—Chicos —dijo Víktor—, seguramente no os dais cuenta de ello, pero sois crueles. Vuestros motivos para ser crueles son los mejores, pero la crueldad siempre es idéntica. Y no puede traer nada que no sea más dolor, más lágrimas y más canalladas. Tened eso en cuenta. Y no os imaginéis que estáis diciendo algo especialmente nuevo. Destruir el mundo viejo, y sobre sus restos construir el mundo nuevo es una idea muy vieja. Y hasta ahora, nunca ha dado los resultados deseados. Eso que en el mundo viejo origina el deseo de destruir sin piedad se acomoda con particular facilidad al proceso de destrucción, a la crueldad, a la inflexibilidad, se convierte en algo indispensable en este proceso y se preserva sin falta, se convierte en amo del mundo nuevo y, finalmente, mata a los audaces destructores. Perro no come perro, la crueldad no se aniquila con crueldad. ¡Ironía y lástima, chicos! ¡Ironía y lástima!
De repente, todo el público se puso de pie. Fue algo totalmente inesperado, y por la cabeza de Víktor pasó la loca idea de que finalmente había logrado decir algo estremecedor para la imaginación de sus oyentes. Pero vio que había entrado un leproso al salón, que avanzaba ligero, delgado, casi inmaterial, como una sombra, y los niños lo miraban, no, no sólo lo miraban, se estiraban hacia él. El leproso hizo una leve reverencia de saludo a Víktor, balbuceó una disculpa y se sentó en un extremo, junto a Irma. Todos los niños se sentaron, Víktor miró a Irma y vio que estaba feliz, que intentaba no demostrarlo, pero la alegría y la satisfacción brotaban de ella como de un manantial. Y antes de que él pudiera retomar su discurso, Bol-Kunats comenzó a hablar.
—Temo que nos ha entendido mal, señor Bánev. No somos crueles en absoluto, y si lo somos desde su punto de vista es únicamente en teoría. Nosotros no tenemos la menor intención de destruir su viejo mundo. Nos disponemos a construir el nuevo. Ustedes son crueles: no se imaginan la construcción de lo nuevo sin la destrucción de lo viejo. Pero nosotros nos lo imaginamos muy bien. Incluso ayudaremos a su generación a crear ese paraíso; beban y coman hasta hartarse. Construir, señor Bánev, solamente construir. No destruir nada, sólo construir.
Finalmente, Víktor logró apartar su mirada de Irma y concentrarse en sus pensamientos.
—Sí. Por supuesto —dijo—. Id. Construid. Estoy totalmente con vosotros. Hoy me habéis anonadado, pero de todos modos estoy con vosotros... Si es necesario, renunciaré también a la bebida y las tapas. Sólo os pido no olvidar que hubo que destruir los mundos viejos precisamente porque interferían... interferían con la construcción de lo nuevo, no querían lo nuevo, lo presionaban...
—El viejo mundo actual no interferirá —dijo Bol-Kunats en tono críptico—. Me alegro de que usted pueda orientarse tan correctamente.
Chicos y chicas magníficos. Raros, pero magníficos. Lo que me da lástima de ellos... es que crecerán, unos copularán con otros, se multiplicarán y comenzarán a trabajar por el pan nuestro de cada día... «No —pensó desesperado—. Quizá lo logren...» Recogió las notas que había sobre la mesa. Eran bastantes: «¿Qué es un hecho? ¿Es posible considerar honrada y buena a una persona que trabaja para la guerra? ¿Por qué bebe usted tanto? ¿Qué opina sobre Spengler?».
—Aquí tengo unas preguntas. No sé si ahora valdría la pena... —dijo.
—Mire, señor Bánev —dijo el nihilista con la cara llena de granos levantándose—, no sé de qué preguntas se trata, pero lo que pasa es que, en general, no tienen importancia. Simplemente queríamos conocer a un escritor contemporáneo famoso. Cada escritor famoso expresa la ideología de la sociedad o de una parte de la sociedad, y necesitamos conocer a los ideólogos de la sociedad contemporánea. Ahora sabemos más que antes del encuentro con usted. Gracias.
Los chicos se agitaron en el salón y se oyeron voces: «Gracias, gracias, señor Bánev», se levantaron y echaron a andar hacia la salida. Víktor seguía de pie, con el montón de papeles arrugados en una mano, sintiéndose tonto; se daba cuenta de que se había ruborizado, de que su aspecto era de turbación y desamparo, pero decidió controlarse, se metió las notas en el bolsillo y bajó del estrado.
Lo más difícil era que no había podido comprender cómo debía considerar a aquellos niños. Eran irreales, eran imposibles; sus puntos de vista, su enfoque de lo que él había escrito y de lo que él decía, no tenía puntos de contacto con aquellas trencitas, con aquellas cabezas despeinadas, con los cuellos mal lavados, con las manos flacas y arañadas, con el rumor de chillidos que reinaba por doquier. Era como si una fuerza desconocida, por divertirse, hubiera reunido en el espacio un jardín de la infancia y una disputa científica. Hubiera compatibilizado lo incompatible. Seguramente, así se habría sentido aquella gata de laboratorio si después de darle un trocito de pescado y rascarle detrás de la oreja, le hubieran aplicado corriente eléctrica, le hubieran hecho estallar una carga de pólvora bajo las narices y la hubieran cegado con potentes lámparas...
«Sí —le dijo Víktor a la gata con simpatía—, conocía perfectamente ese estado. Nuestra psique no está preparada para semejantes choques, podemos hasta morir a causa de ellos...»
Entonces se dio cuenta de que estaba rodeado de chicos que no lo dejaban avanzar. Por un instante, sintió pánico. No le hubiera asombrado que, en ese momento, lo derribaran y, con diligencia, se pusieran a hacerle la vivisección a fin de estudiar la ideología. Pero ellos no querían abrirlo en canal. Le tendían libritos abiertos, cuadernos de notas, hojitas de papel. Susurraban: «¡Un autógrafo, por favor!». Chillaban: «Firme aquí, por favor». Le rogaban, con voces roncas: «¡Tenga la bondad, señor Bánev!».
Sacó la pluma estilográfica, y mientras desenroscaba la tapa se dedicó a prestar atención, con el interés de un observador ajeno, a sus propias percepciones, y no se sorprendió al descubrir orgullo. Eran los fantasmas del futuro, y le agradaba ser popular entre ellos.
Cuando llegó a su habitación corrió hacia el bar, se sirvió ginebra y la bebió de un trago, como si fuera un medicamento. Se había olvidado de ponerse la capucha, y de su cabello le caía agua, mojándole el rostro y el vientre. Los pantalones estaban empapados hasta la rodilla y se le pegaban a las piernas; seguramente había andado sin seguir camino alguno, atravesando charcos. Tenía unas ganas feroces de fumar, al parecer no lo había hecho en casi dos horas y media...
«La aceleración del crecimiento», repetía para sus adentros mientras dejaba caer al piso el impermeable empapado, se cambiaba de ropa y se frotaba la cabeza con una toalla. «Es solamente la aceleración», decía para tranquilizarse, mientras encendía un cigarrillo y le daba las primeras chupadas ansiosas. «Ahí está, la aceleración en acción», pensaba con horror, recordando las voces firmes de los chicos, que le aseguraban todo tipo de cosas. Dios, protege a los adultos; Dios, salva a sus padres, ilumínalos, hazlos más inteligentes, ahora es el momento preciso... En aras de ti mismo, te lo pido, señor, o te construirán una torre de Babel como monumento funerario a todos los imbéciles que has dejado sueltos sobre esta tierra para que se multiplicaran, sin meditar suficientemente sobre las consecuencias de la aceleración... Eres un ingenuo, hermano...