—¡Tú, asqueroso, lárgate de aquí! —se oyó una joven voz de barítono.
Víktor se volvió. Encima de él estaba la mole de Flamin Yuventa, o como quiera que se llamara, en una palabra, el sobrino. Víktor lo había visto durante un instante, pero ya sentía una irritación tremenda.
—¿Con quién está hablando, joven? —preguntó.
—Con su amigo —respondió gentilmente Flamin Yuventa, y de nuevo rugió—: ¡Es contigo, pellejo sarnoso!
—Un momento —dijo Víktor, y se levantó.
Flamin Yuventa lo miraba desde su altura con una sonrisa burlona. Un joven Goliat con chaqueta deportiva, llena de insignias de todo tipo, nuestro Sturmführer [7]nacional del modelo más corriente, fiel puntal de la nación con una porra de goma en el bolsillo trasero, flagelo de la izquierda, la derecha y el centro. Víktor extendió la mano hacia la corbata del jovenzuelo, con aire preocupado y curioso.
—¿Qué es esto que tiene aquí? —preguntó.
Y cuando el joven Goliat bajó maquinalmente la cabeza para ver de qué se trataba, Víktor le agarró con fuerza la nariz entre el índice y el pulgar.
—¡Eh! —gritó asombrado el joven Goliat e intentó liberarse, pero Víktor no lo soltó y estuvo un rato dedicado a retorcer aquella nariz descarada, con un gélido placer y un profundo celo.
—Pórtate bien —dijo—, cachorro de hiena, sobrinito, esbirro asqueroso, hijo de perra, saco de mierda... —La posición era excepcionalmente cómoda: el joven Goliat se resistía desesperadamente, pero entre ellos estaba el butacón; sacudía el aire con sus puños, pero los brazos de Víktor eran más largos y podía seguir retorciendo, tironeando, arrancando y empujando hasta que una botella voló por encima de su cabeza. Entonces miró atrás: la banda completa, unos cinco, dos de los cuales eran muy corpulentos, avanzaba hacia él apartando mesas y tirando asientos. Durante un segundo todo quedó congelado, como en una foto: Zurzmansor, de negro, reclinado tranquilamente en el butacón; Teddy, en el aire mientras saltaba por encima del mostrador; Diana, con un envoltorio blanco en las manos, en el centro del salón; y en un plano posterior, junto a la puerta, el rostro enfurecido y bigotudo del portero; muy cerca de él, aquellas jetas rabiosas, de bocas abiertas. Al instante la foto terminó y comenzó el cine.
Víktor logró golpear al primer gorila en la mejilla y lo tiró al suelo, dejándolo fuera de combate durante cierto tiempo. Pero otro de los gorilas logró golpear a Víktor en la oreja. Alguien le pegó con el canto de la mano en el mentón; el golpe iba dirigido claramente a la garganta, pero había fallado. Otro más (¿Sería Goliat, que se había liberado?) le saltó a la espalda. Todo aquello no era más que gamberrismo callejero, puro y duro, de aquellos puntales de la nación. Sólo uno de ellos sabía boxear, los demás no tenían verdaderos deseos de pelea, lo que querían era destrozar: sacar un ojo, rasgar una boca, patear un bajo vientre. Si Víktor hubiera estado solo, lo habrían dejado inválido, pero Teddy llegó en su ayuda por la retaguardia. Teddy seguía invariablemente un principio, la regla de oro de todos los encargados de cantinas: terminar toda pelea tan pronto empezaba; por el flanco apareció Diana, Diana Enfurecida, transformada por el odio, muy distinta a la de siempre, sin el envoltorio blanco y con una enorme botella forrada de paja en la mano; también llegaba el portero, un hombre de cierta edad, pero que a juzgar por su actitud había sido soldado: trabajaba con un atado de llaves, como si fuera un cinturón con una pesada hebilla. Así que cuando llegaron corriendo dos camareros desde la cocina no tuvieron nada que hacer. El sobrinito había escapado, olvidando su transistor sobre la mesa. Uno de los gorilas yacía bajo la mesa, el que Diana había derribado de un botellazo; Víktor y Teddy, animándose mutuamente con gritos de combate, sacaron a los otros cuatro del salón a puñetazos, los hicieron correr por el vestíbulo y los echaron a patadas a través de la puerta giratoria. Por inercia, ellos también salieron fuera y sólo allí, bajo la lluvia, se dieron cuenta de que su victoria era total y se tranquilizaron un poco.
—Mocosos de mierda —dijo Teddy, encendiendo a la vez dos cigarrillos, uno para él y otro para Víktor—. Han cogido la costumbre de armar lío todos los jueves. La semana pasada no los espanté y rompieron dos butacones. ¿Y quién tiene que pagar eso? ¡Yo!
—El sobrinito se ha ido —dijo Víktor, lamentándolo, mientras se palpaba la oreja inflamada—. No he podido echarle mano como quería.
—Eso es bueno —dijo Teddy, diligente—. Es mejor no tener nada que ver con ese cerdo. Sabes quién es su tío, y además... es uno de los pilares de La Patria y el Orden, o como se llamen ésos... Y tú, señor escritor, has aprendido a pelear. Recuerdo que eras un alfeñique, que cuando te pegaban, te metías bajo la mesa. Eres un tipo duro.
—Cosas de la profesión —suspiró Víktor—. Un producto de la lucha por la subsistencia. Ya sabes cómo es en nuestro país: todos para uno. Y el señor Presidente para todos.
—¿De verdad llegan hasta las manos? —se sorprendió Teddy.
—¿Y qué creías? Escriben un artículo alabándote, diciendo que estás imbuido de conciencia nacional, vas a buscar al crítico y él está con sus amigos, todos jóvenes, groseros, fortachones, hijos del Presidente...
—No me digas... ¿Y qué ocurre?
—Cualquier cosa. A veces es como ahora, a veces de otra manera.
Un todoterreno se detuvo ante la entrada, se abrió la portezuela y un hombre joven, cubierto solamente con un chubasquero, salió bajo la lluvia. Llevaba gafas y un portafolio. Iba acompañado por un hombre alto. Gólem salió de detrás del volante. El larguirucho miró atentamente, con interés profesional, cómo el portero sacaba a patadas por la puerta giratoria al último de los gamberros, que todavía no había vuelto en sí del todo.
—Lástima que ése no estaba —susurró Teddy, indicando con los ojos en dirección al larguirucho—. ¡Ése sí que es un maestro! Nada parecido a ti, un profesional, ¿entiendes?
—Entiendo —respondió Víktor, también en un susurro.
El joven del portafolio y el larguirucho pasaron raudos por delante de ellos y desaparecieron por la puerta. Gólem comenzó a seguirlos, sonriéndole a Víktor, pero el señor Zurzmansor, con el envoltorio blanco bajo el brazo, le cortó el camino. Dijo algo en voz baja, Gólem dejó de sonreír y volvió a montar en el vehículo. Zurzmansor se sentó en el asiento trasero y el todoterreno echó a andar.
—¡Vaya! No le pegamos al que se lo merecía, señor Bánev. La gente vierte sangre por él, y mira cómo se monta en un coche ajeno y se larga.
—No tienes razón —replicó Víktor—. Es una persona infeliz, un enfermo. Hoy van contra él, mañana contra nosotros. Ahora, tú y yo nos vamos a beber, a él se lo llevan a la leprosería.
—¡Ya sabemos adonde lo llevan! —dijo Teddy, belicoso—. No entiendes nada de nuestra vida, escritor.
—¿Me he distanciado de la nación?