—¡Ji! Lo sabe perfectamente: ¡de las listas, hombre! Un simple plumazo, eliminado, y asunto concluido. ¡Ji! ¡Ji!
Y el viejecillo se echó a reír con una risa melodiosa.
—Per... perdone... Pero, de qué me conoce usted?
—¡Ji! Es usted un bromista, Basile Ivanovitch.
—Yo me llamo Bartholomé —dijo Korotkov llevándose la mano a la frente, que estaba helada y resbaladiza.
El rostro del terrible anciano perdió por un momento la sonrisa. Clavó los ojos en su lista y recorrió las líneas con un dedo pequeño, seco y armado con una larga uña.
—¿Es que pretende confundirme? Aquí está: Kolobkov, B.P.
—Pero si yo me llamo Kolobkov —replicó Korotkov perdiendo la paciencia.
—Es como yo le digo: Kolobkov —replicó el viejo molesto—. Y aquí está Calzonov. Ambos han sido trasladados. Y, para el puesto de Calzonov, se ha nombrado a Tchékouchine.
—¿Qué? —exclamó Korotkov, que no cabía en sí de alegría—. ¿Calzonov ha sido desplazado?
—Exactamente. Apenas ha estado un día en el cargo y ya le han puesto en la calle.
—¡Dios mío! —exclamó Korotkov con regocijo—. ¡Me he salvado! ¡Me he salvado!
Y, loco de alegría, estrechó la mano huesuda y uñosa del viejecillo. Este sonrió, y la alegría de Korotkov se desvaneció por un instante. Un brillo extraño y amenazador había aparecido en las cuencas azules de aquellos ojos. También su sonrisa, que había puesto al descubierto unas encías azul oscuro, le resultó extraña a Korotkov. Pero pronto desterró aquella desagradable sensación y recobró su excitación.
—Entonces debo regresar inmediatamente al SPIMAT.
—En efecto —asintió el anciano—. Eso es lo que debe hacer. Al SPIMAT. Una cosa más: ¿tendría la amabilidad de dejarme su cartilla para que apunte en ella una bonita nota con el lápiz?
Korotkov se metió la mano en el bolsillo y palideció: rebuscó en el otro bolsillo y se puso aún más pálido; se palpó los bolsillos del pantalón y, tras emitir un grito ahogado, se lanzó a la carrera escaleras arriba, sin levantar la vista del suelo. Subió dando saltos hasta la planta superior, sorteando a la gente que circulaba por allí. Quería encontrar a la hermosa mujer que llevaba piedras en el pelo y preguntarle una cosa, pero descubrió que se había convertido en un mozalbete mocoso y repugnante.
—¡Muchacho!
Korotkov se abalanzó sobre él.
—Mi cartera amarilla.
—No es verdad —respondió con rabia el chaval—. Le han mentido. Yo no la he cogido. Es mentira.
—No, hombre, no; tranquilo muchacho, no se trata de eso... no eres tú... sino mis papeles.
El chico le miró de soslayo y acto seguido se puso a lloriquear en voz baja.
—¡Oh, Dios mío! —se despertó Korotkov y corrió escaleras abajo en busca del viejo.
Pero cuando llegó, el viejo ya no estaba allí. Había desaparecido. Korotkov corrió hacia la portezuela y accionó el picaporte. La puerta estaba cerrada. Un ligerísimo olor a azufre flotaba en la penumbra.
En la cabeza de Korotkov empezaron a arremolinarse los pensamientos como una tempestad de nieve y una nueva idea se abrió paso entre ellos: «¡El tranvía!» De repente recordó con toda claridad que dos jóvenes le habían aprisionado en la plataforma. Uno era flacucho y llevaba un bigote que parecía postizo.
—¡Oh! ¡Qué mala suerte! ¡Esto sí que es mala suerte! ¡Es la desgracia de las desgracias!
El secretario salió corriendo a la calle, la recorrió hasta le final, dobló por una callejuela y se encontró ante la entrada de un pequeño edificio de arquitectura detestable.
Un hombre gris, ceñudo y algo bizco, le preguntó sin mirarle, pero girando los ojos hacia un lado, mirando no se sabe qué:
—¿A dónde se supone que vas?
—Camarada, me llamo Korotkov, Be Pe. Me acaban de robar los papeles. Absolutamente todos. Me pueden detener.
—Sí, es muy probable —concedió el hombre gris desde la escalinata.
—Entonces, permítame...
—Korotkov acaba de presentarse aquí en persona.
—Korotkov soy yo, camarada.
—Enséñame tu documento.
—Me lo acaban de robar hace un instante —gimió Korotkov—. Me lo ha robado un joven que tenía un bigotito.
—¿Con un bigotito, eh? Entonces habrá sido Korotkov. Seguramente fue él. Trabaja habitualmente en nuestro barrio. No tienes más que buscarlo por las tabernas.
—Camarada, no puedo hacerlo —sollozó Korotkov—. Tengo que ir al SPIMAT a hablar con Calzonov. ¡Déjeme pasar!
—¡Enséñame el certificado de la denuncia!
—¿Expedido por quién?
—Por el vigilante de tu casa.
Korotkov se alejó de la escalinata y regresó a la calle.
«¿Dónde ir? ¿Al SPIMAT o a ver al vigilante?», se dijo. «El vigilante sólo recibe por las mañanas. Entonces, ¡vayamos al SPIMAT!»
En ese instante, el reloj de la torre roja tocó cuatro campanadas a lo lejos. Inmediatamente empezó a salir gente con carteras de todas las puertas. Atardecía y del cielo empezaron a caer unos ligeros copos de nieve fundida.
«Se ha hecho tarde», pensó Korotkov. «¡Regresemos a casa!»
6. Primera noche
Había un pequeño papel blanco introducido en el ojo de la cerradura. Korotkov lo leyó en la oscuridad.
« Querido vecino,
Me voy a casa de mi madre, en Zvénigorod. Le dejo el vino como regalo. Disfrute de él, ya que nadie quiere comprármelo. Las botellas están en el rincón.
A. Païkova.»
Korotkov sonrió tristemente y abrió la cerradura; trasladó después de veinte viajes las botellas, que estaban en un rincón del corredor, encendió la lámpara y se desplomó en la cama sin desvestirse, con el abrigo y la gorra puestos. Durante cerca de media hora, Korotkov se dedicó a contemplar, bajo los efectos del embotamiento, el retrato de Cronwell, que se difuminaba en la espesa penumbra del crepúsculo. Después, repentinamente, se incorporó de un salto y sufrió un ataque de nervios. El secretario se despojó de la gorra, la mandó a paseo de un manotazo al otro extremo de la habitación, tiró al suelo los paquetes de cerillas y se puso a pisotearlos.
—¡Toma, toma y toma! —aulló Korotkov; y, mientras destrozaba aquellas asquerosas cajas, que crujían bajo sus pies, tenía la oscura impresión de estar destrozado la cabeza de Calzonov.