energía que antes. ¿Y puede ser que para medir el valor objetivo de una obra haya que considerar esa capacidad de adquirir vida de nuevo? Además, eso es solamente uno de los posibles enfoques del problema del valor objetivo... Hay otros, más funcionales, más cómodos para ser llevados a un algoritmo.
Yo lo escuchaba y percibía físicamente cómo mi ardor desaparecía, como agua en la arena. Me encanta discutir, sobre todo de temas elevados, ajenos a la praxis. Pero mi concepción de los debates elevados presupone inevitablemente una atmósfera bien definida: euforia ligera, grupo de amigos, una botella, por supuesto, y otra botella en perspectiva, tan pronto surja la necesidad de ella. Pero aquí, entre los grandes armarios grises, bajo la luz mortecina de las lámparas de mercurio, entre rollos de papel y gráficos, no entre amigos, sino acompañado por un hombre ante quien me sentía tímido... No, ciudadanos, en esas condiciones no soy buen polemista.
—Por cierto, Félix Alexándrovich —dijo como si me hubiera leído el pensamiento—, no tiene el menor sentido discutir esto. La máquina para la medición del valor objetivo de las obras artísticas, la Mensura de Zoilo, como usted la llama, existe. Y hace mucho tiempo. Y cuando la crearon, Félix Alexándrovich, surgió otra pregunta, mucho más trascendente: ¿acaso alguien necesita el valor objetivo de una obra? El destino del primer modelo en funcionamiento de esa máquina fue muy educativo, así como el de su inventor... Perdone, ¿lo estoy cansando?
Un presentimiento siniestro se apoderó de mí, y negué presuroso, dando a entender que no estaba nada cansado y esperaba la continuación del relato.
El presentimiento no me engañó. El hombre me contó cómo, hacía treinta años, un joven y entusiasta inventor llevó a la casa de creación de los escritores en Kukushkin, cargado sobre su moto, el primer modelo del Metales, el Medidor del Talento del Escritor, y cómo Zájar Kupidónich, sin autorización, metió en el aparato un manuscrito de Sídor Amenpodéspovich, y después, encantado, leyó en el comedor de la casa las conclusiones del Metales, que por cierto no asombraron a nadie; y le contó la horrible disputa que tuvo lugar, junto al indiferente aparato, entre Flavii Vespasiánovich y el descarado redactor de la editorial El Literato Moscovita; y cómo se echó a perder del todo el jubileo de Gaussiana Nikíforovna cuando se desperdiciaron sin sentido ciento siete porciones de esturión al espetón y de filete a la Suvórov, traídos del club en un coche estatal último modelo; y cómo Lukián Liubomúdrovich intentó sobornar al inventor para que éste arreglara algo en su maldito cacharro: primero le propuso una caja de vodka, después dinero, y finalmente un piso en uno de los nuevos edificios altos... En una palabra, me contó cómo durante ocho días reinó el infierno en la casa de creación de Kukushkin, y en la noche del octavo día destrozaron el aparato, y un día después Mefodii Kirílich puso fin a aquella historia según las reglas, por suerte no vigentes hoy, para la solución de conflictos.
—Entonces, ¿conocía usted a Anatoli Efímovich? —le pregunté tan pronto calló, tras relatarme aquella historia que yo había escuchado ansiosamente.
—¡Por supuesto! —respondió con cierto asombro—. ¿Y por qué se ha acordado ahora de él?
—¡Y cómo no! Todo eso que usted me acaba de narrar es la trama de la comedia que quería escribir el finado Anatoli Efímovich...
—Ah, claro —soltó, como si acabara de acordarse—. Pero sepa que él no sólo quiso escribirla. Él la escribió. Y era uno de los personajes, con otro nombre, por supuesto. Y todo esto ocurrió en Kukushkin, en marzo del cincuenta y dos...
Algo en esta última frase me hizo dar un salto, pero en mi opinión se trataba de otra incoherencia, a la que me agarré presuroso.