—Papá, ¿no habrás armado algún otro lío? —preguntó, bajando la voz.
Estaba asustada, y mi reacción ante su relato la asustó más todavía. En respuesta, yo sólo suspiraba. Miles de palabras pugnaban por escapar de mi boca, pero como a propósito, todas eran dramáticas, falsas y presuponían gestos tales como extender la mano, apartar los ojos de la desgracia y otras cosas propias de Schiller. A continuación, una idea, repentina y horrible, me estremeció: ¿y si me han vuelto a publicar en el extranjero sin el permiso de la Oficina de Derechos de Autor? ¡Pero qué canallas! Entonces, estallé.
—¡Basura y nada más! —grité—. ¡No hubo nada, nada de nada! ¿Por qué me miras así? Seguramente, alguna maruja escribió una denuncia... Vete a saber... ¿Y para qué te había citado? ¿Te dijo para qué te había citado?
—Para conversar —dijo Katia—. Es posible que me marche a Ganda.
—¿A Ganda? ¿A África? ¿Y dónde dejarás a los bandidos?
Pero resulta que ella lo tenía todo bien planeado. Klara se llevaría a los bandidos, le alquilaría el piso a los Schukin, yo le compraría las obras completas. Nada de eso me gustó ni un poquito. Si los bandidos vivían con Klara, ¿cómo podría ir a verlos? No quiero tropezarme con Klara ni con su general. No quiero comprar unas obras completas... Y además, ¿qué haría con Albert? ¿También se lo llevaría Klara? Ah, de todos modos trasladan al marido a Sizran. ¡Excelente! ¡Enhorabuena! Como siempre, sigues tras las huellas de tu madre. Pero todo eso es asunto tuyo. Y no te olvides que ahora se combate en Ganda.
Ella sabe cómo tratarme. Mientras yo hervía y me evaporaba, ella me servía un buen plato de estofado de carne con setas en vino tinto, me servía dos dedos de coñac y me acomodaba a la mesa. Yo me senté, bebí, me ablandé, le eché una última mirada llena de reproche paternal y agarré el tenedor.
—Y tú, ¿qué? —Como siempre, me di cuenta cuando tenía la boca llena.
—Yo ya he comido —respondió ella como de costumbre, se puso de rodillas en la silla y sacando su redondo trasero, apoyó los codos en la mesa y con gesto de complacencia se puso a mirar cómo yo comía.
—Pues si te vas a Ganda —dije entre bocados—, no te metas en líos. Sencillamente, el de personal ya no sabe qué va a preguntar. ¿Te preguntó sobre tu madre?
—Sí.
—¿Ves? Dame un pedazo de pan.
—Preguntó sobre mamá, por qué se divorció de ti —respondió Katia mientras cortaba la barra de pan.
Me contuve a duras penas para no tirar el cuchillo y el tenedor contra la mesa. Qué cochinada, ¿qué demonios le importaba eso? Pero después pensé: que se vayan todos a la mierda, ¿qué me importan? Y si no envían a Katia a Ganda, donde se combate y bandas numerosas de negros se atacan mutuamente con napalm...
—Todas las preguntas eran extrañas —pronunció Katia en voz baja—. Poco habituales. Papá, ¿está todo en orden? ¿No me ocultas nada?
Ésa es la razón por la que nunca le daré a mi hija, única y muy querida, ni una sola paginita de la Carpeta Azul para que la lea. El terror la dejó escaldada tras aquel artículo de Brizheikin sobre los Cuentos infantiles modernos,cuando me llevaron al hospital tras mi primer ataque de estenocardia; hasta hoy ha quedado como dañada. Y ahora sonríe, hace chistes, su coleta oscila de un lado a otro, pero en los ojos continúa el mismo terror. Recuerdo esos ojos, cuando permanecía sentada junto a mi lecho en el hospital...
La tranquilicé como pude y nos pusimos a beber té. Katia me hablaba de los gemelos bandidos, yo le hablaba de Petia Skorobogátov, de la asamblea, nos sentíamos muy cómodos y era molesto pensar que dentro de un cuarto de hora Katia recogería sus cosas y se marcharía. Después me acordé y le di los coches para los bandidos y la invitación para el concierto del bardo. Le encantó la invitación y se puso a hablarme de aquel cantante, de lo famoso que era en ese momento; y yo la escuchaba y pensaba cómo decirle, de la manera más delicada, que no me había olvidado de la sastrería y el abrigo de pieles (¡otra vez un abrigo de pieles!), que me acordaba de eso, aunque Katia nunca me lo recordaba, sencillamente tenía que hacer acopio de voluntad para ir allí... De pronto asomó la cabeza la esperanza de que, debido al viaje de servicios a Ganda, la cuestión del abrigo de pieles se olvidaría. En verdad, ¿qué falta le hacía un abrigo de pieles en Ganda?
Ella se estaba poniendo el abrigo cuando sonó el teléfono. Hubo que despedirse precipitadamente. Levanté el teléfono. ¡Kirye eleison!¡Señor, ten piedad de nosotros! Llamaba O. Oreshin.
Me llamaba para que yo, en ese momento y de manera unívoca, le manifestara mi posición favorable a su lucha, la de Oreshin, contra el descarado plagiario Semión Kolesnichenko. Armado con mi posición favorable, y no ocultaba que yo no era la primera persona a la que llamaba en busca de ayuda, otros miembros destacados del secretariado ya le habían prometido su apoyo total en el combate implacable contra los plagiarios, sin el cual, por supuesto, era inconcebible la menor esperanza de éxito en el desenmascaramiento de la mafia de plagiarios...
Yo esperaba, con curiosidad enfermiza, ver cómo Oreshin podía salir de aquella espiral sintáctica, estaba dispuesto a apostar que ya se le había olvidado dónde comenzaba aquella interminable oración subordinada, pero el tío era más duro de lo que yo creía.
Así que, armado con mi posición a su favor, él, Oreshin, podría plantear en la próxima reunión del secretariado la cuestión relativa a la mafia de plagiarios con la claridad y agudeza que siempre nos falta cada vez que hablamos de personas que formalmente parecen ser colegas nuestros, mientras que moral y éticamente...
Coloqué cuidadosamente el auricular sobre la mesa. Me serví un vaso de agua y tomé mis pastillas. Oleg Oreshin seguía zumbando. Intenté una vez más comprender su psicología. Honestamente, un mes atrás, en el momento en que se había armado todo aquel lío, lo había clasificado como un antisemita zoológico común y corriente, algo así como uno de los guardias imperiales. Pero ahora me daba cuenta de que estaba equivocado. No era un antisemita. Peor aún, ni siquiera era un demagogo político. Al parecer, estaba trastornado por el hecho de que había parido con dolor, quizá en un momento de inspiración divina, una situación ético-moral, clavando al poste del escarnio a unos osos feroces, groseros y codiciosos, así como a unas liebres, picaras y taimadas, y de repente, ¡helo aquí!, aparecía un tal Kolesnichenko, un tipo astuto, un parásito literario por vocación, que no sabía qué era crear ni sentir la inspiración, que simplemente tenía una visión muy aguda y unos brazos que le permitían rebañar todo lo que estaba mal puesto, meterlo en el zurrón con presteza y salirse con la suya. Y para que nadie pudiera encontrar la pista de sus nefastos hechos, presentaba su papelucho como una traducción de una lengua exótica, confiando en el hecho de que, de todas maneras, nadie podría leer el supuesto original.
El tal Oreshin era tonto. Y no simplemente tonto en el sentido habitual de la palabra, sino un representante de una tipología psicológica particular. Se encontraba entre nosotros como un extraterrestre: con un sistema de valores totalmente ajeno, una psicología extraña y desconocida, con otros objetivos para su existencia, y lo que nosotros, mirándolo desde arriba, considerábamos un complejo de inferioridad terminal, una desviación enfermiza de la normalidad psicológica, era en realidad el núcleo saludable de su visión del mundo.