(Soy una persona sencilla, me encanta que en el cine —¡pero sólo en el cine!— haya un par de Sturmbahnführersde las SS, que hagan fuego, en lo posible con todo tipo de armas, y que tenga lugar una buena batalla de tanques, sobre todo si hay muchos... Mis gustos cinematográficos son de lo más primitivos; Valentín Démchenko los llama militarismo infantil.)
Me senté ante la máquina de escribir y estuve escribiendo, casi sin interrupción, dos horas y algo más, hasta que volvió a sonar el timbre del teléfono.
El sol llevaba ya un rato en la habitación, tenía calor y sudaba, y por eso no respondí al teléfono hablando, sino con un rugido. Mas resultó ser nuestro Fiódor Mijéich, y yo, como estudioso del Japón que observa rígidamente los principios del confucianismo, tuve que bajar el tono de inmediato.
Gracias a Dios que no hablamos de la calle Bánnaia. Mijéich quería saber si me había enterado del conflicto entre Oleg Oreshin y Semión Kolesnichenko. Necesité varios segundos para cambiar la sintonía, y a continuación le dije que sí, que conocía aquel conflicto, que el mes pasado habíamos tenido un agrio debate en la comisión de admisión. Entonces, Mijéich me contó que Oreshin había presentado en el secretariado una queja contra Kolesnichenko, y que él, Mijéich, quería conocer mi opinión sobre ese conflicto.
—Ese Oreshin es un idiota y un buscapleitos —solté, incapaz de contenerme y olvidando por enésima vez mi decisión definitiva de no meterme nunca en esos líos, no interferir ni defender a nadie.
Mijéich me respondió severamente que eso no era una respuesta, que lo que se esperaba de mí no era un insulto sino una opinión objetiva sobre un hecho concreto.
Pero, ¿qué opinión objetiva podía tener yo sobre aquel asunto? En la reunión anterior de la comisión de admisión, aquel Oleg Oreshin, un hombre de aspecto bien cuidado, de unos cincuenta años, que vestía un traje de corte impecable y llevaba gemelos de oro, un grueso anillo de oro y un diente de oro, pidió de repente la palabra y expuso una queja contra el prosista Semión Kolesnichenko, que había cometido un plagio malintencionado. ¿A quién había plagiado? Pues a él, a Oleg Oreshin, poeta que escribía fábulas, miembro de la comisión de admisión, laureado con el premio especial de la revista Constructor de Máquinas Herramientas.Él, Oleg Oreshin, había publicado dos años antes en esa revista la fábula satírica Los afanes del oso.Y cuál fue su asombro cuando hacía pocos días, en el número de diciembre de la revista Heimland,había leído la novela corta El tren de la esperanza,traducida del hebreo, que repetía exactamente la situación, la trama y todo el desarrollo de los personajes de su fábula Los afanes del oso.Asombrado, llevó a cabo una investigación y estableció que el mencionado S. Kolesnichenko, una vez realizado el plagio, había escrito la novela corta en ruso y después la había presentado en la redacción de la revista como si se tratara de una traducción del hebreo. S. Kolesnichenko había engañado a la redacción al decir que la traducción de esa novela, escrita por un autor israelí progresista, la había llevado a cabo un amigo suyo, enfermo de cuidado. Y él, Oleg Oreshin exigía que sus compañeros de la comisión de admisión lo ayudaran, etcétera.
Lo más fantástico en aquella historia delirante era el hecho de que al menos la tercera parte de los miembros de la comisión de admisión aceptó apasionadamente aquella queja de O. Oreshin y al momento se dedicaron a proponer diversas medidas, cada cual más rigurosa que la anterior. Sin embargo, las fuerzas de la razón lograron vencer. Nuestro presidente, que al instante se había dado cuenta de que tendría que ser él personalmente quien cargara con aquel lío sobre sus espaldas, se manifestó con todo rigor: entendía personalmente la indignación del camarada Oreshin, pero eso no entraba de ninguna manera en las competencias de la comisión de admisión, y por tanto la comisión no podía dedicarse a ello.
Tonto de mí, pensé que así terminaría todo aquello. Pero no, al parecer la estupidez humana carece de límites. El asunto no terminó. Por cierto, Mijéich tenía razón: aquí uno no se libraba con insultos, tacos ni con sabios razonamientos sobre los límites de la estupidez. Cambié de tono y, midiendo cuidadosamente las palabras, expresé mi opinión de que los argumentos de Oleg Oreshin no me resultaban convincentes. La transformación de una fábula en una novela corta, incluso si aquello había tenido lugar, se encontraba más allá del concepto de plagio. Por otra parte, a mí, como traductor experimentado, me resultaba muy interesante conocer cómo Kolesnichenko había logrado hacer pasar su obra como una traducción. En mi opinión, era algo totalmente imposible.
Eso no era ya el discurso de un niño, sino el de un hombre. Mijéich lo escuchó sin interrumpir, dio las gracias y colgó. Y no se dijo ni una palabra sobre la calle Bánnaia.
Me levanté, abrí la puerta de la terraza y estuve un rato de pie en el umbral, bajo los rayos del sol. Me sentía vacío, agotado y sereno. De una u otra manera, la lección del día se había cumplido, incluso con un excedente. Ahora podía, con la conciencia limpia, esconder el guión en el cajón, cerrar la máquina y bajar a buscar los diarios. Y eso fue lo que hice.
Además de los diarios, había recibido dos cartas. Una oficial, del club, donde me invitaban al concierto de un bardo desconocido, y pensé que debía darle esa invitación a Katia; quizá aquello le interesaría.
El segundo sobre era artesanal, hecho de un papel marrón grueso, cerrado con celo. Bajo la dirección decía: personal, entregar en mano, escrito con tinta negra, pero sin dirección del remitente.
No soporto las cartas sin remitente. No son habituales, pero cada una de ellas contiene alguna porquería, algo desagradable, o es fuente de líos y preocupaciones adicionales. Compungido, me puse a buscar las tijeras en el escritorio, pero en ese momento volvió a sonar el teléfono.
Esta vez llamaba Zinaida Filíppovna, que en tono sumiso me recordó la próxima reunión ordinaria de la comisión de admisión, a celebrarse dentro de diez días, y que yo aún no había recogido los materiales para la reunión. Le pregunté si tendríamos que discutir sobre muchas personas. Se trataba de dos prosistas, dos dramaturgos, tres críticos y ensayistas y un poeta de pequeño formato, en total ocho. Le pregunté qué era un poeta de pequeño formato, y me contestó que nadie sabía qué era, pero se esperaba que aquel poeta diera lugar a un escándalo. Le prometí que pasaría a verla en uno o dos días.
Otro escándalo. Pensé que habría que escribir sobre eso. Una reunión típica de la comisión de admisión. Al inicio, para avanzar rápido, se discute el caso de algún pobre autor de la sección científico-popular. El que presenta el informe pronuncia un discurso indignado en contra, confundiendo constantemente la «batisfera» con la estratósfera, y el batiscafo con el piróscafo. La comisión lo escucha en silencio, horrorizada, algunos se santiguan subrepticiamente, se oyen exclamaciones como «¡Qué cosas más absurdas!». Con patetismo, el orador pregunta: «¿Dónde está aquí la literatura?». El segundo orador habla poco y es honesto: no pudo terminar ni uno solo de los libros del aspirante, no entendió nada, había cosas como infusorios y leproserías, el aspirante es doctor en ciencias y no sabe para qué necesita ingresar en la Unión... Habla el presidente: el cosmos, el siglo de la revolución «cienciotecnológica» (quiere decir científico-tecnológica), no podemos olvidar la autoridad de nuestra organización... la gran literatura... Antón Pávlovich Chéjov... León Tolstoi... Alexandr Serguéievich... Inodor Inodórovich... El primer aspirante es rechazado en votación secreta, con sólo un voto a favor.