DESTINO DE LA CARNE No, no es eso. No miro del otro lado del horizonte un cielo. No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos, que aquietan a las aguas feroces que aquí braman. No miro esa cascada de luces que descienden de una boca hasta un pecho, hasta unas manos blandas, finitas, que a este mundo contienen, atesoran. Por todas partes veo cuerpos desnudos, fieles al cansancio del mundo. Carne fugaz que acaso nació para ser chispa de luz, para abrasarse de amor y ser la nada sin memoria, la hermosa redondez de la luz. Y que aquí está, aquí está, marchitamente eterna, sucesiva, constante, siempre, siempre cansada. Es inútil que un viento remoto con forma vegetal, o una lengua, lama despacio y largo su volumen, lo afile, lo pula, lo acaricie, lo exalte. Cuerpos humanos, rocas cansadas, grises bultos que a la orilla del mar conciencia siempre tenéis de que la vida no acaba, no, heredándose. Cuerpos que mañana repetidos, infinitos, rodáis como una espuma lenta, desengañada, siempre. ¡Siempre carne del hombre, sin luz! Siempre rodados desde allá, de un océano sin origen que envía ondas, ondas, espumas, cuerpos cansados, bordes de un mar que no se acaba y que siempre jadea en sus orillas. Todos, multiplicados, repetidos, sucesivos, amontonáis la carne, la vida, sin esperanza, monótonamente iguales bajo los cielos hoscos que impasibles se heredan. Sobre ese mar de cuerpos que aquí vierten sin tregua, que aquí rompen redondamente y quedan mortales en las playas, no se ve, no, ese rápido esquife, ágil velero que con quilla de acero rasgue, sesgue, abra sangre de luz y raudo escape hacia el hondo horizonte, hacia el origen último de la vida, al confín del océano eterno que humanos desparrama sus grises cuerpos. Hacia la luz, hacia esa escala ascendente de brillos que de un pecho benigno hacia una boca sube, hacia unos ojos grandes, totales que contemplan, hacia unas manos mudas, finitas, que aprisionan, donde cansados siempre, vitales, aún nacemos. CIUDAD DEL PARAÍSO
Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. Colgada del imponente monte, apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules, pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, intermedia en los aires, como si una mano dichosa te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes. Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira o brama, por ti, ciudad de mis días alegres, ciudad madre y blanquísima donde viví, y recuerdo, angélica ciudad que, más alta que el mar, presides sus espumas. Calles apenas, leves, musicales. Jardines donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas gruesas. Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas, mecen el brillo de la brisa y suspenden por un instante labios celestiales que cruzan con destino a las islas remotísimas, mágicas, que allá en el azul índigo, libertadas, navegan. Allí también viví, allí, ciudad graciosa, ciudad honda. Allí, donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable, y donde las rutilantes paredes besan siempre a quienes siempre cruzan, hervidores, en brillos. Allí fui conducido por una mano materna. Acaso de una reja florida una guitarra triste cantaba la súbita canción suspendida en el tiempo; quieta la noche, más quieto el amante, bajo la luna eterna que instantánea transcurre. Un soplo de eternidad pudo destruirte, ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un dios emergiste. Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron, eternamente fúlgidos como un soplo divino. Jardines, flores. Mar alentando como un brazo que anhela a la ciudad voladora entre monte y abismo, blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra! Por aquella mano materna fui llevado ligero por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día. Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro. Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas. Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas. HIJOS DE LOS CAMPOS Vosotros los que consumís vuestras horas en el trabajo gozoso y amor tranquilo pedís al mundo, día a día gastáis vuestras fuerzas, y la noche benévola os vela nutricia, y en el alba otra vez brotáis enteros. Verdes fértiles. Hijos vuestros, menudas sombras humanas: cadenas que desde vuestra limitada existencia arrojáis – acaso puros y desnudos en el borde de un monte invisible- al mañana. ¡Oh ignorantes, sabios del vivir, que como hijos del sol pobláis el día! Musculares, vegetales, pesados como el roble, tenaces como el arado que vuestra mano conduce, arañáis a la tierra, no cruel, amorosa, que allí en su delicada piel os sustenta. Y en vuestra frente tenéis la huella intensa y cruda del beso diario del sol que día a día os madura, hasta haceros oscuros y dulces como la tierra misma, en la que, ya colmados, una noche, uniforme vuestro cuerpo tendéis. Yo os veo como la verdad más profunda, modestos y únicos habitantes del mundo, última expresión de la noble corteza, por la que todavía la tierra puede hablar con palabras. Contra el monte que un lujo primaveral hoy lanza, cubriéndose de temporal alegría, destaca el ocre áspero de vuestro cuerpo cierto, oh permanentes hijos de la tierra crasa, donde lentos os movéis, seguros como la roca misma de la gleba. Dejad que, también, un hijo de la espuma que bate el tranquilo espesor del mundo firme, pase por vuestro lado ligero como ese río que nace de la nieve instantánea y va a morir al mar, al mar perpetuo, padre de vida, muerte sola que esta espumeante voz sin figura cierta espera. ¡Oh destino sagrado! Acaso todavía el río atraviese ciudades solas, o ciudades pobladas. Aldeas laboriosas, o vacíos fantasmas de habitaciones muertas: tierra, tierra por siempre. Pero vosotros sois, continuos, esa certeza única de unos ojos fugaces. |