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El segundo aspirante es médico, cirujano, proctólogo, pero está enamorado de nuestra institución. El primer orador, con ojos enrojecidos por la falta de sueño, se admira en voz alta de ese amor y cuenta dos tramas brillantes escritas por el aspirante. Un mujikva en carro por el bosque y de repente aparece un tigre (en la región de Riazansk, aldea Miasnoie). El mujikecha a correr, el tigre lo sigue. El mujikse mete hasta el cuello en un agujero en el hielo, el tigre se sienta al borde y toda la noche le ronca junto al oído. Finalmente, resulta que el tigre ha huido del parque zoológico, pero no puede vivir sin la gente, por eso sigue al mujik...Asombro general, risa bonachona, voces de aprobación de los de la guardia imperial. Sigue la segunda trama: un tipo va al médico, quejándose de una molestia interior, y el médico le pide que le lleve unos análisis. El tío decide que le están exigiendo un soborno y escribe a la fiscalía. Pero resulta ser un cáncer, el médico lo opera con éxito, el tipo salva la vida, pero entregan la notificación de la fiscalía directamente en el quirófano... De nuevo, voces de admiración y aprobación, uno de los guardias imperiales llora de risa con el rostro clavado en mi hombro. El segundo orador, con voz emocionada, lee la descripción de una zona rural escrita por el aspirante; la admiración y la aprobación se convierten en voces estentóreas, en cataratas de sollozos, después de lo cual el aspirante también es rechazado, pero con tres votos a favor. Todos están confusos. El guardia imperial me dice: «Pues no sé. Yo estaba a favor, así que voté a favor...».

Después, se ocupan del ex ministro de economía comunal de una república meridional, que acaba de publicar un lujoso tomo en encuadernación de lujo, algo que lleva un título como Desarrollo de las lavanderías desde la zarina Támara hasta nuestros días.

Aquí, mis meditaciones fueron nuevamente interrumpidas por el timbre del teléfono.

—Perdona, Félix Alexándrovich —dijo Fiódor Mijéich con preocupación—, perdona que te vuelva a molestar... ¿Estuviste ayer en la calle Bánnaia?

—Sí —respondí—, claro que estuve... Lo llevé todo, lo mejor que pude.

—Pues gracias. Es todo.

Fiódor Mijéich colgó y yo me levanté del butacón y fui directamente al vestíbulo, a ponerme las botas. Y sólo cuando me hube puesto el abrigo, la bufanda y el gorro de piel, cuando había metido las manos en los guantes y agarraba el tirador de la puerta, me acordé, gracias a Dios, de que el manuscrito que debía entregar para el experimento se me había quedado ayer en el club... y si entonces pasaba por allí a recogerlo...

Regresé a la habitación, busqué al buen tuntún otra carpeta, una más delgada, del pequeño archivo que tengo bajo el escritorio (borradores de traducciones, segundos ejemplares de notas sobre patentes japonesas, borradores de reseñas y otras porquerías), la até con un cordelito, metí de alguna manera el sobre marrón sin dirección del remitente en el bolsillo de mi abrigo (para leerlo por el camino) y salí.

La casa de la calle Bánnaia resultó ser un edificio gris de hormigón, de cinco pisos. Su ala izquierda estaba tapada por andamios, y los andamios mismos estaban vacíos y cubiertos de nieve. La parte central de la fachada tenía un aspecto bastante fresco, y el ala derecha estaba pidiendo ya una nueva reparación. La entrada se encontraba en el centro de la fachada. Las puertas eran amplias, y según el proyecto de los arquitectos, debían permitir la entrada y salida simultáneas de seis grupos de personas, pero como es la costumbre, de las seis entradas solamente funcionaba una, las otras estaban cerradas a cal y canto, incluso una de ellas había sido clausurada con tablones que habían sido pintados con coquetería por algún artista chapucero. Y como era habitual, a ambos lados de las enormes puertas se veían letreros de vidrio de distintos tamaños con los nombres de las instituciones allí ubicadas. Por eso me costó cierto tiempo encontrar una modesta placa con letras plateadas:

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES LINGÜÍSTICAS DE LA ACADEMIA DE CIENCIAS DE LA URSS.

Después de atravesar con dificultad la única puerta que funcionaba, estuve vagando unos minutos entre cortinajes oscuros, formando parte de una multitud de gente confusa igual que yo. El vestíbulo era lúgubre, daba miedo y había tanta nieve en el piso que nos agarrábamos unos de otros para no caer.

Tras salir finalmente a un espacio libre, me encontré frente a unas anchísimas escaleras por las que subí a un enorme salón, cuya altura era de cinco pisos, los que tenía el edificio. El centro de aquel salón estaba dividido en muchas celdillas de madera. Desde arriba, a través de un techo de vidrio bastante sucio, llegaba una luz diurna grisácea; a mi izquierda, en un quiosco de madera, se vendían productos artísticos, y a la derecha se ofrecían empanadillas y galletitas con mermelada.

No podía imaginar adonde debía dirigirme, y cuando intentaba preguntarle a las personas con las que habíamos atravesado juntos los cortinajes, resultaba que todos habían ido allí a comprar galletas con mermelada, menos un anciano al que habían mandado a por empanadillas.

La anciana del quiosco dijo que nada más llevaba dos días trabajando allí. Y sólo una damita muy maquillada, que no llevaba abrigo y tenía bajo el brazo un libro de cuentas, me indicó que debía ir a la derecha y arriba; y allí, en el primer descansillo de las escaleras, descubrí un indicador.

Tenía que subir al tercer piso y comencé a ascender una escalera metálica de caracol, que también era oscura y peligrosa, los zapatos resbalaban en escalones de diferentes tamaños, alguien bajaba resoplando, amenazando con tirarme de la escalera, o se oía un resbalón, tropezones en los escalones y un chillido femenino. Y detrás de mí, algo me empujaba la espalda, algo duro, inanimado, de madera a juzgar por el tacto, algo que soltaba tacos constantemente.

Pero todo tiene final. Resoplando, llegué al descansillo del tercer piso; dudaba si debía tomar un comprimido de nitroglicerina, y una voz desconocida preguntó: «¿Qué, por qué te detienes, te han clavado al suelo?». Y por mi lado pasó una larguísima escalera de tijera, tan larga que mis ojos no me dejaban creer que aquello lo habían subido por una escalera de caracol.

Coloqué la cápsula de nitroglicerina bajo la lengua y miré a mi alrededor. En el rellano, como en un cuento infantil, había tres puertas: a la izquierda, a la derecha y al frente. Según el letrero, debía ir a la derecha, y allí fui. Tras la puerta había una mesita, sobre la mesita una lámpara, y tras la lámpara había una anciana con su labor. Me miró con ojos de bondadosa interrogación, y nos pusimos a conversar.

La anciana estaba bien informada de todo. Los escritores debían acudir a la habitación número tal, al otro lado de la sala de conferencias, y a esa sala se iba por este pasillo que no torcía hacia ninguna parte, además aquí no había ya hacia donde torcer, quizá sólo hacia la cafetería, pero ya estaba cerrada. Le di las gracias y eché a andar, pero la anciana me advirtió: «Lo que pasa es que hay una asamblea allí». Aunque no la entendí bien, me volví y le di las gracias con un gesto de cabeza.

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