EL RIO Tú eres, ligero río, el que miro de lejos, en ese continente que rompió con la tierra. Desde esta inmensa llanura donde el cielo aboveda a la frente y cerrado brilla puro, sin amor, yo diviso aquel cielo ligero, viajador, que bogaba sobre ti, río tranquilo que arrojabas hermosas a las nubes en el mar, desde un seno encendido. Desde esta lisa tierra esteparia veo la curva de los dulces naranjos. Allí libre la palma, el albérchigo, allí la vid madura, allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen: allí el árbol celoso que al humano rehusa su flor, carne sólo, magnolio dulce, que te delatas siempre por el sentido que de ti se enajena. Allí el río corría, no azul, no verde o rosa, no amarillo, río ebrio, río que matinal atravesaste mi ciudad inocente, ciñéndola con una guirnalda temprana, para acabar desciñéndola, dejándola desnuda y tan confusa al borde de la verde montaña, donde siempre virginal ahora fulge, inmarchita en el eterno día. Tú, río hermoso que luego, más liviano que nunca, entre bosques felices corrías hacia valles no pisados por la planta del hombre. Río que nunca fuiste suma de tristes lágrimas, sino acaso rocío milagroso que una mano reúne. Yo te veo gozoso todavía allá en la tierra que nunca fue del todo separada de estos límites en que habito. Mira a los hombres, perseguidos no por tus aves, no por el cántico de que el humano olvidóse por siempre. Escuchándoos estoy, pájaros imperiosos, que exigís al desnudo una planta ligera, desde vuestras reales ramas estremecidas, mientras el sol melodioso templa dulce las ondas como rubias espaldas, de ese río extasiado. Ligeros árboles, maravillosos céspedes silenciosos, blandos lechos tremendos en el país sin noche, crespusculares velos que dulcemente afligidos desde el poniente envían un adiós sin tristeza. Oyendo estoy a la espuma como garganta quejarse. Volved, sonad, guijas que al agua en lira convertís. Cantad eternamente sin nunca hallar el mar. Y oigan los hombres con menguada tristeza el son divino. ¡Oh río que como luz hoy veo, que como brazo hoy veo de amor que a mí me llama! NACIMIENTO DEL AMOR ¿Cómo nació el amor? Fue ya en otoño. Maduro el mundo, no te aguardaba ya. Llegaste alegre, ligeramente rubia, resbalando en lo blando del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa me pareciste aún, sonriente, vívida, frente a la luna aún niña, prematura en la tarde, sin luz, graciosa en aires dorados; como tú, que llegabas sobre el azul, sin beso, pero con dientes claros, con impaciente amor. Te miré. La tristeza se encogía a lo lejos, llena de paños largos, como un poniente graso que sus ondas retira. Casi una lluvia fina -¡el cielo, azul!- mojaba tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino de la luz! Tan dorada te miré que los soles apenas se atrevían a insistir, a encenderse por ti, de ti, a darte siempre su pasión luminosa, ronda tierna de soles que giraban en torno a ti, astro dulce, en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso, que empapa luces húmedas, finales, de la tarde, y vierte, todavía matinal, sus auroras. Eras tú amor, destino, final amor luciente, nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso. Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo, alma sólo? ¡Ah, tu carne traslúcida besaba como dos alas tibias, como el aire que mueve un pecho respirando, y sentí tus palabras, tu perfume, y en el alma profunda, clarividente diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz, sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste. En mi alma nacía el día. Brillando estaba de ti; tu alma en mí estaba. Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora. Mis sentidos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros en mi frente piar, ensordeciendo mi corazón. Miré por dentro los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes, y un vuelo de plumajes de color, de encendidos presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía, raudo, loco, creciente se incendiaba y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos de amor, de luz, de plenitud, de espuma. ARCÁNGEL DE LAS TINIEBLAS Me miras con tus ojos azules, nacido del abismo. Me miras bajo tu crespa cabellera nocturna, helado cielo fulgurante que adoro. Bajo tu frente nívea dos arcos duros amenazan mi vida. No me fulmines, cede, oh, cede amante y canta. Naciste de un abismo entreabierto en el nocturno insomnio de mi pavor solitario. Humo abisal cuajante te formó, te precisó hermosísimo. Adelantaste tu planta, todavía brillante de la roca pelada, y subterráneamente me convocaste al mundo, al infierno celeste, oh arcángel de la tiniebla. Tu cuerpo resonaba remotamente allí, en el horizonte, humoso mar espeso de deslumbrantes bordes, labios de muerte bajo nocturnas aves que graznaban deseo con pegajosas plumas. Tu frente altiva rozaba estrellas que afligidamente se apagaban sin vida, y en la altura metálica, lisa, dura, tus ojos eran las luminarias de un cielo condenado. Respirabas sin vientos, pero en mi pecho daba aletazos sombríos un latido conjunto. Oh, no, no me toquéis, brisas frías, labios larguísimos, membranosos avances de un amor, de una sombra, de una muerte besada. A la mañana siguiente algo amanecía apenas entrevisto tras el monte azul, leve, quizá ilusión, aurora, ¡oh matinal deseo!, quizá destino cándido bajo la luz del día. Pero la noche al cabo cayó pesadamente. Oh labios turbios, oh carbunclo encendido, oh torso que te erguiste, tachonado de fuego, duro cuerpo de lumbre tenebrosa, pujante, que incrustaste tu testa en los cielos helados. Por eso yo te miro. Porque la noche reina. Desnudo ángel de luz muerta, dueño mío. Por eso miro tu frente, donde dos arcos impasibles gobiernan mi vida sobre un mundo apagado. |