—¡Camarada Korotkov! ¡Vaya a recoger su salario!
—¿Cómo? —exclamó el secretario lleno de júbilo, y corrió hacia el despacho consignado como «Caja», mientras silbaba la obertura de «Carmen».
Al llegar a la mesa del cajero se detuvo y se quedó boquiabierto. Había allí dos enormes torres de paquetes amarillos que llegaban hasta el techo. Para no tener que responder a ninguna pregunta, el cajero, jadeante y sudoroso, había clavado con una chincheta en la pared la ordenanza de pago, en la que ahora se veía una tercera firma, hecha con tinta verde:
Pagar en productos manufacturados.
El camarada Bogoravlienski: Préobrajenski.
También con mi aprobación: Kchesinski.
Korotkov abandonó al cajero luciendo una amplia y estúpida sonrisa. Iba cargado con cuatro grandes paquetes amarillos y cinco pequeños paquetes verdes, a parte de trece cajitas de cerillas azules que llevaba en los bolsillos. Una vez en su despacho, se puso a envolver las cerillas en dos inmensas hojas del periódico del día, mientras escuchaba con atención el rumor de las voces que llegaban desde la secretaría. Cuando terminó los paquetes, salió de su despacho y, sin decir nada a nadie, regresó a su casa. Al salir del SPIMAT estuvo a punto de ser atropellado por un automóvil que acababa de dejar a alguien; a Korotkov no le dio tiempo a ver de quién se trataba.
Cuando llegó a su casa, dejó las cerillas sobre la mesa y retrocedió un poco para contemplarlas. Su rostro aún exhibía aquella estúpida sonrisa. Después, Korotkov se pasó la mano por el cráneo, despeinando sus rubios cabellos, y se dijo:
—¡Bueno! Es inútil seguir lamentándose. ¡Tendré que intentar venderlas!
Y, dicho esto, fue a llamar a la puerta de su vecina, Alexandra Fiodorovna, que trabajaba en el GOUBVINSKLAD (Almacén Regional de Vinos).
—¡Pase! —respondió una voz sorda desde el interior de la habitación.
Korotkov entró y se quedó mudo de sorpresa. Alexandra Fiodorovna había regresado del trabajo antes de la hora, y se encontraba en cuclillas en el suelo, aún con el abrigo y el sombrero puestos. Se hallaba frente a una hilera de botellas cerradas con tapones de papel de periódico y llenas de un líquido rojo y oscuro. El rostro de Alexandra Fiodorovna estaba bañado en lágrimas.
—Cuarenta y seis —dijo, y se volvió hacia Korotkov.
—¿Qué es, tinta...? Buenos días, Alexandra Fiodorovna —murmuró tímidamente Korotkov.
—Es vino de mesa —respondió la vecina con voz llorosa.
—¿Cómo? ¿A usted también? —exclamó Korotkov.
—¿También a usted le han dado vino de mesa? —dijo Alexandra Fiodorovna con extrañeza.
—¿A nosotros? No. A nosotros cerillas —respondió Korotkov con un hilo de voz, mientras jugaba con un botón de su chaqueta.
—¡Pero si ya no arden! —exclamó Alexandra Fiodorovna, mientras se levantaba y se sacudía la falda.
—¿Cómo que no arden? —replicó Korotkov horrorizado, y salió disparado de vuelta a su habitación.
Entró rápidamente. Y, sin perder un segundo, deshizo un paquete, que se abrió con un crujido, y rascó una cerilla. De la cabeza surgió una llama verdosa, y después la cerilla se partió en dos y se apagó. Korotkov, sofocado por el olor acre del azufre, sufrió un doloroso acceso de tos y encendió una segunda cerilla. Aquella sí prendió, pero saltaron dos chispas de ella. Una se fue a estrellar contra el cristal de la ventana y la otra alcanzó al camarada Korotkov en el ojo derecho.
—¡Aaah! —gritó, y dejó caer la caja de cerillas.
Durante unos instantes Korotkov pataleó como un caballo encabritado, apretándose el ojo con la palma de la mano. Después se miró horrorizado en el espejo que utilizaba para afeitarse, convencido de que había perdido el ojo. Pero el ojo permanecía aún en su sitio, aunque estaba enrojecido y lleno de lágrimas.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Korotkov consternado.
Enseguida sacó una venda americana de la cómoda, la abrió y se la enrolló alrededor de la mitad izquierda de la cabeza, lo que le dio un aspecto de herido de guerra.
Korotkov no apagó la luz en toda la noche. Se la pasó tumbado y prendiendo cerillas. Gastó tres cajas, y consiguió encender sesenta y tres cerillas.
—Me ha engañado, la muy cretina —masculló Korotkov—. Estas cerillas son excelentes. Por la mañana, la habitación estaba cargada con un asfixiante olor a azufre. Al amanecer, Korotkov se quedó dormido y tuvo una espantosa pesadilla: paseaba por una verde pradera, cuando se topó, cara a cara, con una enorme bola de billar, viviente y con patas. Era tan repugnante que se puso a gritar y se despertó. Durante casi cinco minutos Korotkov tuvo la impresión, en medio de la turbia bruma, de que la bola estaba allí, junto a la cama, y de que había un fuerte olor a azufre. Pero todo aquello desapareció finalmente, después de dar unas cuantas vueltas en la cama, y Korotkov se volvió a dormir y no se despertó más.
3. Aparece un calvo
A la mañana siguiente Korotkov se levantó el vendaje y comprobó que tenía los ojos casi curados. A pesar de ello, y haciendo gala de una excesiva prudencia, decidió no levantarse todavía.
Korotkov llegó al trabajo con un considerable retraso y, para no suscitar comentarios entre los empleados subalternos, entró directamente en su despacho. Allí se encontró con un papel en la mesa; en él, el Director de la Subdivisión de Abastecimientos Complementarios preguntaba al director del depósito si le sería suministrado un uniforme a las mecanógrafas.
Korotkov se dirigió al gabinete del director, y al llegar a la puerta tropezó con un desconocido cuyo aspecto le llamó la atención.
El desconocido era tan pequeño que apenas le llegaba a la cintura al gran Korotkov. La mediocridad de su estatura se compensaba con la extraordinaria anchura de los hombros. Su tronco cuadrado se apoyaba en unas piernas torcidas, de las que, además, cojeaba de la izquierda. Pero lo más curioso de aquel individuo era la cabeza. Tenía exactamente la forma de un huevo, colocado horizontalmente sobre el cuello, con el extremo puntiagudo hacia adelante. Era calva como un huevo y tenía tal brillo que las bombillas se reflejaban constantemente en la parte superior del cráneo del desconocido. Su minúsculo rostro estaba tan afeitado que parecía azul. Unos ojillos verdes, del tamaño de una cabeza de alfiler, se hundían en unas órbitas profundas. El cuerpo del desconocido estaba enfundado en una guerrera desabotonada, hecha de un tejido gris, que dejaba a la vista una camisa ucraniana bordada. Llevaba las piernas embutidas en un pantalón del mismo tejido y los pies calzados con botas bajas y escotadas, como las que llevaban los húsares en tiempos de Alejandro I.
«¡Curioso individuo!», pensó Korotkov, e intentó alcanzar la puerta de Thékouchine sorteando al calvo. Pero éste de forma totalmente inesperada, le cerró el paso.