Franz asentía.
Otra manera era la siguiente: Martha se iría al campo a solas con Dreyer. Los dos harían una larga caminata; a Dreyer le encantaba andar. Ella y Franz habrían escogido de antemano un lugar solitario y pintoresco («En pleno bosque», dijo Franz, imaginándose a sí mismo en un oscuro bosquecillo de pinos y robles, y aquella vieja mazmorra cuyos fantasmas tanto le habían obsesionado de niño). Franz estaría esperando detrás de un árbol, con el revólver cargado. En cuanto le hubieran matado, como con el otro plan, Franz dispararía también sobre Martha, hiriéndola en la mano («Sí, querido, eso es necesario, se hace siempre así, para dar la impresión de que los ladrones nos atacaron a los dos»). Franz, también como en el otro plan, les robaría la cartera (que podía devolverle luego a Martha, junto con los candelabros).
Franz asentía.
Estos eran los dos planes fundamentalmente. Luego había cierto número de simples variaciones sobre el mismo tema. Convencida, como tantos novelistas, de que, sólo con que los detalles fueran correctos, el argumento y los personajes se las arreglarían solos, Martha estudió cuidadosamente el tema del chalet desvalijado, y el del robo en pleno bosque (por más que ambos, desgraciadamente, tendiesen a confundirse). Y de pronto Franz resultó tener una habilidad tan inesperada como afortunada: era capaz de imaginar con claridad de diagrama sus movimientos y los de Martha y coordinarlos de antemano con esos conceptos de tiempo, espacio y situación que no había más remedio que tener en cuenta. En todo este patrón lúcido y flexible sólo había una cosa que no cambiaba aunque esta falacia le pasaba inadvertida a Martha: la víctima, que no daba señales de vida hasta que la perdía. El cadáver, al que habría que quitar de allí y llevar de un sitio a otro antes del entierro, parecía más activo que su predecesor biológico. Los pensamientos de Franz giraban con agilidad acrobática en torno a este punto inamovible. Estaban calculados admirablemente todos los movimientos del plan. Y el objeto llamado ahora Dreyer se diferenciaría del futuro Dreyer solamente en lá medida en que la línea vertical se diferencia de la horizontal. Una diferencia de ángulo y perspectiva, nada más. Martha, sin darse cuenta ella misma, fomentaba en Franz estas abstracciones, porque siempre había dado por supuesto que Dreyer sería cogido por sorpresa y no podría defenderse. Por lo demás, se imaginaba con gran realismo y lucidez cómo Dreyer arquearía las cejas al ver que su sobrino le apuntaba con una pistola, y cómo se echaría a reír, dando por supuesto que el arma era de juguete, para concluir la carcajada en el otro mundo. Cuando, para eliminar toda posibilidad de riesgo, ponía a Dreyer en la categoría de una mercancía, bien envuelta, atada y lista para su entrega a domicilio, Martha no se daba cuenta de que así las cosas le resultarían mucho más sencillas a Franz.
—Qué listo eres —le decía, echándose a reír y besándole en la muñeca—, mi avispado, mi avispadísimo amorcito.
Y él, reaccionando a sus elogios, le presentó una especie de cálculo (que, por desgracia, hubo que quemar luego): el número de pasos que había que dar para recorrer la distancia exacta desde la verja hasta la ventana; el número de segundos necesarios para recorrer esa distancia; desde la ventana hasta la puerta y desde la puerta hasta el sillón (al que Dreyer había sido trasladado desde el diván en una de las fases de toda esta planificación), y también desde el revólver, que estaría, como si dijéramos, colgando en el aire, hasta la nuca de la cabeza de Dreyer, que se suponía situada en un lugar oportuno. Y un día en que Dreyer estaba realmente sentado en ese mismo sillón y leía un periódico dominical bañado por un rayo de sol de abril, Martha, con una peineta reluciente en el moño y un traje sastre nuevo y Franz, sin abrigo y con Tom, que tenía entre los dientes una pelota negra, pisándole los talones, comenzaron a dar vueltas por el jardín, de un extremo a otro y vuelta a empezar, desde la tapia del chalet hasta la ventana de la sala y vuelta al postigo, contando los pasos, aprendiéndoselos de memoria, ensayando avances y retiradas, hasta que Dreyer, los brazos en jarras, se unió a ellos y se puso a ayudarles a debatir la nueva disposición de senderos enlosados y parterres que Martha y Franz estaban planeando con tanta diligencia.
Y seguían incansables con su planificación cuando se encontraban a solas en el amado y desangelado cuartito, donde la gran esclava negra de grandes pezones, todavía sin vender, seguía colgando sobre la cama, junto a una cara e inútil raqueta, metida en su marco. Había llegado el momento de comprar el arma. Y en cuanto se pusieron a pensar en esto surgió un obstáculo ridículo. Los dos estaban convencidos de que haría falta un permiso especial para poder comprar un revólver. Y ni Martha ni Franz tenían la más remota idea de lo que había que hacer para conseguir ese permiso. Tendrían que hacer averiguaciones, quizás ir a la policía, y esto significaba sin duda escribir y firmar solicitudes. Estaba visto que la adquisición del instrumento esencial era algo mucho más vago que la imagen que se habían hecho de su uso. A Martha esta paradoja le parecía intolerable. La eliminó buscando deliberadamente dificultades insuperables en el proyecto mismo. Por ejemplo, el jardinero, que también hacía de vigilante (¿drogarle?, ¿sobornarle?, ¿sería ello posible?), bribón fuerte y discreto que tenía muy buena vista para descubrir intrusos y aplastaba orugas con un particular y viscoso crujido y una implacable sacudida del pulgar, de férrea uña, agarrotamiento este que a Franz, la primera vez que lo presenció, le hizo chillar como una niña. Y luego había que pensar en el policía que pasaba frecuentemente por la calle, como dando un paseo. Y también surgieron errores de cálculo y fallos en el plan del bosque: después de una excursión a Grünewald, Franz informó que contenía más excursionistas que pinos. Claro es que había muchos otros bosquecillos por los suburbios, pero la dificultad estaba en convencer a Dreyer de ir a alguno de ellos. Y una vez que la realización de estos proyectos quedó bien situada en su lugar debido, la cuestión de conseguir el arma dejó de parecer tan irresoluble: probablemente había amables comerciantes de armas en la parte norte de la ciudad que no se preocupaban de pedirle licencia a sus clientes y, una vez que tuvieran el arma en su poder, la suerte empezaría a sonreírles, y les sería fácil situar al blanco en la debida posición en el momento oportuno. Así es como Martha pudo satisfacer, de paso, su sentido innato de las relaciones correctas (sus proverbios favoritos eran: «Lo primero es lo primero», y «si quieres tener dos narices tendrás que contentarte con un ojo»).
Así las cosas, había llegado el momento de hacerse con un revólver pequeño, pero seguro. Martha se imaginaba a Franz —el lento, larguirucho, tímido Franz— yendo de armería en armería, cómo el amable comerciante le haría inesperadas preguntas maliciosas, cómo el muy idiota recordaría luego las gafas de carey de Franz y los ademanes aclaratorios de sus manos finas, blancas, inocentes, y cómo más tarde, una vez usada y escondida el arma, algún detective metomentodo desenmañaría todo el asunto... Pero, por otra parte, si fuera ella a comprarlo... Podía pensar, por ejemplo, que Tom estaba rabioso y que había que pegarle un tiro, y de verdad lo hacía para practicar: también las mujeres son capaces de aprender a disparar bien, y de pronto, una imagen ajena pasaba flotando a su lado, se detenía, se volvía, seguía flotando como esos bonitos objetos que se mueven solos en los anuncios del cine. Martha entonces se dio cuenta de por qué la imagen del revólver tenía en su mente una forma y un color tan definidos, a pesar de que ella de armas no sabía nada. El rostro de Willy surgió de las profundidades de su memoria; reía con su risa gordinflona y estaba inclinado, examinando algo y conteniendo a Tom, que lo había tomado por un juguete. Martha hizo otro esfuerzo y recordó a Dreyer sentado ante su mesa de trabajo, enseñando a Willy..., ¿qué le estaba enseñando?, ¡un revólver! Willy lo hacía girar entre sus manos, riendo, y el perro ladraba. Martha no conseguía recordar más, pero con esto bastaba. Y se sentía sorprendida, y al tiempo contenta, de ver con qué providencial celo su mente había conservado durante un par de años esta imagen pasajera pero absolutamente indispensable.