Ahora, imaginaos la siguiente escena: la mitad masculina de los habitantes de Murashí se retorcía de risa. Trepa, con expresión sombría, caminaba entre ellos y repetía: «Señores, esto es amoral. Se dicen escritores, y ved cómo actúan...». La mitad femenina hacía muecas de disgusto y exigía palear aquella porquería y cubrirla de nieve. Rogozhin caminaba de un lado a otro a lo largo del letrero, como un depredador en el parque zoológico, y no dejaba que nadie se acercara hasta que llegara la milicia. La milicia no manifestaba la menor prisa y, mientras tanto, alguien le hacía un favor a Rogozhin (y a sí mismo, por supuesto) tomando diversas fotos: el letrero, Rogozhin con el letrero de fondo, simplemente Rogozhin y de nuevo el letrero. Rogozhin le quita la película y se va corriendo a Moscú. Una tontería, cuarenta y cinco minutos en tren eléctrico.
Con el rollo fotográfico en un bolsillo y una larga queja contra Petia en el otro, Rogozhin corre al secretariado, para incoar una acusación personal por difamación. En el laboratorio fotográfico del club le preparan una docena de fotos en un dos por tres, y él, indignado, las tira sobre el escritorio de Fiódor Mijéich. El despacho de Fiódor Mijéich, está lleno en ese momento, como a propósito, de miembros de la junta directiva, que se han reunido con motivo de alguna fiesta jubilar. Muchos ya saben de qué se trata. Hay risitas. Polina Zlatopolskij, entornando soñadora los ojos, dice: «¡Pero qué chorro!».
Fiódor Mijéich proclama, con expresión pétrea, que no ve difamación alguna en el letrero. Rogozhin queda perplejo por un segundo. La difamación se encierra en el método mediante el cual se hizo el letrero, alega. Fiódor Mijéich, con expresión pétrea, declara que no ve sobre qué base se acusa específicamente a Piotr Skorobogátov. En respuesta, Rogozhin exige un peritaje grafológico. Fiódor Mijéich, con expresión pétrea, manifiesta sus dudas sobre la viabilidad de un peritaje grafológico en ese caso concreto. Rogozhin, airado, se remite a los principios de las ciencias criminológicas, que postulan al parecer que las propiedades ideomotoras son tales que las características de la persona son inmutables, no importa con qué escriba. Intenta demostrar este hecho tomando entre los dientes un bolígrafo para firmar unos papeles en presencia de Fiódor Mijéich, amenaza con dirigirse al Comité Central y se comporta en general de modo reprobable.
Finalmente, Fiódor Mijéich se ve obligado a ceder, y una comisión se dirige al lugar del suceso. Petia Skorobogátov, arrinconado y algo asustado por la envergadura que toman los acontecimientos, reconoce que fue él quien hizo el letrero. «¡Pero no como lo estáis imaginando, guarros! ¡No hay fuerza humana que pueda hacer eso!» Ya es tarde. Es de noche. La comisión completa está de pie en el portal. El montón de nieve fue paleado por el día y está totalmente limpio. Petia Skorobogátov camina lentamente a lo largo del montón de nieve, maneja con cuidado una tetera panzona y escribe: «¡Rogozhin, usted me resulta indiferente!». La comisión, satisfecha, se marcha. El letrero queda.
¡Qué tío ése, mi Trepa Nacional!
El grito estentóreo de «¡Y la zootecnia!» me hizo volver al presente. El juicio continuaba. El grito lo emitió el jugador de billar, que repentinamente se ha despertado con mucha energía. Mientras yo estaba inmerso en los recuerdos, algo ha cambiado. En la tribuna hablaban de un abrigo de pieles. Un abrigo de pieles caro. Un abrigo de pieles de importación. Habían robado el abrigo. Lo habían robado de manera descarada, retadora. Al parecer, hacían un llamamiento a la asamblea, no roben abrigos de pieles. Desde la tribuna no hablaban ya de las víctimas de la inmoralidad y las bajas pasiones, la historia con el abrigo de pieles había rehabilitado al acusado de alguna misteriosa manera. Ya no estaba allí sentado, con aspecto de someterse al destino, se había erguido, apoyaba las manos en sus rodillas separadas y miraba hacia la mesa presidencial con expresión retadora, acusadora. Los miembros de la presidencia volvían el rostro para no mirarlo, y uno de ellos estaba más ruborizado que los demás.
Miré el reloj. Eran las tres pasadas. Tenía sentido buscar la cafetería, pero en aquel momento pasaron junto a mí dos jovenzuelos pálidos de ojos brillantes, salieron al pasillo y encendieron sendos cigarrillos, aspirando el humo ansiosamente. Lo que me sorprendía era lo excitados que estaban, presa de una animación y una prisa poco naturales. No se veían cansados ni aburridos; al contrario, era obvio que trataban de recibir su dosis de nicotina lo más rápido posible para retornar a la sala. En mi vida había visto gente tan absorta en una asamblea.
Les pregunté cuánto tiempo, en su opinión, duraría aquella marea oratoria. Vi que esa definición les había extrañado. Me explicaron con sequedad que la asamblea estaba ahora en su momento culminante y difícilmente terminaría antes de acabar la jornada laboral.
—Usted es escritor, ¿verdad? —preguntó después uno de ellos.
—Sí —reconocí.
—¿Su apellido? —preguntó otro con la espontaneidad propia de los jóvenes.
—Yesenin —dije, y me marché a casa.
Por el camino maldije todas las asambleas con las peores maldiciones. Fui a la tienda de juguetes de la calle Petrovka, compré un coche para cada uno de los gemelos bandidos y regresé a mi piso sintiéndome bien. Katia trajinaba en la cocina. Mi nariz hambrienta se sintió encantada y transmitió el encanto a todo mi organismo: en la cocina se preparaba un estofado de carne al vino.
Mientras me quitaba el abrigo, Katia salió corriendo de la cocina, me presentó su mejilla cálida para que la besara, y mientras mantenía las manos en alto, como un cirujano antes de una operación, comenzó a contarme algo de sus líos en el trabajo.
Al principio, la escuchaba a medias, porque de nuevo me causaba asombro el hecho de que siendo tan bella, siendo una chica joven muy coqueta, muy divertida, tuviera tantos fracasos. ¿Cómo era posible? Qué absurdo. Yo siempre había considerado que una mujer con ese toque sólo cosechaba éxitos, y ahí la tienes... Treinta años. Dos hijos. El primer marido se esfumó. El segundo es una basura, un moco pegajoso. Tiene problemas en el trabajo. Tiene su tesis doctoral terminada desde hace tres años pero no puede presentarla. Es algo que no funciona, algo inexplicable...
La seguí maquinalmente a la cocina y de repente me di cuenta de que Katia decía cosas extrañas que me atañían directamente.
Al parecer ese día, tras el intermedio para comer, la había citado el jefe de personal y la había sometido a un interrogatorio formal. La mayor parte de las preguntas eran las habituales, sobre su filiación personal, pero entre ellas, subrepticiamente, colaba preguntas inexplicables. Katia, muy sensible, las descubrió enseguida y sin demostrarlo las memorizó y ahora me las contaba, una tras otra... ¿Desde qué edad se acordaba de su padre, o sea de mí? ¿Conocía a alguno de los amigos de preguerra de su padre? ¿Había estado alguna vez en la ciudad natal de su padre, o sea en Leningrado? En tal caso, ¿se había reunido el padre con alguno de esos amigos? ¿Le había contado algo su padre del destino del edificio en Leningrado donde había crecido y vivido antes de la guerra?
Después de soltar todo esto, calló y me miró, expectante. Yo también callé, mientras me daba cuenta con horror de que mi rostro enrojecía cada vez más y mis ojos bizqueaban de la manera más sospechosa. Me sentía un imbécil total.