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—Hale, vamos —exclamó.

Y con paso vigoroso, llevando una toalla de felpa en torno al cuello, dos raquetas bajo el brazo y una caja de pelotas nuevas en la mano, se dirigió a la pista número seis. Martha se despidió de la dama y se acercó a otra silla para ver a los dos jugadores. En la pista, con la concienzuda seriedad del verdugo que prepara el patíbulo, Dreyer medía ya la altura de la red con su raqueta. Franz estaba a un lado de la pista, junto a su amante, mirando a un avión que pasaba. Con severa ternura, Martha se fijó en el amado cuello juvenil, en las gafas relucientes, en los elegantes pantalones de tenis que le estaban un poco anchos en las caderas, pero que por lo demás, le sentaban muy bien. Una vez concluidas sus siniestras maniobras, Dreyer fue a trote corto y pesado a la línea de saque. Franz siguió quieto en el centro de su propio rectángulo. Una chica pequeña y huesuda con expresión vacía en el rostro pecoso le tiró una de las pelotas de la caja. La pelota saltó y le golpeó en la ingle, y él trató de pararla con la raqueta, pero le pasó entre las piernas y ella entonces le tiró otra que también se le escapó. Esta vez, sin embargo, fue corriendo tras ella, hasta alcanzarla al fin entre los pies de un jugador que estaba en la pista contigua y que, por esta causa, dejó escapar su pelota y le miró con cara de pocos amigos. Franz, lleno de ánimo y con la pelota en el bolsillo, volvió corriendo a su sitio. Dreyer, sonriéndole tolerante, hizo ademán de apartarse un poco más y le lanzó un saque inicial tolerablemente correcto, copiado del entrenador del club, conde de Zubov. Franz fue corriendo y, con la suerte del principiante, se lo devolvió con tremendo aunque heterodoxo ímpetu, lanzando la pelota muy lejos del alcance de Dreyer. Martha, sin poder contenerse, prorrumpió en aplausos. Dreyer le lanzó otro saque y el arma de Franz se agitó impetuosamente, pero esta vez la pelota le eludió y fue recogida limpiamente por la chica que estaba a su espalda. Entonces, escogiendo el momento, Franz alejó de sí la pelota que tenía en el bolsillo cuanto le permitía su brazo, calculó bien la altura, la dejó caer al suelo y trató de darle al primer bote. Nada pasó esta vez tampoco, excepto que pisó la pelota y estuvo a punto de caer. Fue al trote hacia la red, donde la pelota se había enredado en las mallas, y Dreyer le dijo que volviera a su puesto y siguiera lanzándole pelota tras pelota. Franz lo hizo así, tirándose a fondo, girando sobre sí mismo, pero fue un saque en el vacío. La chica, que estaba empezando a divertirse, iba de un lado a otro, cogiendo las pelotas con su manecita y devolviéndolas a Dreyer con impasible e indeferente precisión.

—Deja de ponerte delante —gritó Martha a la insolente recogepelotas, que no la oyó, o que, si la oyó, no entendió lo que le decía. Tenía un anillo de latón en el dedo. Podría ser una sucia gitanilla o algo por el estilo.

La prueba continuó. Franz en un verdadero trance de desesperación, dio tal golpe a la pelota que la lanzó por encima del tejado.

Dreyer fue despacio hacia la red e hizo seña a Franz de que se le acercara.

—¿He ganado? —preguntó Franz, jadeante.

—No —dijo Dreyer—, es que quería explicarte una cosa. No estamos jugando al béisbol norteamericano, ni al cricketinglés, sino a un juego que se llama lawn tennis, porque al principio solía jugarse en la hierba.

Siempre pronunciaba mal la vocal de lawn, dándole sonido de «a».

Y luego, lenta y tristemente, Dreyer volvió a su línea de saque, y remprendió la comedia. Martha no pudo contenerse más. Desde donde estaba sentada gritó:

—¡Dejadlo ya!, ¿no te das cuenta de que no sabe...?

Iba a decir «no sabe jugar», pero una racha de viento primaveral le cortó la última palabra. Franz estaba examinando con gran atención las cuerdas de su raqueta. Un muchacho, también larguirucho y gafudo, que había estado mirándole jugar con rapaz ironía, se adelantó e hizo una inclinación, y Dreyer, indicando con la raqueta a Franz que podía irse, saludó gozosamente al recién llegado, de quien sabía que jugaba muy bien.

Franz fue a donde estaba Martha y se sentó a su lado. Tenía el rostro pálido y ojeroso, y relucía de sudor. Ella le sonreía, pero él, que se estaba secando las gafas, no miraba en su dirección.

—Querido —le susurró Martha, tratando de captar su mirada; lo consiguió, pero Franz se limitó a mover sombríamente la cabeza, apretando los dientes.

—No te preocupes —le dijo ella dulcemente—, no volverá a ocurrir. Y te voy a decir una cosa —añadió, más dulcemente aún—, escucha: lo encontré.

Franz apartó su mirada, pero Martha la recuperó tercamente:

—... Lo encontré en su mesa de trabajo. Lo único que tienes que hacer es cogerlo el día antes. ¿Te das cuenta?

El parpadeó.

—Así vas a coger frío —dijo ella—, hace mucho viento. Anda, cariño, ponte el jersey y la chaqueta.

—No hables tan alto murmuró Franz—, por lo que más quieras.

Ella sonrió, miró en torno a sí, se encogió de hombros.

—Tengo que explicarte...., no, haz el favor de escuchar, Franz... Tengo un plan completamente nuevo.

Dreyer acababa de hacer una gran jugada, dejando caer suavemente la pelota cerca de la red y mirando a su mujer bajo las cejas pobladas, contento de que también ella le estuviese mirando en aquel momento.

—Ya sé —susurró Martha—, vámonos de aquí. Tengo que explicártelo todo.

Dreyer perdió una volea y volvió a su línea de saque, moviendo la cabeza. Martha le gritó que se acercase, le dijo que su dolor de cabeza iba en aumento, que no llegase tarde a comer. Dreyer asintió y siguió jugando.

No encontraron taxi, pero a buen paso la distancia era poca. Atajaron por el parque, donde parejas de amantes felices se fundían unos en brazos de otros sobre las hojas secas de ayer. Martha comenzó a darle explicaciones por el camino.

El plan era deliciosamente inocente: se basaba en sus estudios de inglés: de vez en cuando, Dreyer le pedía que le dictase algo. Martha sabía menos palabras inglesas que él, pero su pronunciación era, probablemente, un poco mejor o, por lo menos, distinta: ella decía lawn, por ejemplo, rimándolo con own y no con down como lo pronunciaba Dreyer, a pesar de que Martha no se cansaba de corregírselo al muy terco. Dreyer solía escribir al dictado de Martha en un cuaderno de ejercicios, y luego comparaba con el texto lo que había escrito. De dictados como éste dependería la felicidad eterna en un parque particular. Cogerían una novela de Tauchnitz y buscarían en ella una frase inglesa apropiada, como, por ejemplo: «No pude actuar de otra manera», o: «Me voy a saltar la tapa de los sesos porque estoy cansado de la vida». Lo demás estaba claro.

—En tu presencia —decía ella— le dictaré la frase que hayamos escogido. Claro está que no la escribiremos en un cuaderno, sino en una hoja de papel de cartas. Ya he destruido el cuaderno ése. En cuanto haya escrito la frase, pero antes de que levante la cabeza, tú te sitúas muy cerca, pero un poco detrás de él, como si fueras a mirar por encima de su hombro, y entonces, con muchísimo cuidado...

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