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—¿Qué desea? —preguntó el calvo a Korotkov con una voz que hizo temblar al nervioso secretario.

Aquella voz sonaba como una olla de cobre y su timbre era tan extraño que cualquiera, al oírla, sentiría como si a cada palabra le pasaran un alambre dentado a lo largo de la columna vertebral. Y, para colmo, a Korotkov le pareció que las palabras del desconocido exhalaban un olor a azufre. Pero, a pesar de todo, nuestro imprevisible Korotkov hizo justamente lo que no se debe hacer en ningún caso: se picó.

—¡Hum...! esto es muy extraño. Vengo a traer un papel... Pero, permítame que le pregunte quién es usted.

—¿Lee lo que pone en la puerta?

Korotkov miró hacia la puerta y vio un cartel que le resultaba muy familiar: «No entre sin anunciarse.»

—Precisamente vengo a anunciar algo —respondió bruscamente Korotkov, enseñando su papel.

El calvo de tronco cuadrado se enfadó de repente. Sus ojillos lanzaron chispas amarillas.

—Camarada —dijo, ensordeciendo a Korotkov con un estruendo de cacerolas—, es usted tan obtuso que no entiende el sentido de los letreros de servicio más elementales. Me extraña enormemente que haya conservado su puesto hasta ahora. Por lo demás, no hay en usted nada que despierte interés. Por ejemplo, esos ojos morados que se ven por todas partes. En fin, eso no viene al caso. A ver si ponemos un poco de orden aquí. («¡Ajá!» exclamó Korotkov para sus adentros.) ¡Deje aquí su papel!

Y diciendo estas palabras, el desconocido le arrancó el papel de las manos, lo leyó de un vistazo, sacó del bolsillo un lápiz totalmente roído, apoyó la hoja en la pared y escribió algunas palabras.

—¡Rómpalo! —gritó el hombrecillo, que, al devolverle el papel, estuvo a punto de saltarle el ojo sano a Korotkov.

La puerta del gabinete chirrió y se tragó de pronto al desconocido. Korotkov se quedó petrificado: Thékouchine no estaba en su gabinete.

El secretario no consiguió salir de su asombro hasta que, pasados treinta segundos, chocó contra Lidotchka de Runi, la secretaria personal de Thékouchine.

—¡Vaya! —exclamó el camarada Korotkov.

Lidotchka llevaba en un ojo un vendaje idéntico al suyo, con la única diferencia que los extremos de la venda estaban atados con un lazo más coqueto.

—¿Qué le ha ocurrido?

—¡Las malditas cerillas! —respondió Lidotchka furiosa—. Son una porquería.

—¿Quién es ése? —preguntó Korotkov bajando la voz, anonadado.

—¿De verdad no lo sabe? —murmuró Lidotchka—. Es el nuevo.

—¿Cómo? —gritó Korotkov—. ¿Y Thékouchine?

—Le despidieron ayer —dijo Lidotchka con rabia, y añadió señalando con el dedo la puerta del gabinete—: y menudo elemento han mandado en su lugar. Un tipo de cuidado. En mi vida había visto un individuo más repugnante. No hace más que despotricar. ¡Nos quiere poner de patitas en la calle! ¡Especie de sucio calzón calvo! —añadió la secretaria de forma abrupta. Korotkov abrió los ojos con sorpresa.

—¿Cómo se lla...?

Pero Korotkov no pudo acabar la pregunta. Tras la puerta del gabinete se oyó una voz retumbante.

—¡Un botones!

Los dos secretarios se separaron y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Korotkov corrió hacia su despacho, se sentó en la mesa y se dirigió el siguiente discurso:

—¡Ay, ay, ay...! Así que te has metido en un buen lío ¿no, Korotkov? Esto no puede quedar así... «Obtuso»... ¡Hum...! Será descarado... En fin, vas a ver lo obtuso que es Korotkov.

Y el secretario leyó con un ojo lo que había escrito el calvo. Había unas palabras garabateadas sobre el papel:

«Todas las mecanógrafas y todas las mujeres en general recibirán en el momento oportuno sus calzones de soldado».

—¡Eso estaría bien! —exclamó Korotkov con admiración, y se estremeció voluptuoso al imaginar a Lidotchka con calzones de soldado.

El secretario sacó rápidamente una hoja de papel y redactó en tres minutos lo siguiente:

Telegrama:

Al director de la subdivisión de abastecimientos complementarios. Punto. En respuesta a su comunicación Nº ½ 0.15015 (6) del 19, coma, el GLAUSPIMAT le informa que todas las mecanógrafas y todas las mujeres en general recibirán en el momento oportuno sus calzones de soldado. Punto. El director, dos puntos, firma. El secretario, dos puntos, Bartholomé Korotkov, punto.

Luego tocó el timbre y le dijo a Pantaleón, el botones, cuando apareció:

—Llévale esto al director, para la firma.

Pantaleón se humedeció los labios, cogió el papel y salió.

Después, Korotkov permaneció durante cuatro horas a la espera y sin salir de su despacho, de manera que si al nuevo director se le ocurría dar una vuelta por la planta, le encontrara a buen seguro inmerso en su trabajo. Pero no se oyó el menor ruido proveniente del terrible gabinete. Una sola vez vibró confusamente aquella voz metálica para amenazar a alguien con ponerle en la calle; pero Korotkov no llegó a oír de quien se trataba, aunque puso el oído en el ojo de la cerradura. A las tres y media de la tarde, el secretario escuchó la voz de Pantaleón tras el tabique de la secretaría.

—El señor se acaba de marchar en coche.

En ese momento se produjo un tumulto en la secretaría y todo el mundo se dispersó. Korotkov se fue más tarde que los demás y regresó solo a casa.

4. Apartado uno: Korotkov queda despedido

A la mañana siguiente, Korotkov comprobó con satisfacción que ya no necesitaba el apósito y se quitó la venda con alivio. Enseguida adquirió un mejor aspecto y cambió de expresión. Bebió rápidamente el té, apagó el infiernillo y corrió hacia su trabajo tratando de no llegar tarde... Pero llegó cincuenta minutos tarde, pues el tranvía, en lugar de seguir el itinerario N. 6, se había desviado, tomando la ruta N. 7 y metiéndose por interminables calles flanqueadas de casitas, donde, finalmente, se quedó tirado. Korotkov tuvo que recorrer tres verstas a pie y entró corriendo y sin aliento en la secretaría, justo en el momento en que el reloj de cocina de «La Rosa de los Alpes» acaba de dar once campanadas.

A Korotkov le esperaba en la secretaría un espectáculo nada habitual para ser las once de la mañana. Lidotchka de Runi, Milotchka Litovséva, Anna Evgrafovna, el jefe de contabilidad Lemerle, el instructor Guitis, Nomératski y los demás empleados de la secretaría, en lugar de ocupar sus puestos tras las mesas de cocina del viejo restaurante «La Rosa de los Alpes», se apiñaban ante un pedazo de papel que había clavado en la pared. Cuando entró Korotkov se produjo un repentino silencio y todos bajaron la cabeza.

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