Víktor escupió la colilla sobre la alfombra y encendió otro cigarrillo. «¿Por qué me he puesto tan nervioso? —pensó—. La fantasía me ha jugado una mala pasada... Son niños, debido a la aceleración del crecimiento están demasiado desarrollados para su edad. ¿Qué, acaso no he visto niños demasiado desarrollados para su edad? ¿De dónde he sacado que todo eso lo han inventado ellos mismos? Han visto demasiada porquería en la ciudad, han leído demasiados libros, lo han simplificado todo y han llegado, naturalmente, a la conclusión de que hay que construir un mundo nuevo. Pero allí no todos son así. Entre ellos hay líderes, gritones: Bol-Kunats, el chico de los granos en la cara... y la chica guapa. Son los que marcan el paso. Los demás son niños como todos, estaban allí sentados, oyendo y aburriéndose... —Él sabía que eso no era verdad—. Bueno, digamos que no se aburrían, escuchaban con interés; a fin de cuentas es la provincia, tenían delante a un escritor conocido... Por nada del mundo, a su edad, hubiera yo comenzado a leer mis libros. Por nada del mundo, a su edad, hubiera yo ido a alguna otra parte que no fuera al cine, a ver películas de tiros, o a un circo de paso en la ciudad para mirar las piernas de las trapecistas. Me habría importado un comino el viejo mundo y el nuevo mundo, no habría tenido la menor idea de eso. Fútbol, hasta el agotamiento, o robar una bombilla de alguna parte y lanzarla contra una pared, o emboscar a algún alborotador y llenarle la cara de fango...» Víktor se reclinó en el butacón y estiró las piernas. Siempre recordamos los hechos de la infancia feliz con ternura y estamos seguros de que así fue, es y será desde los tiempos de Tom Sawyer. Así debe ser.
Y si no es así, eso quiere decir que el niño es anormal, concita cierta lástima de lejos, y cuando hay un choque directo, da lugar a la indignación pedagógica. Pero el niño lo mira a uno sin chistar y piensa: «Claro, eres adulto, corpulento, me puedes pegar, pero en tu infancia eras un cretino y así te has quedado, y morirás siendo un cretino, pero eso no te basta, también quieres hacer de mí un cretino...».
Víktor se sirvió un poco más de ginebra y se dedicó a recordar cómo había sido todo, y tuvo que darse un trago deprisa para no aullar de vergüenza. Cómo se había hinchado ante aquellos niños, mirándolos desde arriba, satisfecho y suficiente, el estúpido de moda, cómo desde el inicio había hablado de vulgaridades, tonterías vacuas y sonsonetes seudovalientes, y cómo se le habían enfrentado, pero él no se había calmado y había seguido demostrando su aguda incapacidad intelectual, cómo habían intentado orientarlo hacia el camino de la verdad, con toda sinceridad, advirtiéndole de que seguía hablando de cosas banales y triviales, pero él había seguido pontificando, pensando que se saldría con la suya, y cuando finalmente, la paciencia perdida, le dieron una bofetada, comenzó a llorar con temor y se puso a quejarse de que lo trataban mal... y qué vergonzoso había sido su júbilo cuando los niños, por lástima, comenzaron a pedirle autógrafos... Víktor mugió al darse cuenta de que, a pesar de su honradez forzada, nunca se atrevería a contarle a nadie lo ocurrido aquel día, y que apenas media hora después, partiendo de consideraciones sobre cómo conservar el equilibrio espiritual, volvería todo aquello del revés, como si el soplamocos que le propinaran ese día hubiera sido el triunfo más grande de su vida, o al menos un encuentro bastante corriente y no demasiado interesante con niños prodigio de provincias que, a fin de cuentas, son niños y por eso no es mucho lo que entienden de la vida ni de la literatura... «Deberían hacerme jefe del departamento de educación —pensó con odio—. Ahí siempre ha hecho falta gente así... Menudo consuelo —pensó—. Por ahora, estos niños son muy pocos, y si la aceleración sigue al ritmo actual, cuando sean muchos yo tendré la suerte de estar muerto. ¡Qué maravilla: morir a tiempo!»
Llamaron a la puerta.
—¡Sí! —gritó Víktor. Y entró Pavor, abatido, con la nariz hinchada y vistiendo una imitación de albornoz del Turquestán.
—Por fin —dijo, con la voz muy tomada.
Se sentó frente a Víktor, sacó del bolsillo un enorme pañuelo mojado y se puso a sonarse la nariz y a estornudar. Era un espectáculo lastimero; del Pavor de siempre no quedaba nada.
—Por fin, ¿qué? —preguntó Víktor—. ¿Quiere ginebra?
—Ay, no sé —respondió Pavor, sorbiéndose los mocos y soltando un sollozo—. Esta ciudad va a acabar conmigo. ¡Aaaachíssssss!Ay...
—Salud.
—¿Dónde se mete? —preguntó Pavor, en tono caprichoso, mirándolo con ojos lacrimosos—. Hace tres horas que lo busco, quería que me prestara algo para leer. Me muero aquí, mi única tarea es estornudar y sonarme... no hay nadie en el hotel, me dirigí al portero y el muy idiota me propuso un directorio telefónico antiguo y folletos viejos... «Visite nuestra soleada ciudad.» ¿Tiene algo para leer?
—No lo creo —respondió Víktor.
—¡Qué clase de escritor es usted! Vaya, entiendo, no lee lo escrito por otros, pero seguramente hojea sus propias obras de vez en cuando. Por ahí, lo único que se dice es Bánev, Bánev... ¿Cómo se llama ese libro suyo? ¿Muerte después del mediodía? ¿Medianoche tras la muerte?No me acuerdo...
- La desgracia llega a medianoche.
—Ese mismo. Déjeme leerlo.
—No. De eso, nada —dijo Víktor con decisión—. Y si lo tuviera, no se lo daría de todos modos. Me lo llenaría de mocos. Y no entendería nada.
—¿Cómo que no entendería nada? —repuso Pavor, indignado—. Dicen que ahí habla usted de la vida de los homosexuales. ¿Qué hay que entender?
—Váyase usted a... Mejor, bebamos ginebra. ¿Con agua o sola?
Pavor estornudó, gruñó, examinó la habitación con rostro desesperado, echó atrás la cabeza y estornudó de nuevo.
—Me duele la cabeza —se quejó—. Aquí... ¿Y dónde estuvo usted? Dicen que en un encuentro con lectores. ¿Con los homosexuales de la ciudad?
—Peor —dijo Víktor—. Me reuní con los niños prodigio locales. ¿Sabe qué es la aceleración del crecimiento?
—¿La aceleración? ¿No es algo relacionado con la maduración antes de tiempo? He oído algo, hubo cierto alboroto sobre ese tema, pero después crearon una comisión en nuestro departamento, que demostró que la aceleración es el resultado de la atención personal del señor Presidente a la generación más joven de leones y soñadores, de manera que todo volvió a su lugar. Pero sé de qué habla usted, he visto a los niños prodigio locales. Que Dios nos libre de semejantes leones, su lugar está en un museo de horrores.
—¿Y no será que usted y yo deberíamos estar en esa cámara de horrores? —objetó Víktor.
—Es posible —asintió Pavor—. Pero la aceleración no tiene nada que ver con eso. La aceleración del crecimiento es un hecho biológico y fisiológico. Aumenta el peso de los recién nacidos, después se estiran, como jirafas hasta los dos metros, y a los doce años están listos para reproducirse. Aquí se trata de niños de lo más corriente, pero sus maestros...
—Sus maestros, ¿qué?