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Un pasillo. No es frecuente encontrar un pasillo así. Este pasillo era estrecho, sin ventanas, con misteriosos respiraderos enrejados junto al techo, con sordas puertas metálicas que aparecían a la derecha o a la izquierda; el suelo estaba cubierto de tablones desiguales, chirriantes, que cedían al pisarlos. Y no era recto, no, avanzaba según la regla clásica de las fortificaciones, en zigzag, y cada segmento del zigzag no superaba los veinte metros. Aquí todo estaba calculado para el caso de que la infantería acorazada del enemigo lograra romper nuestra resistencia en la escalera de caracol, y después de derribar a la anciana con su mesita, esa infantería irrumpiera aquí, sin sospechar la terrible emboscada que la aguardaba: de los respiraderos junto al techo caerían sobre el enemigo chorros de aceite hirviendo; las puertas de hierro se erizarían de lanzas con puntas dentadas, del ancho de una mano; los tablones del suelo se partirían, y de cada rincón del zigzag dispararían flechas implacables a quemarropa... Cuando llegué al final del pasillo estaba bañado en sudor.

Como había previsto la honesta anciana, el pasillo me condujo a la sala de conferencias. Pero sólo al llegar allí comprendí el sentido de sus últimas palabras. En la sala de conferencias tenía lugar una reunión, seguramente una asamblea general porque no quedaba un espacio libre entre tanta gente sentada y de pie. Tuve que permanecer en la puerta. No había modo de seguir adelante.

Al principio, no creí que aquella asamblea fuera un obstáculo para mis intenciones. Era una asamblea como cualquier otra, una mesa larga cubierta con un paño verde, con un botellín de agua; alguien hablaba desde un estrado ante al menos trescientos espectadores y espectadoras allí presentes (en lugar de estar dedicados a impulsar el progreso científico-tecnológico). Me puse de puntillas para mirar por encima del mar de cabezas, hasta que logré descubrir, en el rincón más lejano de la sala, una puerta casi indistinguible, sobre la cual, en una tela blanca, estaba escrito con letras negras: «Escritores, aquí». Sólo entonces comencé a comprender las dimensiones de la desgracia que me ocurría.

Ni hablar de atravesar la sala para llegar a aquella puerta, no podía caminar sobre las cabezas y los hombros de aquella gente allí reunida, no sé hacerlo ni me gusta. Tampoco podía pensar en retirarme con orgullo, pues había llegado demasiado lejos. La lógica me decía que lo único posible era esperar, sabiendo que ninguna asamblea duraba eternamente.

Al llegar a esa conclusión, me vino a la mente la idea de la cafetería. En alguna parte detrás de mí, tras una de aquellas horribles puertas de hierro, vendían bollos, pinchos de jamón, Pepsi y quizá hasta cerveza. Miré mi reloj. Marcaba las tres menos diez, y si la cafetería abría hoy, seguramente lo haría dentro de diez minutos. Se podía aguantar diez minutos. Transferí el peso del cuerpo al otro pie, recosté el hombro al marco de la puerta y me dediqué a escuchar.

Al poco tiempo me di cuenta de que estaba presenciando un juicio popular. El acusado, un tal Zhujovitski, se dedicaba a hacer infelices a las jóvenes trabajadoras de su departamento. Al principio no tenía consecuencias, pero tras el cuarto o quinto caso la paciencia social estalló, los crímenes clamaban al cielo y las víctimas clamaban en el comité laboral. El acusado, un hombre descaradamente apuesto, enfundado en una chaquetilla brillante, estaba sentado con aire irritado en una silla separada de la presidencia, a la izquierda, y su cara mostraba terquedad y ausencia de arrepentimiento, aunque también prometía someterse al destino.

En general, el asunto me pareció una tontería. Estaba claro que cuando terminara su cháchara el miembro del comité laboral, la tribuna sería ocupada por el jefe del departamento, que clavaría al acusado en la cruz del rechazo social y al momento, sin transición, pediría clemencia al tribunal, ya que en su departamento todas eran chicas y cada trabajador varón valía su peso en oro; después, el que presidía haría el resumen en un discurso corto y enérgico, y todos saldrían corriendo hacia la cafetería.

Aguardando aquel desarrollo de los acontecimientos, que me parecía inevitable, me dediqué a revisar los rostros, mi entretenimiento preferido en asambleas, reuniones y seminarios. Y un minuto después, para mi asombro, descubrí en la quinta fila, directamente delante de la mesa presidencial, el rostro escamoso de mi querido Trepa Nacional, Petia Skorobogátov, y el triste perfil de su amigo, el jugador de billar. Ambos tenían el aspecto de estar allí sentados desde el inicio, y de que tenían derecho a estarlo. El jugador de billar no se movía, sólo clavaba los ojos en la mesa: obviamente, el paño verde del mantel le hacía evocar gratas asociaciones. Pero Trepa Nacional estaba muy agitado. Constantemente se volvía hacia su vecina de la derecha, le decía algo con insistencia, sacudiendo su grueso dedo índice; después inclinaba todo el cuerpo hacia delante, su cabeza asomaba entre las cabezas de sus vecinos del frente, les decía algo con insistencia mientras su gordo trasero llevaba a cabo complejas evoluciones; a continuación, como si estuviera totalmente satisfecho de la capacidad de comprensión de sus interlocutores, se recostaba en el respaldo de su asiento, cruzaba los brazos sobre el pecho y, volviendo la oreja hacia el vecino de atrás, escuchaba atentamente lo que éste le decía.

—...y en días como éstos, cuando cada uno de nosotros debe entregar todas sus fuerzas para el desarrollo de investigaciones lingüísticas concretas —tronaba el orador desde la tribuna—, para el desarrollo y profundización de nuestros vínculos con áreas multidisciplinarias, en estos días es particularmente importante que seamos capaces de fortalecer y elevar la disciplina laboral de todos y cada uno, el nivel moral de todos y cada uno, la pureza espiritual, la honestidad personal...

—¡Y la zootecnia! —gritó repentinamente Petia Skorobogátov, en tono exigente, levantando su mano extendida con el dedo índice apuntando al techo.

Un murmullo incomprensible recorrió la sala. El orador se turbó.

—Por supuesto... claro que sí... y también la zootecnia... Pero con relación al camarada Zhujovitski, no debemos olvidar que es nuestro compañero...

¡Ay, nuestro Trepa Nacional! Decid lo que queráis, pero en él hay algo humano, algo que se escribe con mayúsculas. A pesar de sus ojos de cerdo, siempre enrojecidos. A pesar de su hedor a licor rancio, que forma algo así como una atmósfera propia. A pesar de la falta de talento y la chapucería incomparables de sus obras para escolares. A pesar de su hábito de sentarse a mesas ajenas y servirse licor sin preguntar... (A propósito, en esto no tengo razón. Por supuesto, Trepa siempre anda sin dinero porque siempre está reponiéndose de una borrachera. ¡Pero cuando tiene dinero...! Puedes comer y beber hasta hartarte, y llevarte un paquete a casa.) Es un fantasioso, eso es lo que lo excusa. Materializa en la práctica las fantasías más inverosímiles, cosas que ocurren sólo en los chistes.

Una vez, en la casa de creación de Murashí, el tonto de Rogozhin regañó públicamente al Trepa por aparecer en el comedor totalmente ebrio, y para más inri le soltó una moraleja sobre el perfil moral del hombre soviético. Trepa lo escuchó todo con sospechosa sumisión, y por la mañana, en un enorme montón de nieve directamente delante del portal de la casa, había un letrero: ¡Rogozhin, lo amo! El letrero había sido hecho con un chorro amarillo que salpicaba, bastante caliente a juzgar por lo profundo que había penetrado en el montón de nieve.

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