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Atravesaron la ciudad, dejaron atrás la fábrica de conservas, pasaron a un lado del desierto parque urbano, abandonado, marchito, lleno de plantas podridas por la humedad, cruzaron frente al estadio, donde los Hermanos de Raciocinio, enfangados hasta la nariz, pateaban tercamente balones hinchados con botas hinchadas, y salieron a la carretera que llevaba al sanatorio. En torno a ellos, tras la cortina de la lluvia, se extendía la estepa mojada, plana como una mesa, que alguna vez fue seca, quemada por el sol, espinosa, y ahora se convertía lentamente en una ciénaga.

—Su alusión me ha recordado una conversación —dijo Víktor—, con un consejero del señor Presidente, el que se dedica a temas de ideología estatal. Su excelencia me convocó a su modesto despacho, de treinta por veinte metros, y me preguntó: «Víktor, ¿quiere seguir teniendo un pedazo de pan con mantequilla?». Naturalmente, mi respuesta fue afirmativa. «¡Entonces, deje de armar ruido!», gritó su excelencia, y me echó con un gesto de la mano.

—¿Y qué ruido era el que armaba? —Gólem sonrió, burlón.

—Su excelencia aludía a mis ejercicios con la mandolina en clubes juveniles.

—¿Por qué está tan seguro de que yo no soy un provocador? —preguntó Gólem, inclinándose hacia él con ojos entrecerrados.

—Pues no estoy seguro de eso —objetó Víktor—. Simplemente, me da lo mismo. Además, ahora no se dice «provocador». Es un arcaísmo. Ahora, todas las personas cultas dicen «trompeta».

—No percibo la diferencia.

—Prácticamente, yo tampoco. Entonces, no le demos a la lengua. ¿Se ha restablecido su paciente?

—Mis pacientes nunca se restablecen.

—¡Tiene usted una reputación excelente! Pero yo le pregunto por aquel pobre hombre que cayó en un cepo. ¿Cómo tiene la pierna?

—¿De cuál de ellos me habla? —preguntó Gólem tras un corto silencio.

—No entiendo. Por supuesto, del que cayó en un cepo.

—Fueron cuatro —dijo Gólem, con la vista clavada en el camino, cubierto por la lluvia—. Uno cayó en un cepo, al otro lo trajo usted cargado, al tercero me lo llevé en el coche, y por el cuarto, hace poco armó usted una pelea en el restaurante.

Víktor, anonadado, quedó en silencio. Gólem también callaba. Conducía con mucha destreza, eludiendo los numerosos baches del viejo pavimento.

—Bueno, no se ponga tan tenso —dijo, finalmente—. Era una broma. Fue uno solo. La pierna se le curó esa misma noche.

—¿Eso también es una broma? —preguntó Víktor—. Ja, ja, ja. Ahora entiendo por qué sus enfermos nunca se restablecen.

—Mis enfermos nunca se restablecen por dos razones. Primero, como todo médico decente, no sé cómo curar enfermedades genéticas. Y segundo, no quieren restablecerse.

—Es curioso —masculló Víktor—. He oído tantas cosas de esos leprosos que ahora le juro por Dios que estoy preparado para creer cualquier cosa: en la lluvia, en los gatos, en que un hueso fragmentado puede soldarse en una noche.

—¿En los gatos? —preguntó Gólem.

—Sí. ¿Por qué no quedan gatos en la ciudad? Los mohosos tienen la culpa. Teddy se está arruinando a causa de los ratones... Usted debería aconsejarles a los mohosos que se llevaran también los ratones de la ciudad.

—¿Como el flautista de Hamelin? —preguntó Gólem.

—Exactamente. Así mismo —respondió Víktor con ligereza, pero al momento recordó cómo terminaba la historia del flautista—. Esto es muy serio. Hoy he tenido un encuentro en el gimnasio con los niños. Y he visto cómo recibían a un mohoso. Ahora no me asombraré si un día aparece un mohoso con un acordeón en la plaza de la ciudad y se lleva a los niños al diablo.

—No se asombrará. ¿Y qué más hará?

—No sé. Podría quitarle el acordeón.

—¿Y tocar usted mismo?

—Sí —Víktor suspiró—. Seguramente. No tengo nada que atraiga a esos niños, eso lo he comprendido. Sería interesante saber cómo los atraen. ¿Usted lo sabe, Gólem?

—Víktor, deje de armar ruido.

—Como quiera. Usted se esfuerza por eludir mis preguntas y lo hace muy bien, eso lo he notado. Qué tontería. De todos modos, me enteraré y usted perderá la posibilidad de darle a esta información el tinte emocional que desee.

—¡Secreto médico! —pronunció Gólem—. Además, yo no sé nada. Solamente puedo tratar de adivinar.

Pisó el freno. Delante de ellos, tras el telón de la lluvia, aparecieron unas figuras que se encontraban de pie en el camino. Tres figuras grises, y una señal gris, con un indicador: leprosería, 6 km, y sanatorio manantiales cálidos, 2,5 km. Las figuras bajaron al arcén: eran un hombre adulto y dos niños.

—Deténgase —dijo Víktor, que se había vuelto ronco de repente.

—¿Qué pasa? —Gólem frenó.

Víktor no respondió. Miraba a la gente de pie junto a la señal: al corpulento leproso de negro, que vestía un chándal empapado; al chico que iba también sin impermeable, con un trajecito del que chorreaba agua y unas sandalias, y a la pequeña, descalza, con el vestido pegado al cuerpo. La lluvia y el viento le golpearon el rostro, tragó agua incluso, pero no se dio cuenta. Sintió que era presa de una rabia incontenible, de un violento deseo de destrozarlo todo, comprendió que estaba a punto de cometer una tontería, pero esa comprensión sólo lo alegraba. Caminando con rigidez se acercó al leproso.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo, masticando las palabras, y al momento se volvió hacia la niña que lo miraba asombrada—: Irma, monta inmediatamente en el coche. —Miró de nuevo al leproso—: ¿Qué está haciendo, demonios? —Nuevamente, se dirigió a Irma—. Vamos, al coche, no te lo voy a repetir.

Irma no se movía del sitio. Los tres seguían allí parados, como antes. Los ojos del leproso parpadeaban serenamente por encima de la venda negra.

—Es mi padre —explicó Irma después, con una entonación indefinida.

Y de repente, Víktor se dio cuenta, comprendió con claridad absoluta que allí no podía gritar ni golpear a nadie, que no podía amenazar, agarrar por el cuello del impermeable ni arrastrar a nadie... en general, no podía perder el control.

—Irma, ve al coche, estás toda mojada —dijo, muy sereno—. Bol-Kunats, en tu lugar yo también montaría en el coche.

Estaba seguro de que Irma obedecería, y eso fue lo que hizo. Pero no como él hubiera querido. No, no se trataba de que ella hubiera intercambiado una mirada con el leproso, pidiéndole permiso para irse, pero a Víktor le quedó una leve impresión como si hubiera ocurrido cierto intercambio de opiniones, cierta consulta instantánea, cuyo resultado fue que la cuestión se decidiera a su favor. Irma levantó la nariz y fue hacia el coche.

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