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El secretario fue zarandeado y aplastado en la plataforma durante cerca de cinco minutos. Finalmente, la moto se detuvo frente al edificio gris del TSENTROSNAB. El cuerpo cuadrado se confundió entre los transeúntes y desapareció. Korotkov saltó del tranvía en marcha, dio una vuelta entera sobre sí mismo, cayó al suelo, se golpeó la rodilla, recogió su gorra inglesa y, tras pasar rozando el morro de un automóvil, entró rápidamente en el hall. Varias decenas de personas caminaban hacia Korotkov o se alejaban en dirección contraria, llenando el suelo de pisadas húmedas. La espalda cuadrada apareció por un instante en el segundo tramo de la escalera. Korotkov, jadeante, corrió tras ella. Calzonov subía la escalera a un paso increíble, sobrenatural, y a Korotkov se le helaba el corazón ante la sola idea de que se le escapara. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Al llegar al quinto rellano, cuando ya el secretario estaba completamente extenuado, la espalda se fundió en una masa de rostros, gorros y carteras. Korotkov se lanzó por el rellano a la velocidad del rayo y dudó un segundo ante una puerta que exhibía dos letreros. El primero dorado sobre fondo verde, decía con letras góticas: «Residencia de maestras de escuela». El segundo, negro sobre fondo blanco, sin letras góticas: «NATCHKANSOUPRAVDELSNAB» (Jefe de la Secretaría de la Dirección de Abastecimientos). Korotkov se precipitó al azar por esta última puerta y se encontró en un recinto lleno de enormes compartimentos de cristal, donde una multitud de mujeres rubias corrían de un compartimento a otro. Korotkov abrió la primera mampara de cristal y se encontró con un hombre vestido con un traje azul que se hallaba recostado sobre un escritorio y reía alegremente mientras hablaba por teléfono. En el segundo compartimento se encontró con las obras completas de Sheller-Mikhaïlov sobre una mesa y, junto a ellas, un desconocido, entrado en años y mal vestido, pesaba en una balanza pescados secos que olían mal. En el tercer compartimento reinaba un estruendo continuo y cadencioso, salpicado de campanillas. En él había seis mujeres de cabellos claros y dientes pequeños que tecleaban y reían a un tiempo sentadas ante sus máquinas de escribir. Tras la mampara se abría una amplia sala de columnas. El aire estaba lleno del fragor insoportable de las máquinas de escribir y se veía una multitud de cabezas de hombres y mujeres, entre las que no estaba la de Calzonov. Korotkov se sentía perdido; dio media vuelta y paró a la primera mujer que se encontró, que corría con un espejito en la mano:

—¿Ha visto a Calzonov?

El corazón de Korotkov vibró de alegría cuando la mujer le respondió con ojos de sorpresa:

—Sí. Pero se va en este momento. ¡Corra y le cogerá!

Korotkov enfiló la sala de las columnas y corrió en la dirección que le indicaba la blanca manita con las uñas pintadas de un rojo brillante. Una vez que la hubo atravesado, se encontró en un estrecho descansillo, más bien oscuro, y vislumbró la boca abierta de] ascensor iluminado. Las piernas le flaquearon: le había alcanzado... La boca estaba a punto de tragarse su espalda cuadrada, forrada de tela gris, y su reluciente cartera negra.

—¡Camarada Calzonov! —gritó Korotkov, y se quedó petrificado.

Innumerables puntos verdes invadieron el descansillo. Una reja cubrió la puerta de cristal y el ascensor se puso en movimiento. La espalda cuadrada, al girarse, se metamorfoseó en un pecho atlético. Korotkov reconoció todo, absolutamente todo: la guerrera gris, el gorro, la cartera y los granos de Corinto de sus ojos. Era, evidentemente, Calzonov, pero un Calzonov provisto de una larga y rizada barba asiria, que le caía hasta el pecho. En el cerebro de Korotkov surgió de pronto un pensamiento:

«Le ha crecido la barba mientras iba en la moto y subía las escaleras: ¿qué significa esto?» Y después de un segundo:

«La barba es falsa: ¿qué significa esto?» Entretanto, Calzonov había empezado a hundirse en el abismo enrejado. Primero desaparecieron las piernas, luego el vientre, la barba y, por último, los ojillos y la boca, que gritaba con voz de tenor:

—Demasiado tarde, camarada; vuelva el viernes.

«También la voz es postiza», escuchó Korotkov retumbar dentro de su cráneo. La cabeza le hirvió por espacio de tres segundos. Pero enseguida se dijo que ningún encantamiento debía detenerle, que darse por vencido sería su perdición, y se abalanzó hacia el ascensor. Entonces vio aparecer el techo a través del enrejado, que ascendía tirado de un cable. Una hermosa mujer de mirada lánguida, que llevaba los cabellos llenos de piedras brillantes, rozó la mano de Korotkov con ternura y le preguntó:

—¿Ha sufrido un mareo, camarada?

—¡Oh, no, camarada! —soltó Korotkov boquiabierto, y avanzó hacia la verja—. No me haga perder tiempo.

—Entonces, camarada, ¡vaya a buscar a Ivan Athénoguénovitch! —dijo con melancolía aquella belleza, mientras le cerraba el paso al ascensor.

—¡No quiero! —lloriqueó Korotkov— ¡Camarada! tengo prisa. ¿Qué le ocurre?

Pero la mujer permaneció inflexible y triste.

—No puedo hacer nada por usted. Lo sabe perfectamente —dijo, sujetando a Korotkov de una mano.

El ascensor se detuvo, escupió a un hombre con cartera, volvió a sellarse con la verja y descendió de nuevo.

—¡Déjeme pasar! —graznó Korotkov liberando enérgicamente su mano, y se dirigió a la escalera mascullando juramentos.

Bajó seis tramos de mármol, estuvo a punto de matar a una anciana que iba envuelta en un capote y se santiguó al verle, y, cuando llegó abajo, se encontró ante un enorme panel de cristal que exhibía un cartel en letras de plata sobre fondo azul que decía: «Señoras inspectoras», y otro debajo, escrito con tinta sobre papel: «Información». Un oscuro temor se apoderó de Korotkov. Calzonov apareció claramente tras el panel. Era el Calzonov afeitado de mentón azul, el Calzonov terrible, como al principio. Pasó muy cerca de Korotkov, separado tan sólo por una delgada lámina de cristal. El secretario trató de no pensar en nada, se abalanzó sobre el resplandeciente picaporte de cobre y lo sacudió; pero no cedió. Volvió a accionar una vez más con fuerza el brillante cobre, apretando los dientes, y sólo entonces descubrió, desesperado, una nota que decía: Den la vuelta por la entrada N. 6.»

Calzonov emergió y volvió a desaparecer en una hornacina negra que había tras el cristal.

—¿Dónde está la entrada N. 6? ¿Número seis? —preguntó Korotkov débilmente a uno.

Pero la gente que circulaba por allí se echaba a un lado a su paso. En ese momento se abrió una portezuela lateral y apareció un viejecillo de gafas azules, vestido con traje de lustrina y con una inmensa lista en las manos. Miró a Korotkov por encima de las gafas, sonrió y se humedeció los labios.

—¿Pero cómo? ¿Aún continúa con su peregrinación? —masculló—. Créame, está usted cometiendo un error. Haría mejor si escuchara los consejos de un anciano. ¡Déjelo! En cualquier caso, ya le he borrado. ¡Ji! ¡Ji!

—¿De dónde me ha borrado? —le preguntó Korotkov estupefacto.

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