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En el rellano de la escalera lo esperaba con los brazos abiertos el diputado Roscheper Nant, azul e hinchado.

—¡Víktor! ¡Amigo! —dijo; descubrió a Irma y se sintió encantado—. ¡Víktor! ¡Tú también! ¡Te gustan las niñas, las pequeñitas!

Víktor frunció el ceño, le pisó con fuerza un pie y le dio un empujón en el pecho. Roscheper cayó de espaldas, volcando una papelera. Cubierto de sudor, Víktor siguió andando por el pasillo. Irma lo seguía a saltitos, sin hacer ruido. Empujó la puerta de Diana, pero estaba cerrada y no tenía la llave. Golpeó con furia y Diana respondió de inmediato.

—¡Vete a la mierda! ¡Impotente asqueroso! ¡Guarro, gilipollas!

—¡Diana! —gritó Víktor—. ¡Abre!

Diana calló y la puerta se abrió de repente. Tenía en las manos una sombrilla japonesa, lista para golpear. Víktor la echó a un lado, empujó a Irma dentro de la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.

—Ah, eres tú —dijo Diana—. Creí que sería Roscheper otra vez. —El aliento le olía a alcohol—. Dios mío, ¿a quién has traído?

—Es mi hija —dijo Víktor con dificultad—. Se llama Irma. Irma, ésta es Diana.

Víktor miró fijamente a Diana, con angustia y esperanza. «Gracias a Dios, parece que no está borracha. O se le ha pasado de inmediato.»

—Te has vuelto loco —pronunció ella en voz baja.

—Está empapada —balbuceó Víktor—. Dale ropa seca, llévala a la cama...

—No iré a la cama —proclamó Irma.

—Irma, haz el favor de obedecer, estoy a punto de darle una tunda a alguien...

—No estaría mal darle una tunda a alguien aquí —dijo Diana, desesperada.

—Diana, te lo ruego.

—Está bien. Vete a tu cuarto. Lo aclararemos todo.

Víktor salió sintiéndose muy aliviado. Se dirigió a su habitación, pero allí tampoco había tranquilidad. Tuvo que echar al pasillo a una parejita de desconocidos que hacían el amor, junto con la ropa de cama manchada. Después cerró la puerta y se dejó caer sobre el colchón desnudo, encendió un cigarrillo medio húmedo y comenzó a pensar en la que había armado.

CINCO

Félix Sorokin. «¡...Y la zootecnia!»

Dormí mal, me asfixiaban pesadillas, como si estuviera leyendo un texto en japonés y todas las palabras me resultaran conocidas pero juntas no tuvieran sentido, y eso era torturante porque era necesario, verdaderamente indispensable, demostrar que no había olvidado mi especialidad, y por momentos me despertaba a medias y me daba cuenta, aliviado, de que se trataba de un sueño; entonces intentaba descifrar aquel sueño, medio dormido, y de nuevo caía en la angustia y la desesperación de la impotencia...

Tras despertarme del todo no sentí ningún alivio. Yacía en el dormitorio oscuro, mirando al techo, al cuadrado de luz producido por un proyector callejero que iluminaba el aparcamiento de pago allá abajo. Escuchaba el ruido de vehículos tempranos que circulaban por la ciudad y pensaba, con angustia, que esas tristes y largas pesadillas me perseguían desde hacía poco, sólo dos o tres años, y que antes soñaba sobre todo con tías. Al parecer, la auténtica vejez me alcanzaba, no eran ataques temporales de apatía; sino un nuevo estado permanente del que ya no podría salir.

La rodilla derecha me dolía, me ardía el estómago, el hombro izquierdo me molestaba, todo me molestaba y por eso sentía aún más lástima de mí mismo. Durante esos ataques de decaimiento previos al amanecer, que me ocurrían cada vez con mayor frecuencia, fue inevitable que comenzara a pensar sobre mi falta de perspectivas: no tenía nada más por delante, en los años que me quedaban no tenía nada en aras de lo cual tuviera sentido sobreponerme a mí mismo y levantarme, arrastrarme hasta el baño y luchar con la cisterna rota, meterme después en la ducha y, sin ninguna esperanza, lograr aunque fuera algo parecido a mi animación anterior, y después ponerme a desayunar... Y no importa que me diera asco pensar en la comida: antes, me esperaba un cigarrillo después de cada comida, comenzaba a pensar en él apenas me frotaba los ojos, pero ahora ni siquiera contaba con eso...

Ahora no tenía nada. Bien, escribiré ese guión, lo aceptarán, y en mi vida aparecerá un realizador joven, enérgico e ineludiblemente tonto, que enseguida se pondrá a decirme que el cine tiene su lenguaje, que lo fundamental son las imágenes y no las palabras, y sin falta comenzará a soltar aforismos tópicos, tales como «Sirve como concepción del mundo», o «La tierra natal no se deja filmar»... Y qué me importará él o sus míseros afanes de trepador, cuando de antemano sé que la película será una basura y que en la exhibición interna, en los estudios, me torturará el deseo de levantarme de mi asiento y pedir que quiten mi nombre de los créditos...

Y soy tonto por dedicarme a esto; hace tiempo que sé que no debería hacerlo, pero está claro que desde el principio no he sido más que un vendedor de carne de perro y lo sigo siendo, y ahora ya no me convertiré en otro diferente aunque escriba cien Cuentos infantiles modernos,porque me resulta imposible saber si la Carpeta Azul, mi orgullo callado, mi incomprensible esperanza, no será ternera, sino la misma carne de perro, sólo que de otro matadero...

Bien, supongamos que se trata de ternera, de solomillo de ternera. ¿Y qué? Mientras yo viva nunca la publicarán, porque no veo en mi horizonte ni un editor al que le pueda meter en la cabeza que mis visiones tienen valor aunque sea para diez personas en el mundo, además de mí mismo. Pero después de mi muerte...

Sí, después de la muerte del autor es habitual que aquí publiquen obras suyas bastante extrañas, como si la muerte las limpiara de ambigüedades trémulas, de alusiones innecesarias y entrelineas malévolas. Como si las asociaciones arbitrarias murieran con el autor. Quizá, quizá. ¿Y a mí qué me importa todo eso? Hace tiempo que dejé de ser un joven ardiente, la época en que pensaba que cada obra mía haría feliz a la humanidad, o por lo menos la haría más ilustrada. Hace mucho tiempo que dejé de entender para qué escribo. Me basta con la fama que ya tengo, no importa cuan dudosa sea, es mi fama. Es más fácil ganar dinero con chapuzas que con la honesta labor del escritor. Y eso que denominan alegría creativa, nunca la he percibido en la vida. ¿Qué queda después de todo esto? El lector. Pero yo no sé nada de él. Se trata, sencillamente, de muchísimas personas desconocidas que me son ajenas. ¿Por qué debe preocuparme lo que crean de mí personas desconocidas y ajenas? Sé perfectamente que, si desapareciera en este instante, ninguno de ellos lo notaría. Peor aún, si yo no existiera o si hubiera seguido siendo un traductor de estado mayor, nada, nada en absoluto cambiaría en sus vidas, para mejor ni para peor.

¿Y quién es ese tal Sorokin, F.A.? Ya es de mañana. ¿Quién, entre los diez millones de habitantes de Moscú, ha pensado al despertar en Tolstoi, L.N.? A no ser algún escolar que no preparó su tarea sobre Guerra y paz.Estremecedor de almas. Caudillo de talentos. Espejo de la revolución rusa. Quizá huyó de Yásnaia Poliana precisamente porque le vino a la cabeza una idea semejante, tan sencilla y tan asesina.

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