—No sé si de la nación, pero no conoces la vida. Pasa un tiempo con nosotros: lleva lloviendo varios años, en los campos todo se ha podrido, los chicos ya no respetan a nadie... En la ciudad no queda ni un gato, no hay salvación de los ratones. ¡Eh! —dijo, haciendo un ademán de desesperación—. Vámonos.
Regresaron al vestíbulo.
—¿Qué, han roto muchas cosas? —preguntó Teddy al portero, que había vuelto a su puesto.
—Pues no. Esta vez no ha sido nada. Han destrozado una lámpara de mesa y ensuciado la pared, pero le he quitado el dinero al último; aquí lo tienes.
Teddy siguió hacia el restaurante, contando el dinero por el camino. Víktor fue detrás de él. El salón estaba en calma nuevamente. El hombre joven y el larguirucho comían melancólicamente el plato del día, con una botella de agua mineral. Diana seguía sentada en el mismo lugar, muy animada, muy hermosa, incluso le sonreía al doctor R. Kvadriga, que había ocupado su lugar y a quien habitualmente no soportaba. Kvadriga tenía delante una botella de ron, pero todavía estaba sobrio y por eso su aspecto era inusitado.
—¡Por la victoria! —saludó lúgubremente a Víktor—. Lamento no haber estado presente, aunque fuera como espectador. —Víktor se dejó caer en su asiento—. Menuda oreja —siguió diciendo Kvadriga—. ¿Dónde la has conseguido? Parece la cresta de un gallo.
—¡Coñac! —pidió Víktor y Diana le sirvió una copa—. A ella, y sólo a ella le debo mi victoria —dijo, señalando hacia Diana—. ¿Has pagado la botella?
—No se ha roto —dijo Diana—. ¿Por quién me tomas? ¡Dios mío, cómo ha caído! ¡Qué bien! Si todos cayeran así...
—Comencemos —dijo R. Kvadriga con el mismo aire sombrío, y se sirvió un vaso entero de ron.
—Ha caído como un maniquí. Como un bolo. Víktor, ¿estás bien? He visto cómo te pateaban.
—Lo esencial está bien. Lo he protegido especialmente.
El doctor R. Kvadriga, con un sorbetón, apuró las últimas gotas de ron que quedaban en el vaso, chupando de la misma manera que el desagüe del fregadero se traga los restos de agua tras la fregada. Sus ojos se animaron de inmediato.
—Nos conocemos —se apresuró a decir Víktor—. Eres el doctor Rem Kvadriga, yo soy el escritor Bánev...
—Olvida eso —dijo R. Kvadriga—. Estoy totalmente sobrio. Pero me emborracharé. Es lo único de lo que estoy seguro. Tú ni siquiera te lo puedes imaginar, pero cuando llegué aquí hace seis meses, no bebía absolutamente nada. Tengo el hígado enfermo, dispepsia intestinal y algo anda mal en el estómago. Tengo absolutamente prohibido beber, y ahora me emborracho todos los días... No le hago falta a nadie. Eso no me ha ocurrido nunca en toda mi vida. Ni siquiera recibo cartas, pues mis antiguos amigos están presos, no tienen derecho a correspondencia, y los nuevos son analfabetos...
—No me cuentes secretos de estado —advirtió Víktor—. No soy de fiar.
R. Kvadriga volvió a llenar el vaso y se dedicó a sorber el ron como si fuera té frío.
—Así sabe mejor. Pruébalo, Bánev. Lo disfrutarás... ¡Y deje de mirarme! —le dijo repentinamente a Diana, rabioso—. ¡Le ruego que oculte sus sentimientos! Y si no le gusta...
—Tranquilo, tranquilo —intervino Víktor, y R. Kvadriga puso una expresión agria.
—No entienden nada de mí —se quejó—. Nadie. Tú eres el único que entiendes algo. Tú me has entendido siempre. Pero eres demasiado grosero, Bánev, y siempre me has hecho daño. Me siento muy herido... Ahora temen insultarme, solamente me alaban. Cada vez que me alaba un canalla es una nueva herida. Otro canalla me alaba, otra herida. Pero ahora, todo eso queda atrás. Ellos todavía no saben... ¡Oye, Bánev! Qué mujer más maravillosa tienes... Te lo ruego... Pídele que venga a mi estudio... ¡No, imbécil! ¡De modelo! No entiendes nada, llevo buscando una modelo así diez años...
—Un cuadro alegórico —le explicó Víktor a Diana—: El Presidente y la nación eternamente joven...
—Idiota —dijo, con tristeza, el doctor R. Kvadriga—. Siguen pensando que me vendo... ¡Es verdad, ocurrió una vez! Pero ya no hago retratos de presidentes... ¡Es un autorretrato! ¿Entiendes?
—No —replicó Víktor—. No lo entiendo. ¿Quieres hacer tu autorretrato, tomando a Diana como modelo?
—Idiota. Será el rostro del artista...
—Mi trasero —explicó Diana a Víktor.
—¡El rostro del artista! —repitió R. Kvadriga—. Tú también eres un artista... Y todos los que están presos sin derecho a correspondencia... y todos los que están muertos sin derecho a correspondencia... y todos los que viven en mi edificio... quiero decir, los que no viven... ¿Sabes?, Bánev, tengo miedo. Te lo pedí: ven a vivir a mi casa aunque sea por poco tiempo. Tengo una villa, una fuente... Pero el jardinero huyó. Cobarde. Yo mismo no puedo vivir allí, es mejor en el hotel... ¿Crees que bebo porque me he vendido? Tonterías, eso sólo ocurre en las novelas de moda. Si vives un tiempo en mi casa lo entenderás. Quizá hasta puedas reconocerlos. Quizá no sean conocidos míos, sino tuyos. Entonces, quizá yo podría entender por qué no me reconocen... Andan descalzos, se ríen... —De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Señores, qué suerte que ese Pavor no está ahora con nosotros! A su salud.
—Salud —dijo Víktor, intercambiando una mirada con Diana que, a su vez, miró a R. Kvadriga con alarma y asco—. Aquí nadie quiere a Pavor. Sólo yo, porque soy un monstruo.
—Agua clara —pronunció R. Kvadriga—. Y una rana saltarina. Charlatán. Siempre está callado.
—Ya está totalmente borracho —le explicó Víktor a Diana—. No hay nada que temer.
—¡Señores! —dijo el doctor R. Kvadriga—. ¡Señorita! ¡Considero mi deber presentarme! Rem Kvadriga, doctor honoris causa.
Víktor llegó al gimnasio media hora antes de lo convenido, pero Bol-Kunats ya lo esperaba. A propósito, era un chico con mucho tacto. Le informó de que el encuentro tendría lugar en la sala de actos, y al momento se marchó, alegando asuntos urgentes. Víktor quedó solo y se dedicó a caminar por los pasillos, metiendo la cabeza en las aulas vacías, respirando los aromas olvidados de la tinta, la tiza, el polvo que nunca se asentaba, el olor de las peleas a primera sangre, de los agotadores interrogatorios de pie ante la pizarra, los olores de la cárcel, de la ausencia de derechos, de la mentira... elevados a principios. Todo el tiempo tenía la esperanza de despertar en su memoria dulces recuerdos de la niñez y la adolescencia: la caballerosidad, la camaradería, el primer amor puro; pero no lograba nada por mucho que se esforzara, por mucho que estuviera preparado para enternecerse a la primera oportunidad. Aquí todo seguía como antes: las aulas claras, silenciosas; los pupitres, con iniciales talladas y entintadas, e inscripciones apócrifas sobre la esposa y la mano derecha; y las paredes cuartelarias, pintadas hasta media altura de un alegre color verde, y el revoque, roto en los ángulos; todo seguía siendo como antes, odioso, asqueroso, alimentando la rabia y la ignorancia.