—Inteligentes —comenzó, a voleo—. Honestos. Bondadosos... Quisiera que amarais vuestro trabajo... y que trabajarais sólo por el bien de las personas. —Qué tonterías digo. ¿Y cómo no decirlas?—. Más o menos así...
El salón se llenó de ruidos de voces quedas.
—¿Es verdad que usted considera que un soldado es más importante que un físico? —preguntó alguien, sin ponerse de pie.
—¿Yo? —Víktor se indignó.
—Eso fue lo que entendí del relato La tragedia llega de noche.
Era un bichejo rubio, de unos diez años. Víktor soltó un «hummm». La tragediapodía ser un mal libro o un buen libro, pero bajo ningún concepto era un libro infantil. Hasta tal punto no lo era que ninguno de los críticos logró entenderlo: todos lo consideraron algo pornográfico, que conspiraba contra la moral y la conciencia nacional. Y lo más terrible, aquel bichejo rubio tenía fundamentos para suponer que su autor consideraba a un soldado más importante que un físico, al menos en ciertas circunstancias.
—El problema es —comenzó Víktor, con emoción—, que... cómo decirte... Ocurren muchas cosas diferentes.
—No me estoy refiriendo a la fisiología —repuso el bichejo rubio—. Hablo de la concepción general del libro. Quizá la expresión «más importante» no es la más adecuada...
—Yo tampoco me refiero a la fisiología —dijo Víktor—. Quiero decir que hay situaciones en las que el nivel de conocimiento no tiene importancia.
Bol-Kunats recibió dos notitas del público y se las entregó: «¿Es posible considerar honrada y buena a una persona que trabaja para la guerra?» y «¿Qué es una persona inteligente?». Víktor comenzó con la segunda pregunta, era más sencilla.
—Una persona inteligente es la que reconoce la imperfección y parcialidad de sus conocimientos, intenta completarlos y tiene éxito en ello... ¿Estáis de acuerdo conmigo?
—No —dijo una chica guapa, mientras se ponía de pie.
—¿Por qué?
—Su definición no es funcional. Con esa definición, cualquier idiota puede considerarse inteligente. Sobre todo, si quienes lo rodean apoyan esa opinión.
«Sí», pensó Víktor. Cierto pánico comenzaba a apoderarse de él. Vaya, aquello no era un debate con sus colegas escritores.
—Tiene usted razón en cierta medida —dijo, pasando inesperadamente a tratarla de usted—. Pero se trata, en general, de que los conceptos de «idiota» e «inteligente» son conceptos históricos y más bien subjetivos.
—Entonces, ¿usted no se atrevería a distinguir a un idiota de un inteligente? —preguntó, desde las filas traseras, un estudiante moreno, de ojos bíblicos y cabeza totalmente afeitada.
—Sí me atrevo —dijo Víktor—. Claro. Pero no estoy seguro de que ustedes siempre estarán de acuerdo conmigo. Hay un antiguo aforismo: el idiota es sólo uno que piensa diferente... —Por lo general, aquella frase causaba la risa en el público, pero ahora todo el salón esperaba en silencio a que él continuara—. O uno que siente diferente —añadió.
Percibió claramente la insatisfacción del público, pero no sabía qué más decir. No lograba establecer contacto. Por regla general, el público adopta con facilidad los puntos de vista del orador, acepta sus juicios y a todos les queda claro quiénes son los idiotas, teniendo en cuenta también que se daba por hecho que nadie era idiota en aquel salón. En el peor de los casos, el público no está de acuerdo y se vuelve hostil, pero ese caso tampoco presenta dificultad, pues siempre queda la posibilidad del sarcasmo y la ironía, y no es complicado que uno discuta con muchos, ya que entre todos esos siempre se puede detectar al más escandaloso y al más tonto, a los que se puede pisotear para satisfacción general.
—No lo entiendo del todo —dijo la chica guapa—. Usted quiere que seamos inteligentes, o sea, de acuerdo a su aforismo, que pensemos y sintamos igual que usted. Pero yo he leído todos sus libros y solamente he encontrado en ellos la negación. Por otra parte, usted quisiera que trabajáramos por el bien de las personas. O sea, por el bien de esos tipos sucios y desagradables que pueblan las páginas de sus libros. ¿Y no es verdad que usted refleja la realidad?
Finalmente, a Víktor le pareció que tocaba el fondo bajo los pies.
—Miren, cuando hablo de trabajar por el bien de las personas, quiero decir por la transformación de las personas en limpias y agradables. Y este deseo mío no tiene ninguna relación con mi trabajo creador. En los libros intento reflejarlo todo como es, y no trato de enseñar ni mostrar lo que hay que hacer. En el mejor de los casos, muestro el objeto al que hay que aplicar la fuerza, atraigo la atención hacia aquello contra lo que hay que combatir. No sé cómo cambiar a la gente, si lo supiera no sería un escritor de moda, sino un gran pedagogo o un famoso sociólogo. En general, a la literatura le está contraindicado educar o informar, proponer caminos concretos o crear una metodología concreta. Eso se puede ver en el ejemplo de los escritores más importantes. Me inclino ante León Tolstoi, pero sólo mientras sigue siendo un espejo de la realidad, un espejo particular y único por su talento reflector. Pero tan pronto comienza a enseñarme a andar descalzo o a poner la otra mejilla, soy presa de la angustia y la lástima... El escritor es un instrumento que muestra el estado de la sociedad, y sólo es una herramienta para cambiar la sociedad en un grado mínimo. La historia muestra que la literatura no cambia la sociedad, sino las reformas o las ametralladoras, y ahora también la ciencia. En el mejor de los casos, la literatura muestra contra quién hay que disparar, o qué debe ser cambiado...
Hizo una pausa, recordando que también existían Dostoievski y Faulkner. Pero mientras meditaba cómo volver al papel de la literatura en el estudio a fondo del individuo, se escuchó una voz en el salón.
—Perdone, pero todo eso es bastante trivial. Ésa no es la esencia del problema. El hecho consiste en que los objetos representados por usted no tienen ningún deseo de que los cambien. Y además, son tan desagradables, se han abandonado tanto, que nadie quiere cambiarlos. Entiéndalo, no valen la pena. Que acaben de pudrirse, no desempeñan ningún papel. En su opinión, ¿por el bien de quién deberíamos trabajar?
—¡Ah, se trata de eso! —dijo Víktor lentamente.
Una idea se abrió paso repentinamente: Dios mío, estos mocosos realmente piensan que yo escribo sólo sobre la chusma, que considero a todos canallas, pero no han entendido nada, y cómo van a entenderlo si son niños, niños extraños, niños de una inteligencia enfermiza, pero solamente niños con una experiencia de vida infantil y con un conocimiento infantil de las personas, un montón de libros leídos, idealismo infantil y la aspiración pueril a clasificarlo todo con etiquetas de «bueno» y «malo». Exactamente igual que mis hermanos escritores...
—Me ha confundido el hecho de que ustedes hablan como adultos. Llegué a olvidar que ustedes no son adultos. Entiendo que no es pedagógico hablar así, pero tengo que hacerlo, de otra manera nunca saldríamos de este lío. Todo consiste en que, al parecer, ustedes no entienden cómo un hombre eternamente borracho, histérico, sin afeitar, puede ser una magnífica persona a la que es imposible no querer, ante quien uno inclina la cabeza y se siente honrado al apretar su mano, porque ha atravesado un infierno tal que da miedo sólo imaginarlo, y ha seguido siendo un ser humano. Ustedes consideran que todos los personajes de mis libros son unos miserables asquerosos, pero eso es sólo la mitad del problema. Consideran que los veo de la misma forma que ustedes. Ése es el problema. Es el problema en el sentido de que así, nunca nos entenderemos.