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—Qué rostro tiene —dijo Ardalion.

—Dime —le pregunté—, ¿por qué dices que tengo la cara difícil? ¿Dónde está el problema?

—No sé. Con grafito no hay quien te saque. La próxima vez tengo que probarlo con carbón o con óleo.

Borró algo; apartó el polvo de la goma con los nudillos de los dedos; inclinó la cabeza a un lado.

—Qué gracioso, siempre había creído que mi cara era muy corriente. ¿Y si intentases dibujarla de perfil?

—¡Sí, de perfil! —exclamó Lydia (igual que antes, abierta de brazos y piernas en la arena).

—Bueno, yo no diría que es corriente. Un poco más alta la cabeza, por favor. No, si quieres que te dé mi opinión, la encuentro francamente rara. Todas las líneas se me escapan bajo el lápiz, no sé si me explico, resbalan y se escapan.

—Y no es frecuente encontrarse con una cara así, ¿es eso lo que quieres decir?

—Todas las caras son únicas —dictaminó Ardalion.

—Dios mío, estoy asándome —gimió Lydia, pero sin moverse.

—Caramba, ¿únicas, dices? ¿No es un poco exagerado...? Tomemos, por ejemplo, los tipos concretos de caras que existen en el mundo; hablemos, por ejemplo, de los tipos zoológicos. Hay gente con rasgos de mono; otros con la cara estilo rata, o estilo cerdo. Pensemos, por otro lado, en las caras que recuerdan a las de los famosos... Entre los hombres, los napoleones; entre las mujeres, las reinas victoria. Hay mucha gente que me dice que mi cara les recuerda a la de Amundsen. Y me he tropezado frecuentemente con narices a la Leo Tolstoy. Es más, también nos encontramos con el tipo de cara que nos recuerda determinado cuadro. Caras de icono, ¡caras de madonnal ¿Y qué me dices del parecido debido a las formas de vida, a las profesiones?

—Como sigas así, pronto estarás diciendo que todos los chinos son iguales. Olvidas, buen hombre, que lo que percibe primordialmente el artista son las diferencias. En cambio, la gente corriente percibe las semejanzas. ¿No hemos oído a Lydia exclamando en el cine: «Oooh. ¡Pero si es exactamente igual que nuestra criada!»

—Ardy. No intentes hacerte el gracioso, anda —dijo Lydia.

—Tendrás que admitir, sin embargo —proseguí—, que a veces lo que importa es el parecido.

—Cuando vas a comprar una palmatoria a juego con la que ya tienes, por ejemplo.

No hace en realidad ninguna falta seguir registrando aquí nuestra conversación. Sentí un profundo deseo de que aquel bobo comenzara a hablar de dobles, pero no lo hizo. Al cabo de un rato se guardó su bloc de dibujo. Lydia le imploró que le mostrase lo que había hecho. El dijo que accedería a condición de que ella le devolviese su vodka. Ella se negó, y no pudo ver los dibujos. El recuerdo de ese día termina en una neblina soleada, o se mezcla con recuerdos de excursiones posteriores. Porque tras esa primera hubo otras muchas. Terminé tomándole un sombrío y doloroso aprecio a ese bosque solitario con el lago brillando en su centro. Ardalion hizo todo lo posible por forzarme a conocer al administrador y comprarle la parcela contigua a la suya, pero yo me mostré firme; e incluso en el supuesto de que hubiese tenido muchísimas ganas de comprar terrenos, tampoco habría llegado a decidirme, pues aquel verano mi negocio sufrió un lamentable vuelco, y me sentía harto de todo: mi asqueroso chocolate estaba conduciéndome a la ruina. Pero, caballeros, les doy mi palabra, mi palabra de honor: no fue la codicia mercenaria, o no sólo eso, no fue solamente mi deseo de mejorar mi situación... No hay, sin embargo, ninguna necesidad de anticipar acontecimientos.

3

¿Cómo podría empezar este capítulo? Les brindo unas cuantas variaciones, para que puedan ustedes elegir. La primera (que suele ser adoptada en las novelas donde la narración va siendo conducida por el autor real o ficticio):

Hoy hace buen día, aunque fresco, y nada contiene la violencia del viento; bajo mi ventana se agita el follaje, y el cartero de la carretera de Pignan camina hacia atrás, agarrándose la capa. Crece mi inquietud...

Los rasgos característicos de esta variación son bastante obvios: está claro, para empezar, que la persona que escribe lo hace situada en un lugar definido; no se trata de un espíritu que planea sobre la página. Mientras reflexiona y escribe, a su alrededor van ocurriendo cosas; por ejemplo, este vendaval, este remolino de polvo que veo desde mi ventana (el cartero ha dado un viraje repentino y, doblado por la cintura, sin dejar de combatir, camina hacia adelante). Esta variación número uno es bonita, refrescante; proporciona un respiro y contribuye a dar una nota personal, añadiéndole así vida al relato, sobre todo cuando la primera persona es tan ficticia como todo lo demás. Bien, pues ahí es precisamente a donde iba yo: esto no es más que un truco del oficio, una pobre criatura a la que los traficantes de ficciones literarias han hecho trizas, y no me sirve, porque yo soy estrictamente sincero. De modo que podríamos pasar a la segunda variación, que consiste en dejar suelto de repente un nuevo personaje, lo que conduce a empezar el nuevo capítulo de la siguiente manera:

Orlovius se sentía insatisfecho.

Cada vez que se sentía insatisfecho o preocupado, o cuando, simplemente, ignoraba la mejor respuesta a lo que le habían preguntado, solía tirar del largo lóbulo de su oreja izquierda, un lóbulo orlado de vello gris; después tiraba también del largo lóbulo de su oreja derecha, para evitar celos, y te miraba por encima de sus honestos y feos anteojos, esperaba así un buen rato, y, finalmente, acababa dándote su contestación:

—Es duro de decir, pero creo...

Cuando él decía «duro» quería decir «difícil», pues empleaba expresiones bastante alemanas; y había incluso cierta pesada solemnidad teutónica en su elevado ruso.

Esta segunda variación de comienzo de capítulo es un método eficaz y corriente... pero en exceso pulido; y me parece poco adecuado que este tímido y entristecido Orlovius sea quien, impetuosa y ágilmente, abra las puertas del nuevo capítulo. Voy, así pues, a llamar su atención sobre mi tercera variación.

Mientras tanto... (ese ademán de invitación que son los puntos suspensivos).

Hace muchísimos años que este truco es el preferido del Kinematograph, alias Cinematógrafo, alias películas. Se suele ver al héroe haciendo esto o aquello, y mientras tanto... Puntos suspensivos, y la acción salta a un paisaje campestre. Mientras tanto... Otro párrafo, por favor.

... Avanzando con pasos pesados por el sendero inundado de sol y buscando la sombra de los manzanos cada vez que sus troncos encalados y retorcidos caminaban a su lado...

En absoluto, qué tontería: este personaje no se pasaba la vida errando de un lado para otro. Algún sucio kulak debía de necesitar a veces un par de manos adicionales; algún molinero brutal debía de tener trabajo para una espalda más. No habiendo sido jamás vagabundo, no he logrado nunca, y sigo sin lograr ahora, proyectar en mi pantalla particular la película de su vida. Lo que más deseaba yo imaginar era qué impresión le había dejado cierta mañana de mayo que pasó tumbado sobre un espantoso herbazal, cerca de Praga. Despertó. A su lado, un caballero muy bien vestido estaba mirándole. Una idea feliz: quizá me dé un cigarrillo. El caballero resultó ser alemán. Con muchísima insistencia (¿y si tenía varios tornillos sueltos?) me acercó un espejito de bolsillo; me habló en un tono ofensivo. Deduje que hablaba de parecidos. Muy bien, pensé, hablemos de parecidos. Un tema que no me interesa en absoluto. A ver si por casualidad consigo que me proporcione algún trabajo sencillo. Me pregunta mi dirección. Nunca se sabe, tal vez salga algún empleo de todo esto.

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