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Tardó un rato, pero encontró su aula; encontró su puesto, junto a la ventana, aunque el pupitre era diferente, lo único que seguía igual era el emblema de la Legión de la Libertad, tallado profundamente en el antepecho de la ventana, y recordó vivamente el embriagador entusiasmo de aquellos tiempos, los brazaletes blancos y rojos, las huchas de lata para el fondo de la Legión, las peleas con los rojos, feroces y sangrientas, y los retratos en todos los diarios, en todos los libros de texto, en todas las paredes, aquel rostro que entonces parecía importante, maravilloso, y que en este momento era marchito, brutal, parecido al hocico de un jabalí, con su enorme boca babeante de grandes colmillos. Eran tan jóvenes, tan grises, tan idénticos... Y tontos, y uno no se alegra de reconocer esta tontería, por saber que es ahora más inteligente, sólo siente una vergüenza ardiente por lo que era entonces, un polluelo gris, diligente, que imaginaba ser brillante, insustituible y muy especial... Hubo otros penosos recuerdos infantiles, el agobiante miedo frente a la chica de la que tanto te habías jactado y ante la cual no podías retroceder; y al otro día, la ira aplastante del padre, las orejas ardientes de vergüenza. A todo eso se le daba el nombre de «época feliz»: un tiempo gris, salpicado de entusiasmo y concupiscencia...

«Mal andan las cosas —pensó—. ¿Y si de repente, dentro de quince años, me doy cuenta de que ahora soy tan gris y carente de libertad como entonces, o peor todavía, me doy cuenta de que me considero adulto, conocedor de muchas cosas, con la suficiente experiencia para estar satisfecho conmigo mismo y para juzgar a los demás?»

Humildad, sólo una humildad que llegue a la autonegación... y sólo la verdad, nunca mientas, al menos nunca te mientas a ti mismo, aunque eso es terrible, autonegarte cuando en torno a ti hay tantos idiotas, pervertidos, mentirosos rapaces, cuando hasta los mejores están llenos de manchas, como si tuvieran lepra... ¿Quieres volver a ser adolescente? No. ¿Y quieres vivir otros quince años? Sí. Porque vivir es bueno. Hasta cuando te golpean. Lo único que necesitas es la oportunidad de devolver el golpe... Basta, es suficiente. Detengámonos en el hecho de que la vida actual es una forma de existencia que permite devolver los golpes. Y ahora, vamos a ver cómo son...

En el salón había una multitud de estudiantes y reinaba el escándalo acostumbrado, que cesó cuando Bol-Kunats llevó a Víktor al estrado y lo sentó bajo el enorme retrato del Presidente (regalo del doctor R. Kvadriga) tras una mesa, cubierta con un mantel rojiblanco. Después, Bol-Kunats avanzó hasta el borde del estrado.

—Hoy va a conversar con nosotros el famoso escritor Víktor Bánev, nacido en nuestra ciudad —dijo, y se volvió hacia Víktor—: ¿Qué prefiere, señor Bánev, que formulen las preguntas en voz alta o por escrito?

—Me da igual —respondió Víktor sin pensar—. Sólo quiero que haya muchas preguntas.

—Entonces, le doy la palabra.

Bol-Kunats saltó del estrado y se sentó en primera fila. Víktor se rascó una ceja mientras recorría el salón con la vista. Había unas cincuenta personas, chicas y chicos, con edades entre diez y catorce años, que lo miraban con serena expectación. Le pasó por la mente la idea de que todos fueran niños prodigio. En la segunda fila, a la derecha, vio a Irma y le dedicó una sonrisa. Ella le respondió con otra.

—Yo estudié en este mismo gimnasio —comenzó Víktor—, y una vez, en este mismo estrado, tuve que hacer el papel de Ozrik. No me lo sabía y tuve que inventarlo sobre la marcha. Eso fue lo primero que inventé en mi vida sin la amenaza de una mala calificación. Dicen que en estos tiempos es más difícil estudiar que en mi época. Dicen que vosotros estudiáis asignaturas nuevas, y que lo que nosotros estudiábamos en tres años, vosotros lo estudiáis en uno. Pero, seguramente, vosotros no os dais cuenta de que ahora es más difícil. Los científicos suponen que el cerebro humano es capaz de asimilar muchos más datos de lo que parece a primera vista, Únicamente hay que tener la capacidad de compactar esos datos...

«Aja —pensó—, ahora les hablaré de la hipnopedia.» Pero, en ese momento, Bol-Kunats le entregó una notita:

No es necesario hablar de los logros de la ciencia.

Converse con nosotros como con sus iguales.

Valeriance, 6° grado.

—Bien. Aquí, un tal Valeriance, de sexto grado, me propone que converse con vosotros como con mis iguales, y me sugiere que no hable de los logros de la ciencia... Debo decirte, Valeriance, que tenía la intención de hablar ahora sobre los logros de la hipnopedia. Pero me olvidaré gustoso de mis intenciones, aunque considero mi deber informarte del hecho de que la mayoría de los adultos que son mis iguales no tienen la menor idea sobre la hipnopedia. —Le resultaba incómodo hablar sentado, se levantó y comenzó a andar por el estrado—. Chicos, debo reconocer que no me gustan los encuentros con los lectores. Como regla, es totalmente imposible conocer de qué tipo de lectores se trata, qué quieren de ti y qué es lo que verdaderamente les interesa. Por eso intento convertir cada aparición mía en un encuentro de preguntas y respuestas. A veces resulta muy entretenido. Hagámoslo así: comenzaré a preguntar yo. Entonces... ¿Todos habéis leído mis obras?

—Sí —respondieron voces infantiles—. Las hemos leído... Todas...

—Magnífico —replicó Víktor, confuso—. Me siento halagado, y también asombrado. Está bien, seguimos... ¿Deseáis que os cuente la historia de cómo escribí alguna de mis novelas?

Se hizo un corto silencio, y a continuación un chico flaco, con la cara llena de granos, se levantó en el centro del salón.

—No —dijo, y al momento se sentó.

—Excelente. Eso es todavía mejor porque, a pesar de opiniones muy difundidas, no hay nada interesante en los asuntos relacionados con la escritura. Prosigamos... ¿Desea el respetado público conocer mis planes creativos?

—Verá, señor Bánev —dijo cortésmente Bol-Kunats, que se había puesto de pie—, los temas directamente relacionados con su técnica de creación sería mejor dejarlos para el final del encuentro, cuando quede claro el cuadro general.

Se sentó. Víktor se metió las manos en los bolsillos y volvió a pasearse por el estrado. Aquello se ponía interesante; al menos era inusitado.

—¿O será que os interesan las anécdotas literarias? —dijo, insinuante—. Cómo anduve de caza con Hemingway. Cómo Ehrenburg me regaló un samovar ruso. O lo que me dijo Zurzmansor cuando nos tropezamos en un tranvía...

—¿De veras se tropezó con Zurzmansor? —preguntaron desde el salón.

—No, estoy bromeando. Entonces, ¿qué, queréis anécdotas literarias?

—¿Puedo preguntar algo? —dijo el chico con la cara llena de granos, incorporándose.

—Claro.

—¿Cómo quisiera usted vernos en el futuro?

«Sin granos en la cara», fue lo primero que se le ocurrió a Víktor, pero espantó aquella idea, porque comprendió que aquello comenzaba a caldearse. La pregunta había sido dura. «Quisiera que alguien me dijera cómo quiero verme en el presente», pensó. Pero debía responder.

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