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Habían pasado ya casi tres meses desde aquel día inolvidable en que el Inventor(con mayúscula ya en la mente de Dreyer) había construido los primeros ejemplares de sus automaniquíes, como él los llamaba. A causa de la intensa iluminación directa, su taller semejaba un laboratorio médico, y esto era exactamente, sin duda, lo que había sido en otro tiempo. La presentación tuvo lugar en una gran habitación desnuda que antes había servido de depósito de cadáveres y de miembros de dichos cadáveres, que estudiantes lascivos (algunos de los cuales, aunque no todos, eran ya respetables cirujanos) solían poner frecuentemente en distintas posturas y actitudes sugiriendo extrañas orgías. El Inventor y Dreyer estaban en un rincón de la habitación, observando en silencio.
En el centro del suelo brillantemente iluminado, una figura pequeña y rechoncha de aproximadamente un pie y medio de altura, muy bien envuelta en arpillera marrón que sólo dejaba al descubierto un par de piernas cortas color sangre, hecha de alguna substancia semejante a la goma y calzadas con botitas de niño abotonadas, iba de un lado para otro, con un movimiento muy natural y parecido al humano, contoneándose un poco jactanciosamente y volviéndose a cada diez pasos con un gritito que sonaba a algo así como hep y help, con el que se trataba de cubrir el ligero chirriar de su mecanismo. Dreyer, las manos cogidas sobre el estómago, observaba el espectáculo con tierna emoción, de la misma manera con que un visitante sentimental observa al niño —quizás su propio hijo bastardo— a cuyos primeros pasitos ha sido invitado por la ufana madre. El Inventor, que se había dejado la barba y parecía ahora un sacerdote oriental de paisano, taconeaba suavemente, al ritmo de los movimientos de la pequeña figura.
—Santo cielo —dijo Dreyer de pronto, con voz chillona, como si estuviera a punto de prorrumpir en lágrimas de ternura.
La verdad era que el gnomo encapuchado andaba de una forma cautivante. La tela parda no tenía otra razón de ser que defender la decencia. Una vez parado el mecanismo, el Inventor desenvolvió su automaniquí prototípico dejando sus engranajes al descubierto: un delicado sistema de junturas y músculos, y tres pilas pequeñas pero sorprendentemente pesadas. Una cosa de este tosco modelo se notaba a primera vista: lo verdaderamente impresionante no eran tanto sus ganglios eléctricos, o la rítmica transmisión de la corriente, como los andares algo rígidos pero maravillosamente naturales del niño mecánico. Paradójicamente, su forma de ir de un lado a otro recordaba más a un matemático sumido en sus meditaciones que a un niñito perdido. El secreto de sus movimientos estaba en la flexibilidad del voskin, la sustancia con que el Inventor había sustituido la carne y los huesos reales. Los dos pseudopiés de este original vodskiñino parecían vivos no porque él los moviese (después de todo no era raro ver «paseantes» o zhivulyamecánicos por las aceras, sobre todo cerca de Pascua o Navidad), sino, más bien, porque el material mismo, animado por la animada corriente galvanobiótica, se mantenía activo todo el tiempo, agitándose, tensándose, aflojándose, como si estuviera orgánicamente vivo, consciente incluso; un doble movimiento ondeante ascendía gradualmente en triple sacudida con la gallardía y la suavidad de los reflejos de la luz en el agua. Y esto era lo que más le gustaba a Dreyer, que se mostraba bastante indiferente al misterio técnico, el cual le había sido comunicado, primero en clave, luego en explicación cifrada, por el cauto Inventor.
—¿De qué sexo es?, ¿me lo puede decir? —preguntó Dreyer en cuanto la pequeña figura marrón se detuvo delante de él.
—Aún está por decidir —respondió e Inventor—, pero en cosa de un mes o dos tendremos dos machos y una hembra de más de cinco pies de altura.
O sea, que el niño iba a crecer. Habría que crear no solamente una semejanza de piernas humanas, sino también de un gracioso cuerpo humano y de un rostro expresivo. Por desgracia el Inventor no era ni artista ni anatomista, y en vista de ello Dreyer le facilitó dos ayudantes: un viejo escultor cuya obra estaba tan llena de vida que era capaz de producir, por ejemplo, la impresión de un agudo baile de San Vito grave, o incluso del comienzo de un estornudo; y un profesor de fisiología que, para tratar de explicar la capacidad que tiene mucha gente de despertarse sola a una hora determinada, había escrito un largo tratado que, sin llegar a explicar nada, contenía la primera descripción de la «autoconsciencia» de los músculos, con bellas ilustraciones en color. No tardó el taller en dar la impresión de que unos estudiantes de medicina estaban manipulando cadáveres descuartizados. El profesor de anatomía y el fantástico escultor ayudaron muy eficazmente al Inventor. El uno era delgado, pálido, nervioso, con el cabello largo peinado hacia atrás y una enorme nuez; el otro, en cambio, tranquilo y calvo, con alto cuello almidonado. Su aspecto divertía muchísimo a Dreyer, pues el primero era el profesor, el segundo el artista.
Ya se imaginaba con toda claridad a los automaniquíes de tamaño natural, perfectos, elegantemente vestidos, paseándose por un enorme escaparate de su gran almacén, entre tiestos florecidos, desapareciendo discretamente para cambiar de ropa entre bastidores, volviendo a salir a la luz pública ante el admirado deleite del populacho. Era una visión llena de poesía e, indudablemente, una empresa lucrativa. A mediados de mayo había comprado la patente al Inventor por un precio relativamente bajo, y ahora estaba pensando qué sería mejor, sin causar sensación en la Kurfürstendamm poniendo las figuras, literalmente, en circulación, o vender el invento a una sociedad extranjera: lo primero resultaría más divertido; lo segundo daría beneficios más seguros.
Como suele ocurrir en la vida de muchos hombres de negocios, Dreyer comenzó a pensar, en aquella primavera de 1928, que sus asuntos, de alguna forma, estaban comenzando a cobrar una cierta vida independiente. La parte de su capital que estaba en constante y productivo movimiento actuaba con ímpetu propio y con demasiada rapidez; le daba la impresión de estar perdiendo el control de su dinero, le parecía que ya no le era posible parar esta gran rueda de oro cuando considerase oportuno. La mitad de su fortuna estaba bastante segura; pero la otra mitad, acumulada en un año de fantástica buena suerte —y en un momento en que hacían falta buena suerte, buen tacto y una clase muy especial de imaginación—, se había vuelto demasiado animada, giraba con demasiada rapidez. Siendo como era optimista por naturaleza, Dreyer esperaba que esta pérdida de control fuese puramente temporal, y no se imaginaba por un solo momento que este aumento de velocidad en el giro pudiera transformar a la rueda de su fortuna en la simple apariencia de su propio giro, de modo que, si él, con su mano, la paraba, la rueda resultase no haber sido otra cosa que un simple fantasma dorado. Pero Martha, que ahora odiaba más que nunca la caprichosa veleidad de su marido (aun cuando, en otros tiempos, le había ayudado a enriquecerse), temía que se lanzase alegremente a cualquier desastre financiero antes de que ella tuviera tiempo de neutralizarle y de detener el loco girar de la rueda.
El gran almacén daba mucho dinero, pero los beneficios no se acumulaban con la solidez que sería de desear. La bolsa había experimentado recientemente una súbita sacudida; Dreyer había jugado y perdido, y ahora estaba volviendo a jugar. En todo esto Martha veía una advertencia llena de presagios. Habría accedido, quizás, a permitirle lanzarse a alguna operación sólida, porque tenía que confesar que «se fiaba de su olfato», pero esos juegos con las acciones era demasiado arriesgado. ¿Para qué esperar, cuando cada mes que pasaba asestaba un nuevo golpe a su riqueza?