Las últimas palabras de Martha habían sido (con una dulce y remota voz que Dreyer nunca le había oído hasta entonces):
—Querido, ¿dónde pusiste mis escarpines de esmeralda, mis pendientes quiero decir? Me hacen falta. Todos vamos a bailar, todos vamos a morir —y luego, con su habitual brusquedad—, Frieda, ¿por qué está aquí otra vez el perro? Lo mataron. No puede seguir estando aquí.
Y hay tontos que dicen que no es posible tener doble vista.
Franz siguió a la vieja escaleras arriba. Le llevó a una habitación oscura. Corrió rápidamente las persianas, abrió rápidamente la parte inferior de la mesita de noche para ver si estaba allí el orinal. Se fue rápidamente.
Franz fue hacia la ventana abierta. Dreyer cruzaba la carretera y se sentaba en un banco debajo de un árbol. Franz cerró la ventana. Ahora estaba solo. En la habitación contigua, una mujer, una vagabunda miserable a quien había dejado plantada un viajante de comercio, oyó a través del fino tabique algo que parecía como si varios juerguistas estuvieran hablando y riendo a carcajadas al mismo tiempo, interrumpiéndose unos a otros y volviendo a estallar en un frenesí de júbilo juvenil.
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