—Eso que estás diciendo es tan incorrecto que ni siquiera me ofendo. Pero continúa, cuando hablas tu rostro cambia de una manera impresionante. —Encendió un cigarrillo y le tendió otro—. Continúa.
—Medusas —dijo ella, con amargura—. Medusas tontas, babosas. Se agitan, se arrastran, no saben qué quieren, no son capaces de hacer nada, no aman nada verdaderamente... como gusanos en una letrina.
—Eso es una grosería. Una imagen epatante, pero nada apetitosa. Diana, querida mía, no eres una pensadora. El siglo pasado, y en provincias, quién sabe cómo hubiera sonado eso... al menos la sociedad hubiera recibido una dulce sacudida, y tendrías una multitud de jóvenes pálidos, de ojos ardientes, arrastrándose detrás de ti. Pero hoy todo eso es obvio. Hoy, todos saben qué es el ser humano. La pregunta es: qué hacer con el ser humano. Y hay que reconocer que ya aburre preguntarse eso.
—¿Y qué hacen con las medusas?
—¿Quién? ¿Las medusas?
—Nosotros.
—Por lo que sé, nada. Creo que preparan conservas con ellas.
—Está bien —dijo Diana—. Durante todo este tiempo, ¿has trabajado en algo?
—¡Claro que sí! He escrito una carta terriblemente tierna a mi amigo Rots-Tusov. Si después de esta carta no enchufa a Irma en un internado, eso querrá decir que no sirvo para nada.
—¿Y eso es todo?
—Sí. El resto lo he tirado.
—¡Dios mío! Y yo te cuidaba, trataba de no molestarte, espantaba a Roscheper...
—Me bañabas en la bañera —le recordó Víktor.
—Te bañaba en la bañera, te preparaba café...
—Aguarda. Yo también te bañaba en la bañera...
—Da igual.
—¿Cómo que da igual? ¿Crees que es fácil trabajar después de bañarte en la bañera? Escribí seis variantes para describir ese proceso, y ninguna sirve para nada.
—Déjame leerlas.
—Son sólo para hombres. Además, las tiré, ya te lo he dicho. En general, ahí había poco patriotismo y conciencia nacional, por lo que, de todos modos, no se lo podía mostrar a nadie.
—Dime entonces: ¿tú primero escribes, y después introduces la conciencia nacional?
—No —respondió Víktor—. Primero, me impregno de la conciencia nacional hasta lo más profundo del alma: leo los discursos del señor Presidente, me aprendo de memoria las sagas de los titanes, visito las asambleas patrióticas... Después, cuando eso me hace vomitar, no cuando me da náuseas, sino cuando vomito, me pongo a escribir... Hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de lo que vamos a hacer mañana.
—Mañana tienes un encuentro con los estudiantes del gimnasio.
—Eso termina rápido. ¿Y después?
Diana no respondió. Miró detrás de él. Víktor se volvió. Un leproso se acercaba a ellos, un leproso con todos sus atributos: negro, empapado, con una venda en la cara.
—Hola —le dijo a Diana—. ¿Gólem no ha vuelto?
A Víktor le asombró el cambio que había tenido lugar en el rostro de Diana. Como en un cuadro antiguo. No, un cuadro no, un icono. La extraña inmovilidad de los rasgos. Y uno se pregunta si eso era lo que quería el pintor o si fue por incapacidad del artesano. Ella no respondía. Callaba, y el leproso también la miraba sin decir nada, y en aquel silencio no había nada incómodo: ellos estaban juntos, mientras Víktor y todos los demás estaban en otra parte. A Víktor no le gustó aquello.
—Seguramente Gólem vendrá ahora —dijo él, en voz alta.
—Sí —dijo Diana—. Siéntese, espérelo.
La voz de ella era la de siempre y le sonreía al leproso con una expresión de indiferencia. Todo era como siempre, Víktor estaba con Diana, mientras el leproso y todos los demás estaban en otra parte.
—¡Por favor! —dijo Víktor con alegría, indicando el butacón del doctor R. Kvadriga.
El leproso se sentó y puso sobre sus rodillas las manos, enfundadas en guantes negros. Víktor le sirvió coñac. El leproso, con un gesto descuidado y habitual, tomó la copa, la sacudió, como si la estuviera sopesando, y la volvió a poner sobre la mesa.
—Espero que no lo haya olvidado —le dijo a Diana.
—Claro. Por supuesto, ahora se lo traigo. Víktor, dame la llave de la habitación; vuelvo enseguida.
Tomó la llave y se dirigió con rapidez a la salida. Víktor encendió un cigarrillo. «¿Qué te está pasando, amigo? —se dijo—. Últimamente tienes demasiadas visiones. Te has vuelto sensible, demasiado... celoso. Y no vale la pena. Eso no tiene la menor relación contigo: todos esos antiguos maridos, todos esos conocidos extraños... Diana es Diana, y tú eres tú. ¿Que Roscheper es impotente? Pues es impotente. A ti, eso no te importa.» Sabía que todo aquello no era tan sencillo, que ya había recibido una dosis de veneno, pero se dijo: «ya basta», y ese día, en ese momento al menos, logró convencerse a sí mismo de que, verdaderamente, ya bastaba.
El leproso seguía sentado frente a él, inmóvil y terrible como un espantapájaros. Olía a humedad y a medicamentos. ¿Se me hubiera ocurrido pensar que alguna vez estaría sentado a la misma mesa con un mohoso en un restaurante? El progreso, chicos, avanza poco a poco. O será que nos hemos vuelto omnívoros: ¿acaso nos hemos convencido finalmente de que todos los hombres son hermanos? La humanidad, amigo mío, estoy orgulloso de ti... Y usted, caballero, ¿le entregaría su hija a un mohoso?
—Mi apellido es Bánev. —Víktor se presentó y decidió preguntar—: ¿Cómo está de salud vuestro... lesionado? Me refiero al que cayó en el cepo.
El leproso volvió rápidamente la cabeza hacia él. «Mira como desde una aspillera», pensó Víktor.
—Bien —respondió el leproso con sequedad.
—En su lugar, yo hubiera hecho una denuncia en la policía.
—No tiene sentido.
—¿Por qué? —insistió Víktor—. No está obligado a dirigirse a la comisaría local, puede ir a la regional...
—No tenemos necesidad de ello.
—Cada crimen impune genera un nuevo crimen —dijo Víktor encogiéndose de hombros.
—Sí. Pero eso no nos interesa.
Los dos callaron.
—Me llamo Zurzmansor —dijo el leproso al rato.
—Un apellido famoso —repuso Víktor con cortesía—. ¿No es usted pariente del sociólogo Pável Zurzmansor?
—Ni siquiera su tocayo —replicó el leproso entrecerrando los ojos—. Bánev, me han dicho que mañana va a hablar en el gimnasio...
Víktor no tuvo tiempo de responder. A sus espaldas alguien arrastró un butacón.