«No nos dejan entrar en la leprosería —pensó Víktor—. Hay alambradas, pero los mohosos se pasean libremente por la ciudad. Aunque no fue Gólem el que inventó esto... Canalla, ha sido el padre de la nación. Miserable. Quiere decir que eso también es idea suya... El mejor amigo de los niños... Sí, puede ser, se parece a las cosas que hace. Y sabe usted, señor Presidente, en su lugar yo trataría de variar mis métodos. Resulta demasiado fácil descubrir su cola entre muchas otras colas. Alambradas, soldados, pases: eso quiere decir el señor Presidente; significa, sin duda alguna, otra canallada...»
—¿Para qué demonios está esa alambrada? —preguntó Víktor.
—¿Y qué sé yo? Antes no había alambradas en ese lugar.
—Eso quiere decir que ya ha estado allí.
—¿Por qué lo dice? Todavía no he estado. Pero no soy el único inspector sanitario... y el problema no es la alambrada, como si no hubiera alambradas por todo el mundo. Dejan pasar a los niños sin problemas, dejan salir a los mohosos sin problemas, pero a nosotros no nos dejan entrar, eso es lo sorprendente.
«No, no se trata del Presidente —pensó Víktor—. El Presidente y las obras de Zurzmansor, y para colmo, Bánev, eso no es compatible. Y esa ideología destructiva... Si yo escribiera semejante cosa, me crucificarían. No lo entiendo, no lo entiendo... Es algo diabólico. Le preguntaré a Irma. Simplemente le preguntaré y veré qué hace... A propósito, Diana también debe saber algo.»
—No me está oyendo —dijo Pavor.
—Perdón, estaba pensando.
—Digo que no me asombraría que la ciudad tomara medidas. Además, crueles como corresponde a la ciudad.
—Yo tampoco me asombraría —masculló Víktor—. Si hasta a mí me dieron ganas de tomar ciertas medidas.
Pavor se levantó y fue hacia la ventana.
—Qué tiempo —dijo, angustiado—. Me largaría de aquí al instante... ¿Me va a dar un libro o no?
—No tengo libros —dijo Víktor—. Todo lo que traje conmigo está en el sanatorio... Oiga, ¿y para qué necesitan los mohosos a nuestros chicos?
—Son enfermos. ¿Cómo vamos a saberlo? Nosotros estamos sanos.
Llamaron a la puerta y Gólem entró, corpulento, empapado.
—Preguntémosle a Gólem —dijo Pavor—. Gólem, ¿para qué necesitan los mohosos a nuestros chicos?
—¿A vuestros chicos? —dijo Gólem, mientras leía la etiqueta de la botella de ginebra—. ¿Tiene hijos, Pavor?
—Pavor asegura que sus mohosos azuzan alos niños de la ciudad contra sus padres. ¿Qué sabe de eso, Gólem?
—Hummm... ¿Tiene vasos limpios? Aja... ¿Los mohosos azuzana los niños? Pues, ¿qué vamos a hacer?... No son ellos los primeros y no serán los últimos. —Sin quitarse el impermeable, se dejó caer sobre el diván y se puso a olisquear la ginebra servida en el vaso—. Y por qué, en nuestros tiempos, no se debe azuzar alos niños contra los padres, si azuzan alos blancos contra los negros, a los amarillos contra los blancos, a los tontos contra los listos... ¿Qué es lo que les sorprende?
—Pavor asegura que esos enfermos suyos vagan por la ciudad y le enseñan cosas extrañas a los niños —repitió Víktor—. Yo también me he dado cuenta de algo parecido, aunque por ahora no aseguro nada. Así que no me asombro y le pregunto: ¿es verdad eso o no?
—Por lo que sé —dijo Gólem, mientras sorbía ginebra del vaso—, desde hace siglos los leprosos tienen libertad total para andar por la ciudad. No sé de qué está hablando cuando dice que enseñan cosas extrañas, pero permítame preguntarle a usted, nativo del lugar, si conoce un juguete llamado «peonza rabiosa».
—Por supuesto —respondió Víktor.
—¿Tuvo usted un juguete parecido?
—Yo, no, por supuesto, pero había chavales que lo tenían... —Víktor calló un momento—. Sí, es verdad, los chavales decían que ese juguete se lo había regalado un leproso. ¿Es eso?
—Sí, precisamente. Y el «marcador del tiempo», y la «mano de madera»...
—Perdón —intervino Pavor—. ¿Sería posible que yo, recién llegado de la capital, supiera de qué hablan los aborígenes?
—No —repuso Gólem—. Eso no es de su competencia.
—¿Cómo sabe lo que entra o no en mi competencia? —preguntó Pavor con expresión ofendida.
—Pues lo sé. Me lo imagino, porque quiero imaginarlo... Y deje de mentir, usted le compró a Teddy un «marcador del tiempo» y sabe perfectamente de qué se trata.
—Váyase al infierno —dijo Pavor, caprichoso—. No estoy hablando del «marcador del tiempo»...
—Espere, Pavor —dijo Víktor con impaciencia—. Gólem, no ha respondido a mi pregunta.
—¿De veras? Pues yo creía que sí... Mire, Víktor, los leprosos son gente muy enferma, sin esperanzas. Se trata de algo terrible, de una enfermedad genética. Pero conservan la bondad y la inteligencia, así que no hay razón para ofenderlos.
—¿Quién los ofende?
—¿Acaso usted no los ofende?
—Por ahora, no. Por ahora, es al revés.
—Bien, entonces todo está en orden —dijo Gólem y se levantó—. Vámonos.
—¿Adonde? —preguntó Víktor, mirándolo atentamente.
—Al sanatorio. Yo voy al sanatorio, veo que usted también se dispone a hacerlo, y usted, Pavor, métase en la cama. Deje de propagar la gripe.
—¿No es demasiado temprano? —Víktor miró su reloj.
—Como le plazca. Pero tenga en cuenta que han cancelado el autobús desde hoy. Por no ser rentable.
—¿Y no sería mejor si comemos antes?
—Como quiera —repitió Gólem—. Yo nunca como. Y no se lo recomiendo.
Víktor se palpó la panza.
—Sí —dijo, y miró a Pavor—. Mejor me marcho.
—Y yo, ¿qué? —dijo Pavor, con aire ofendido—. Tráigame algunos libros.
—Sin falta —prometió Víktor y comenzó a vestirse.
Cuando entraron en el coche y se sentaron bajo la húmeda lona embreada, en la cabina apestosa a tabaco, gasolina y medicamentos, Gólem se volvió hacia Víktor.
—¿Capta las alusiones?
—A veces —respondió Víktor—. Cuando sé que se trata de alusiones. ¿Qué ocurre?
—Pues preste atención: es una alusión. Deje de hacer el charlatán.
—Hummm —gruñó Víktor—. ¿Y cómo quiere que lo entienda?
—Como una alusión. Deje de darle a la lengua.
—Encantado —repuso Víktor; calló y se puso a meditar.