Korotkov comprendió enseguida que no podía conservar su posición. Cogió carrerilla, se cubrió la cabeza con las manos y empezó a dar patadas en la tercera mampara de cristal, tras la cual se abría la azotea, plana y asfaltada, del edificio. La mampara se resquebrajó y se vino abajo. Bajo un intenso fuego, Korotkov consiguió lanzar quince bolas de billar a la azotea. Las bolas rodaron en todas direcciones sobre el asfalto como cabezas decapitadas. Korotkov saltó a la azotea justo a tiempo, pues la ametralladora disparó más abajo, cortando la parte inferior de los bastidores.
—¡Ríndete! —escuchó confusamente.
En ese momento, Korotkov descubrió ante si un sol agonizante, justo encima de su cabeza, un cielo paliducho, una ligera brisa y el asfalto helado. Abajo, en el exterior, la ciudad daba muestras de vida por medio de un inquieto zumbido amortiguado. Korotkov saltó al asfalto, miró a su alrededor y cogió tres bolas. Después, corrió hacia el parapeto, lo escaló y miró hacia abajo. Le dio un mareo. Ante él se extendían los tejados de las casas, que parecían planos y diminutos, una plaza, por la que avanzaban los tranvías muy despacio, y la muchedumbre, que parecía formada por insectos. Korotkov distinguió enseguida unas figuritas grisáceas que se desplegaban por las profundidades del callejón, agitándose Y aproximándose a la escalinata, seguidas de un pesado juguete lleno de cabecitas doradas y relucientes:
—¡Estoy rodeado! —exclamó—. ¡Los bomberos!
Korotkov se asomó por encima del parapeto, se aferró a él y lanzó tres bolas una tras otra. Las bolas se elevaron dando vueltas y, tras describir un semicírculo, cayeron a plomo. Korotkov cogió otras tres bolas, volvió a trepar, sacó el brazo y las tiró. Las bolas resplandecieron como si fueran de plata, se volvieron totalmente negras al descender, brillaron de nuevo Y desaparecieron. A Korotkov le pareció que los insectos se habían puesto a correr enloquecidos por la plaza inundada de sol. Volvió a bajar para coger un nuevo lote de municiones, pero ya no le dio tiempo Un numeroso grupo de personas, precedido de un incesante estrépito de vidrios rotos, penetró en la azotea a través de la brecha abierta en la sala de billar. Empezaron a saltar como pequeños guisantes sobre el tejado, que se llenó de gorras y capotes grises.
El anciano se coló a través de la cristalera superior, sin tocar el suelo. Después la mampara se desplomó por completo y dio paso al terrible Calzonov de rostro afeitado, que se deslizaba sobre unos patines de ruedas con un viejo mosquete en la mano.
—¡Ríndete! —oyó rugir Korotkov delante, detrás y por encima de él, quedando los demás sonidos anulados bajo la insoportable y ensordecedora voz de bajo con timbre de cacerola.
—Desde luego —gritó débilmente Korotkov—, desde luego. La batalla se ha perdido. ¡Ta-ta-ta! —tarareó, reproduciendo con los labios el toque de retirada.
Entonces se sintió invadido por la audacia de la muerte y trepó a un poste del parapeto, agarrándose y manteniendo el equilibrio con movimientos rítmicos. Una vez arriba, se balanceó, se irguió en toda su estatura y gritó:
—¡Antes la muerte que el deshonor!
Sus perseguidores estaban ya a dos pasos de él. Podía ver sus manos extendidas; una llama brotó de la boca de Calzonov. Korotkov se sintió atraído hasta perder el aliento por el soleado abismo y, lanzando un estridente grito de victoria, saltó y se elevó en el aire. Durante un instante se quedó sin respiración. Confusamente, muy confusamente, Korotkov vio subir, como impulsado por una explosión, un objeto gris lleno de negros agujeros, que pasó a su lado. Enseguida vio caer con toda claridad el objeto gris al suelo, mientras él se elevaba hacia el fondo del callejón, que ahora se encontraba encima de él. Poco después, un sol sangriento estalló en su cabeza y ya no vio nada más.
notes
Notas a pie de página
1 Jean Sobieski es el nombre de un célebre rey de Polonia, que reinó en el siglo XVII
2 Apellido de la última casa imperial alemana.