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El hombre hojeaba la revista y la conjunción de su rostro con la atractiva cubierta resultaba intolerablemente grotesca. La rubicunda mujer de los huevos estaba sentada junto al monstruo, le tocaba con su hombro adormilado. La mochila del joven se frotaba contra su maleta negra y lustrosa, moteada de pegatinas. Y lo peor de todo era que las viejas damas, haciendo caso omiso de su inmundo vecino, mordisqueaban sus sandwiches y sorbían vellosos gajos de naranja, envolviendo las peladuras en pedazos de papel que depositaban delicadamente debajo del asiento. Pero cuando el hombre dejó la revista y, sin quitarse los guantes, se puso también a comer un bollo con queso, mirando agresivamente en torno a sí, Franz no pudo aguantar más. Se levantó, rápido, elevó, como un mártir, su rostro pálido, bajó su modesta maleta, recogió su gabardina y su sombrero, y, golpeando torpemente la maleta contra el quicio de la portezuela, se apresuró a salir al pasillo.

Este vagón había sido enganchado al expreso en una estación cercana, y en él se respiraba todavía aire fresco. Le invadió inmediatamente una sensación de alivio. Pero aún no se le había pasado el vahído. Un muro de hayas aleteaba ante la ventanilla en secuencia jaspeada de sol y sombra. Se aventuró, tanteando, pasillo adelante, agarrándose a picaportes y a cualquier cosa asible y atisbando el interior de los compartimentos. Sólo en uno vio un asiento libre; vaciló y siguió adelante, apartando de sí la imagen de dos niños de rostro pálido con las manos negras de polvo, los hombros encogidos por temor a un golpe de su madre en pleno cogote, mientras se bajaban a toda prisa del asiento para jugar entre papeles grasientos en el indescriptible suelo, entre los pies de los pasajeros. Franz llegó al extremo del vagón y se detuvo, poseído de un extraño pensamiento. Este pensamiento era tan suave, tan audaz y emocionante, que tuvo que quitarse las gafas y limpiarlas.

«No, no puedo, ni hablar», se dijo Franz, muy bajo, dándose cuenta ya, sin embargo, de que no iba a poder resistirse a la tentación.

Finalmente, ajustándose el nudo de la corbata con el índice y el pulgar, se lanzó a cruzar, con estrepitoso ímpetu, las inestables plataformas de unión, hasta pasar, con una intensa sensación de hundimiento en el fondo del estómago, al vagón siguiente.

Era un vagón schnellzugde segunda clase, y para Franz la segunda clase tenía un deslumbrante atractivo, incluso ligeramente pecaminoso, un sabor excesivo, como un sorbo de algún espeso licor blanco o como aquel enorme pomelo semejante a un cráneo amarillo que había comprado una vez camino del colegio. Con la primera clase ni soñar cabía: ¡eso era para diplomáticos, generales, actrices casi sobrenaturales! La segunda, sin embargo..., la segunda... Con sólo armarse de valor... Se decía de su padre (un notario sin un real en el bolsillo) que, en una ocasión —mucho tiempo atrás, antes de la guerra— había viajado en segunda clase. Franz no acababa de decidirse, a pesar de todo. Se detuvo al comienzo del pasillo, junto al letrero que indicaba la distribución del vagón, y ahora ya no era un vislumbre de bosque cerrado como una valla, sino unas extensas praderas, lo que se deslizaba majestuosamente ante sus ojos, y, a lo lejos, paralela a los raíles, fluía una autopista por la que iba, corre que te corre, un automóvil liliputiense.

El revisor, que pasaba justo entonces junto a él, le sacó de su apuro. Franz pagó el suplemento que ascendía a su billete al grado inmediatamente superior. Un corto túnel le ensordeció con su oscuridad resonante. Luego, la luz de nuevo, pero ya el revisor había desaparecido.

El compartimento donde entró Franz con una inclinación de cabeza tan silenciosa como no correspondida, estaba ocupado por sólo dos personas: una dama hermosa de ojos relucientes y un hombre de mediana edad con bigote recortado color leonado. Franz colgó su gabardina y se sentó con cuidado. El asiento era muy mullido; un saledizo semicircular y muy cómodo separaba los asientos a la altura de la sien; las fotografías que adornaban el tabique eran muy románticas: un rebaño de ovejas, una cruz sobre una roca, una cascada. Estiró lentamente los largos pies, se sacó lentamente del bolsillo un periódico doblado. Pero no se sentía capaz de leer. Pasmado por tanto lujo se limitó a tener el periódico abierto en la mano y examinar al abrigo de las hojas a sus compañeros de compartimento. La verdad, eran encantadores. La dama llevaba un traje sastre negro y un diminuto sombrero negro con una pequeña golondrina de diamantes. Su rostro era serio, sus ojos fríos, un leve vello obscuro, indicio de pasión, destellaba sobre su labio superior, y un fulgor de sol resaltaba la textura cremosa de su cuello, a la altura de la garganta, cuyas dos delicadas líneas transversales parecían trazadas a su través con una uña, la una debajo de la otra: indicio también de toda clase de maravillas, según uno de sus compañeros de colegio, precoz experto. El hombre era, sin duda, extranjero, a juzgar por su cuello blando y su tweed. Pero en esto Franz se equivocaba.

—Tengo sed —dijo el hombre, con acento berlinés—. Lástima, la verdad, que no haya fruta. Aquellas fresas tenían muy buena cara.

—Pues culpa tuya es —respondió la dama, con voz de desagrado, añadiendo casi inmediatamente—, no acabo de comprenderlo, qué cosa más tonta.

Dreyer levantó un instante los ojos a un cielo improvisado y no respondió.

—Es culpa tuya —repitió ella, tirando automáticamente de su falda plisada al notar automáticamente que el joven desgarbado y gafudo recién aparecido en el marco de la portezuela parecía fascinado por la seda fina y transparente de sus piernas.

—En fin —resumió—, no vale la pena hablar de ello.

Dreyer se daba cuenta de que su silencio irritaba sobremanera a Martha. Sus ojos tenían un brillo pueril, y los pliegues suaves en torno a sus labios se movían al compás del caramelo de menta que tenía en la boca. El incidente que había irritado a su mujer era, la verdad sea dicha, bastante tonto. Habían permanecido durante agosto y la mitad de septiembre en el Tirol, y luego, de vuelta a casa, se habían detenido unos días, por asuntos de negocios, en aquella curiosa y pequeña ciudad, donde él había ido a ver a su prima Lina, con quien había bailado de joven, hacía cosa de veinticinco años. Su mujer se había negado taxativamente a acompañarle. Lina, que ahora era una mujer rechoncha con dientes postizos pero seguía tan charlatana y amable como siempre, le dijo que los años habían dejado su huella en él, pero no tanto como habría sido de temer; le sirvió excelente café, le habló de sus hijos, dijo que sentía que no estuvieran en casa, preguntó por Martha (a quien no conocía) y por su negocio (sobre el que estaba bien informada); luego, al final de una piadosa pausa, ella misma le pidió consejo...

Hacía calor en la habitación, donde, en torno a la vieja araña, con pequeños colgantes de cristal grisáceo, como carámbanos sucios, las moscas describían paralelogramos, posándose siempre en los mismos colgantes (lo cual, sin saber por qué, le divertía), y las viejas sillas extendían con cómica cordialidad sus felpudos brazos. Un doguillo viejo dormitaba sobre un cojín bordado. En respuesta al suspiro expectante e interrogativo de su prima, Dreyer había revivido de pronto, echándose a reír:

—¿Por qué no me lo mandas a Berlín? Le daré trabajo.

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