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—Se lo agradezco, señor Bánev —dijo Bol-Kunats con cortesía—, pero creo que es mejor que me quede.

—Como quieras.

Bol-Kunats le preocupaba poco. Ahora tenía que decirle algo de despedida a aquel leproso. Víktor sabía por anticipado que sería totalmente idiota, pero qué podía hacer, le resultaba imposible irse sin decir nada. Era algo que tenía que ver con su amor propio.

—A usted, señor mío —dijo, con soberbia—, no lo invito. Es obvio que usted se siente aquí como pez en el agua.

A continuación se dio la vuelta, y dejando caer un guante imaginario, se alejó.

«Tras pronunciar estas palabras —pensó, con repulsión—, el conde se alejó dignamente...»

Irma se había acomodado en el asiento delantero y exprimía sus trencitas. Víktor pasó al asiento posterior, mugiendo de vergüenza.

—Tras pronunciar estas palabras —dijo, cuando Gólem puso en marcha el coche—, el conde se alejó... Estira las piernas para acá, Irma, te las voy a frotar.

—¿Para qué? —preguntó la niña con curiosidad.

—¿Quieres pescar una pulmonía? ¡Las piernas!

—Por favor —dijo Irma, se puso de lado en el asiento y extendió una pierna hacia atrás.

Presintiendo que ahora finalmente haría algo natural y útil, Víktor tomó entre las dos manos aquella pierna delgada de su hija, mojada y enternecedora, y se dispuso a frotarla hasta que estuviera toda roja por el contacto de sus fuertes manos paternas, aquellas piernas heladas y huesudas de su hijita, eternamente enferma de gripe, catarro y pulmonía doble, cuando se dio cuenta de que sus manos estaban más frías que las piernas de Irma. Por inercia hizo varios frotamientos, y después, con cuidado, soltó la pierna.

«Lo sabía —pensó de repente—, claro que lo sabía, cuando estaba allí parado delante de él sabía que aquí había alguna jugarreta, que nada amenazaba a los niños, ningún catarro, ninguna pulmonía, sólo a mí se me ocurría eso, sólo yo quería salvar, arrancar de sus manos, sentir la justa ira, cumplir el deber, y de nuevo se han burlado de mí, de nuevo soy el más tonto de los tontos, por segunda vez el mismo día...»

—Recoge la pierna —le dijo a Irma.

—¿A dónde vamos, al sanatorio? —preguntó Irma después de sentarse correctamente.

—Sí.

Víktor miró a Gólem: ¿no habría sido testigo de su vergüenza? Gólem, impasible, seguía mirando el camino, despachurrado en el asiento del conductor, canoso, despeinado, encorvado y omnisciente.

—¿Y para qué? —preguntó Irma.

—Para que te pongas ropa seca y te metas en la cama.

—¡Vaya! ¿Qué invento es ése?

—Está bien, está bien —balbuceó Víktor—. Te daré libros para que leas.

«Es verdad, ¿para qué demonios la llevo allí? —pensó—. Diana... Bien, ya veremos. No beberé, nada de eso, pero ¿cómo la llevo de vuelta? Ah, diablos, tomaré el primer coche que encuentre y la llevaré... Qué ganas de beber algo ahora mismo.»

—Gólem... —comenzó a decir, pero se cortó: no debía, sería violento.

—¿Sí? —dijo Gólem, sin volver la cabeza.

—Nada, nada. —Víktor suspiró y clavó los ojos en el cuello de la cantimplora, que sobresalía del bolsillo del impermeable de Gólem—. Irma, ¿qué hacíais en ese cruce?

—Pensábamos niebla —respondió Irma.

—¿Qué?

—Pensábamos niebla —repitió Irma.

—En la niebla —la corrigió Víktor— o sobre la niebla.

—¿Y para qué eso, sobre la niebla?

—Pensar es un verbo intransitivo —explicó Víktor—. Exige una preposición. ¿Ya habéis estudiado los verbos intransitivos?

—Pues eso depende —replicó Irma—. Pensar niebla es una cosa, y pensar sobre la niebla es otra... y no sé quién necesitará eso, pensar sobre la niebla; no me lo imagino.

—Espera —dijo Víktor mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía—. No se dice pensar niebla, es incorrecto. Hay verbos intransitivos: pensar, correr, andar. Siempre requieren una preposición. Andar por la calle. Pensar sobre... cualquier cosa...

—Pensar tonterías —dijo Gólem.

—Ésa es una excepción —dijo Víktor, algo confundido.

—Andar rápido.

—Rápido no es un sustantivo —repuso Víktor, molesto—. No confunda a la niña, Gólem.

—Papá, ¿podrías apagar el cigarrillo? —preguntó Irma.

Gólem pareció emitir algún sonido, o quizá fuera el motor, que gimió en una subida. Víktor apagó el cigarrillo aplastándolo con el tacón. Ascendían hacia el sanatorio, y a un lado, desde la estepa, una densa pared blanca avanzaba al encuentro de la lluvia.

—Ahí tienes la niebla —dijo Víktor—. Puedes pensarla. Así como olería, correrla y andarla.

Irma intentó decir algo, pero Gólem la interrumpió.

—A propósito —dijo—, el verbo «pensar» funciona como transitivo con oraciones subordinadas. Por ejemplo, yo pienso que... etcétera.

—Eso es diferente —objetó Víktor.

Estaba harto. Le apetecía mucho fumar y beber. Miró con ansiedad la tapa de la cantimplora.

—¿No tienes frío, Irma? —preguntó, con una oscura esperanza.

—No. ¿Y tú?

—Un poquito.

—Hace falta un poco de ginebra —apuntó Gólem.

—No vendría mal... ¿Tiene?

—Sí —dijo Gólem—, pero casi hemos llegado.

El todoterreno entró por el portón y en ese momento comenzó algo en lo que Víktor no había pensado. Los primeros jirones de niebla empezaban apenas a filtrarse a través de la valla y la visibilidad era magnífica. Sobre el camino de entrada yacía un cuerpo enfundado en un pijama empapado. Yacía allí, y parecía que llevaba muchos días y noches en aquel lugar. Gólem lo rodeó con cuidado, dejó atrás el florero de yeso, adornado con dibujos complicados y las correspondientes inscripciones, y se detuvo junto al grupo de coches que estaban aparcados ante el portal del ala derecha. Irma abrió la portezuela, y al momento una jeta de borracho asomó por la ventana del coche vecino, e hizo una mueca: «Niña, ¿quieres que me entregue a ti?». Víktor, mareado, salió del todoterreno. Irma miró a su alrededor con curiosidad. Su padre la tomó de la mano y la condujo al portal. En los escalones, bajo la lluvia, había dos chicas en ropa interior sentadas, abrazándose y cantando con voces groseras una tonada sobre el cruel boticario que no despachaba heroína. Al ver a Víktor callaron, pero cuando pasó al lado de ellas, una intentó agarrar su pantalón. Víktor empujó a Irma dentro del vestíbulo. Estaba oscuro, las ventanas tenían cortinas, olía a humo de tabaco y a algo ácido, chirriaba el aparato de proyección, y en la pared saltaban imágenes pornográficas. Apretando los dientes, Víktor echó a andar por encima de las piernas de alguien, arrastrando detrás de sí a Irma, que tropezaba constantemente. Su paso fue acompañado por unos cuantos improperios. Salieron del vestíbulo y Víktor comenzó a subir las escaleras alfombradas, saltando los escalones de tres en tres. Irma se mantenía en silencio y él no quería correr el riesgo de mirarla.

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