Un domingo más. Dreyer y Tom habían salido a dar un paseíto. Todas las ventanas del chalet estaban abiertas. La luz solar se instalaba a su antojo en rincones inesperados de la habitación. En la terraza, la brisa agitaba las páginas del número de abril (ya viejo) de una revista con una foto de los hermosísimos brazos de Venus, recién descubiertos. Martha, ante todo, se puso a explorar los cajones de la mesa de trabajo. Entre carpetas azules que contenían documentos, encontró algunas varas de lacre dorado, una linterna de bolsillo, tres guldensy un chelín. Había también unas libretas de ejercicios con palabras inglesas, su pasaporte con la foto sonriente (¿a quién se le ocurre sonreír en una foto oficial?), una pipa rota que ella misma le había dado hacía mucho tiempo, un viejo álbum de fotografías desvaídas (una, reciente, de una chica que muy bien podría ser Isolda Portz, si no fuera el elegante traje de esquiar que llevaba), una caja de chinchetas, trozos de cuerda, un cristal de reloj y otras cosas por el estilo, de esas cuya acumulación siempre irritaba a Martha. La mayor parte de ellas, icluidos el cuaderno de ejercicios y el anuncio de deportes invernales, las tiró a la papelera. Cerró de golpe los cajones y, alejándose de la mesa ensordecida, subió al dormitorio. Allí se puso a buscar en dos cómodas blancas, y encontró, entre otros objetos, una pelota dura que conservaba huellas de los dientes de Tom y que sólo Dios sabía cómo habría podido llegar a aquella cómoda, donde estaban, ordenados en hileras, los diez pares de zapatos de su marido. Tiró la pelota por la ventana. Bajó las escaleras a todo correr y, al pasar junto a un espejo, vio que se le había corrido el maquillaje de la nariz y que tenía ojeras. ¿Debería consultar a un especialista de los pulmones o del corazón? ¿O a los dos? Buscó en unos cuantos cajones más en varias habitaciones, riñéndose a sí misma por mirar en lugares absurdos y, finalmente, llegó a la conclusión de que la pistola estaba en la caja fuerte, de la que no tenía llave (¡allí estaba el testamento, el tesoro, el futuro!), o en la oficina. Volvió a mirar en la condenada mesa de trabajo, que crujió y resistió conteniendo el aliento ante el avance amenazador de Martha. Los cajones restallaban como bofetadas en plena cara. ¡No estaba en éste! ¡Ni en éste! ¡Ni en éste! Vio en uno de ellos un maletín marrón. Lo levantó, irritada. Debajo, muy hundido en el fondo, había un pequeño revólver con culata de madreperla. Al mismo tiempo, la voz de su marido le llegó de muy cerca, y Martha, volviendo a poner el maletín en su sitio, cerró el cajón apresuradamente.
—Maravilloso día —decía Dreyer con voz cantarina—, casi veraniego.
Y ella dijo con desgana y sin volver la cabeza:
—Estoy buscando unas píldoras. Tú tenías piramidón en tu escritorio. Tengo la cabeza a punto de estallar.
—No sé. A nadie debería estallarle la cabeza en un día como éste.
Se sentó en el brazo de cuero de un sillón, secándose la frente con un pañuelo.
—Una cosa, amor mío —dijo—, se me ocurre una idea. Escucha..., ¿cuál es el número de teléfono de Franz?... Le llamo yo y nos vamos los tres en el coche al club de tenis. ¿Qué te parece? ¿te gusta la idea?
—¿Y cuándo comemos? Franz viene hoy a comer. ¿Por qué no llamas a alguna otra persona y jugamos todos después de comer?
—No son más que las diez. Podemos comer a la una y media. Es una verdadera lástima no aprovechar un tiempo tan bueno. Ven también tú. Bien, bien. ¿De acuerdo?
Martha accedió a unirse al grupo, más que nada porque sabía lo pesado que sería para Franz tener que aguantar él solo a Dreyer.
—Yo misma le llamo —dijo.
El casero le preguntó quién era y por qué quería hablar con su inquilino, pero Martha le aconsejó no meterse en asuntos ajenos. Franz, cogido por sorpresa, llegó vestido con un traje corriente, pero con calzado deportivo. Dreyer, resoplando de impaciencia y temeroso de que apareciese de pronto una nube de tormenta, se lo llevó a toda prisa escaleras arriba y le hizo ponerse unos pantalones de franela blanca que había comprado en Londres un par de años antes y que a él le estaban estrechos. Se quedó allí, los brazos en jarras, los ojos saltándole de las órbitas, la cabeza retadoramente ladeada, mientras Franz se mudaba. El pobre muchacho apestaba. ¡Y aquellos calzoncillos largos, en un día como éste! Las iniciales se les había bordado un aficionado...., desde luego no una costurera profesional. Franz, atontado de puro cohibido, perfectamente consciente de que su ropa interior no estaba a la altura de la situación, grotescamente asustado de que algo, lo que fuese, delatase en un momento como aquél los sucios secretos de su adulterio, se mudaba de pantalones con gran dificultad, sobre todo cuando saltaba sobre uno y otro pie, extendía una pierna y se decía que todo aquello no pasaba de ser una pesadilla. También Dreyer se puso a saltar sobre uno y otro pie. Y la terrible situación se prolongaba. Los pantalones le parecían demasiado largos y demasiado anchos y, en un momento de aquella carrera de sacos, un movimiento espasmódico proyectó a Franz contra un portaequipajes roto, que no pintaba nada en un vestuario. Dreyer hizo algún vago movimiento, como si quisiera echarle una mano. Todo aquello fue tan difícil para Franz como abotonarle la bragueta al maniquí, cosa que tuvo que hacer él solo. Después, el entallador le subió delicadamente la cintura con dos dedos, le ajustó las trabillas laterales, le pasó con gran pericia el cinturón en torno al talle de madera y le dobló una rodilla para medirle la pierna con un metro que llevaba como se lleva una serpiente danzarina. Finalmente expresó su aprobación con una risita y le dio a Franz un golpe en las nalgas, que siguió vibrando durante bastante tiempo en el sistema del pobre muchacho, mientras su doble se adelantaba remilgadamente, doblando las piernas y contrayendo el trasero.
El golpe seguía escociéndole en el taxi, y cuando se bajaron, Dreyer le dio otro, lleno de exuberante jovialidad, esta vez con la raqueta de Franz, que éste había estado a punto de dejarse olvidada en el asiento:
— Aber lass' doch. Pero para de una vez.—le dijo Martha al ordinario de su marido.
En la pista de color rojo terracota, dedos blancos corrían de un lado a otro, mientras los niños se ganaban su salario recogiendo pelotas a toda velocidad. En torno a ellos había una alta alambrada cubierta de hule verde. Delante del edificio del club había mesas blancas y sillones de mimbre. Todo estaba limpísimo y muy claramente delineado. Martha se puso a charlar con una bella mujer de piernas rubias y ojos pálidos, cuya falda blanca no era mayor que una tulipa. Pidieron de beber: un cocktailnorteamericano muy frío, oscuro como el café. Dreyer fue al club a cambiarse. La morena Martha y la dama rubia platino charlaban en voz alta, pero Franz no se enteró de una sola palabra. Una pelota perdida rebotó junto a él, pasando de la mesa a una silla y de ésta al césped. Franz la recogió y la miró: era bastante nueva y tenía el sello color violeta de una marca muy conocida en «Dandy». La dejó sobre la mesa. Otras dos mujeres jóvenes pasaron junto a él, con las piernas y los brazos desnudos, pisando tan fuerte la hierba con las suelas rojas de sus zapatos blancos con cordones de seda que se diría que iban descalzas. Sus zapatos no eran Mercury, sino Loveset. En sus ojos relucía la felicidad, tenían roja la boca. Todo esto era ya pasado, sueños y deseos de una adolescencia ya lejana. Le cegaron con su sonrisa indecisa, confundiéndole con alguien. Junto a otra de las pistas, una especie de arbitro o vigilante de juegos se sentaba en una silla alta, viendo la pelota cruzar la red; movía rítmicamente la cabeza, como un autómata que sólo sabe decir que no: no, no, no, no son para ti. En el vano negro de la puerta apareció un Dreyer deslumbrantemente blanco: