Más tarde: conversación en un pajar, en mitad de una noche negra y templada:
—Como te iba diciendo, el tipo del otro día, ése sí que era extraño. Dijo que éramos dobles.
Una carcajada en la oscuridad:
—Seguro que fuiste tú el que, de tanto beber, veías doble.
Otro recurso literario se nos ha colado aquí de rondón: la imitación de esas novelas extranjeras, a su vez imitaciones de otras, que nos muestran las costumbres de los alegres vagabundos, a quienes representan como gente simpática que siempre está de broma. (Me temo que mis técnicas se están entremezclando un poco las unas con las otras.)
Y, hablando de literatura, no hay nada de esta especialidad que yo desconozca. Siempre he sido un gran aficionado. De pequeño componía versos y complicadas historias. Nunca robé melocotones del invernadero de ese terrateniente del norte de Rusia para el que mi padre trabajaba como administrador. Nunca enterré vivo a ningún gato. Nunca le retorcí el brazo a ningún amigo menos fuerte que yo; pero, como decía, compuse versos abstrusos e historias complicadas, animado de una tremenda determinación y haciendo terribles e inmotivadas sátiras de los conocidos de mi familia. Pero no llegué nunca a escribir esas historias, ni tampoco hablé nunca de ellas. No transcurría ningún día sin que no contase yo alguna mentira. Mentía como canta un ruiseñor, en éxtasis, olvidado de sí mismo; refocilándome con las nuevas armonías vitales que iba creando. Por culpa de todas esas dulces mentiras, mi madre me pegaba algún que otro cachete en la oreja, y mi padre me azotaba con una fusta que antiguamente había formado parte de los tendones de un toro. Pero nada de esto me descorazonó en lo más mínimo; más bien al contrario, fomentó los vuelos de mi fantasía. Con la oreja aturdida y las nalgas ardiendo, me tendía boca abajo a silbar y soñar entre las altas hierbas del jardín.
En el colegio yo sacaba, indefectiblemente, la nota más baja en redacción, pues entendía las cosas a mi modo tanto por lo que se refiere a los clásicos rusos como a los extranjeros; así, por ejemplo, cuando me pedían que explicara «con mis propias palabras» la trama de Ótelo (obra con la que, lo advierto, estaba absolutamente familiarizado), el Moro de mi versión era más escéptico, y Desdémona más infiel.
Una sórdida apuesta cruzada con un mujeriego muchacho de un curso superior tuvo como resultado que yo me encontrase en posesión de un revólver; y fue así como, tras dibujar con tiza en los troncos de los álamos unas cuantas caras blancas, feas, desgarradas por los gritos, me dediqué luego a matar de uno en uno a todos esos desgraciados.
En aquel entonces me gustaba, y aún me gusta, jugar a que las palabras pareciesen tímidas y tontas, a enlazarlas por medio del matrimonio bufo que los trucos verbales establecen entre ellas, volverlas del revés, pillarlas por sorpresa. «What is this jest in majesty? This ass in passion? How do God and Devil combine to form a live dog?» «¿Qué hace esta chanza en la majestad? ¿Y este culo en la pasión? ¿Cómo se combinan Dios y Diablo para formar un perro vivo?»
Durante varios años estuve obsesionado por un sueño muy singular y muy malévolo: soñaba que me encontraba en mitad de un largo pasillo con una puerta al fondo, y sentía, aunque sin atreverme a realizarlos, unos apasionados deseos de ir hasta esa puerta y abrirla, y finalmente tomaba la decisión de acercarme hasta ella, lo cual, en efecto, terminaba haciendo; pero acto seguido despertaba, gruñendo, pues lo que veía allí era horroroso hasta lo inimaginable; a saber, una habitación completamente vacía y recién encalada. Eso era todo, pero era tan horrible que jamás pude resistirlo; hasta que una noche aparecieron en el centro de la habitación desnuda una silla y su delgada sombra: no tanto como un primer mueble, sino como si alguien la hubiese metido allí para subirse a ella y colgar una cortina, y como yo sabía a quién encontraría allí la próxima vez, encaramándose en la silla y provisto de un martillo, y con la boca llena de clavos, los escupí, y jamás volví a abrir esa puerta.
A los dieciséis años, cuando todavía iba a colegio, comencé a visitar con más regularidad que antes una casa de lenocinio de carácter agradablemente informal; después de probar a cada una de sus siete chicas, concentré mi afecto en la voluminosa Polymnia, con la que solía tomar montones de espumosa cerveza en una húmeda mesa del huerto: los huertos me encantan, sencillamente.
Durante la guerra, tal como ya he dicho, estuve permanentemente abatido en un pueblo pesquero no lejos de Astracán, y de no haber sido por los libros dudo que hubiese llegado a sobrevivir aquellos sombríos años.
Conocí a Lydia en Moscú (adonde llegué de milagro, tras recorrer los sinuosos meandros del marasmo provocado por la contienda civil), en el piso de un conocido casual, que es donde me alojaba entonces. El conocido era letón, un hombre silencioso de cara muy blanca y cráneo cuboide, pelo muy corto y ojos tan fríos como un pez. Profesor de latín, aquel conocido se las arregló para, más adelante, convertirse en un importante funcionario soviético. El Destino había embutido en esas habitaciones a varias personas que apenas si se conocían mutuamente, y se encontraba entre ellas un hermano de Ardalion, por tanto primo también de Lydia, que se llamaba Innocent, el cual, no sé por qué razón, fue ejecutado por el pelotón de fusilamiento muy poco después de nuestra partida. (Si he de ser franco, todo esto encajaría mucho mejor al comienzo del primer capítulo que al comienzo del tercero.)
Osado y burlón pero interiormente torturado (Oh, alma mía, ¿no se encenderá tu antorcha?) Desde el pórtico de tu Dios y su Huerto ¿Por qué despegar hacia la Tierra y la noche?
¡Míos, míos! Sí, mis juveniles experimentos con esos amados sonidos sin sentido, aquellos himnos inspirados por mi cervecera amante, y por «Shvinburne», como le llamábamos en las provincias bálticas... Ahora bien, hay una cosa que me gustaría saber: ¿estaba yo dotado entonces de alguna así llamada tendencia criminal? ¿Secretó tal vez mi adolescencia, tan parda y pobre aparentemente, la posibilidad de producir un genial transgresor de las leyes? ¿O quizá me limité a seguir avanzando por aquel vulgar pasillo de mis sueños, chillando horrorizado una y otra vez al encontrar la habitación vacía, hasta que, cierto día inolvidable, dejé de encontrarla vacía? Sí, fue entonces cuando todo quedó explicado y justificado: mis deseos de abrir esa puerta, y los raros juegos a los que jugué, y esa sed de falsedades, esa adicción a la elaborada mentira que tan inane había parecido hasta ese momento. Hermann descubrió su alter ego. Esto ocurrió, tal como ya he tenido el honor de informarles, el 9 de mayo; y en julio visité a Orlovius.
La decisión, que yo había tomado previamente y que ahora fue apresuradamente ejecutada, encontró su más completa aquiescencia, tanto más completa cuanto que yo no estaba haciendo otra cosa que seguir un consejo suyo.
Al cabo de una semana le invité a cenar. Se metió la punta de la servilleta por el cuello de la camisa. Mientras la emprendía con su sopa, expresó el disgusto que le inspiraba la evolución de los asuntos políticos. Lydia le interrogó despreocupadamente acerca de si podía haber una guerra, y entre quiénes. El la miró por encima de sus gafas, se tomó un tiempo para reflexionar (en tal disposición, más o menos, le entrevieron ustedes al comienzo de este capítulo) y finalmente contestó: