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Por fin, sobre las siete de la mañana, el sol comenzó a iluminar el cielo. Los padres de Ona llegaron minutos más tarde y mi cuñada se marchó con ellos a desayunar, dejándome solo con mi hermano. Hubiera querido acercarme a él y decirle: «¡Eh, Daniel, levántate y vámonos a casa!» y, me parecía tan posible, tan factible, que apoyé varias veces las manos sobre los reposabrazos del sillón para ponerme en pie. Por desgracia, en cada una de esas ocasiones, mi hermano abrió súbitamente los ojos y me espetó tal retahíla de tonterías que me quedé hecho polvo y con el alma en los pies. Poco antes de que Ona y sus padres volvieran, mirando fijamente hacia el techo, empezó a hablar con voz monótona sobre Giordano Bruno y la posible existencia de infinitos mundos en el infinito universo. Observándole con cariño, me dije que su locura, su extraña enfermedad, de alguna manera podía compararse con una de esas páginas de código perfecto que se escriben pocas veces en la vida: ambas contenían una cierta forma de belleza que sólo podía percibirse por debajo de una apariencia ingrata.

Como tenía que pasar por casa antes de ir al aeropuerto, a las ocho, sin haber pegado ojo, me marché del hospital. Estaba cansado y deprimido, y necesitaba desesperadamente una ducha y otra ropa. No me apetecía pasar por el despacho de modo que, en lugar de utilizar uno de los tres ascensores de la empresa, usé el mío particular. Este ascensor, controlado por un ordenador con reconocimiento de voz, sólo tenía tres paradas: el garaje, la planta baja (donde estaban la recepción y el vestíbulo de Ker-Central) y mi casa, situada en la azotea del edificio, rodeada por un jardín de quinientos metros cuadrados protegido por mamparas opacas de material aislante. Aquél era mi paraíso personal, la idea de más difícil realización de todas las que había tenido en mi vida. Para poder construirla hubo que trasladar todos los servicios de refrigeración, calefacción y electricidad a la última planta, la décima, y cubrir el suelo del tejado con capas de impermeabilizante, aislante térmico, hormigón poroso y tierra cultivable. Contraté un equipo de profesionales en paisajismo y jardinería de la Escuela Técnica superior de Arquitectura de Barcelona, y la empresa americana que construyó la vivienda -un chalet de doscientos metros cuadrados, de una sola planta-, estaba especializada en materiales ecológicos, domótica y seguridad inteligente. El proyecto me costó casi lo mismo que el resto del inmueble, pero sin duda valió la pena. Podía afirmar, sin mentir, que vivía en plena naturaleza en el centro de la ciudad.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, me encontré, por fin, en el salón de casa. La luz entraba a raudales por las cristaleras, a través de las cuales vi a Sergi, el jardinero, inclinado sobre los arbustos de adelfas. Magdalena, la asistenta, ya empujaba el aspirador por alguna habitación del fondo. Todo estaba limpio y ordenado, pero la sensación de extrañeza que llevaba dentro de mí se adhería a las paredes y a los objetos con sólo pasarles la mirada por encima. No sentí esa relajante conmoción que me invadía cada vez que llegaba. Ni siquiera el agua de la ducha se llevó por el desagüe la mugre de irrealidad; tampoco el desayuno, ni las conversaciones telefónicas con Jabba y con Núria, mi secretaria, ni el viaje hasta El Prat con las ventanillas del coche bajadas, ni ver a mi madre y a Clifford después de cinco meses, ni, desde luego, volver a contemplar, ahora bajo un sol radiante, la vieja mole de La Custodia, subir sus escalinatas, entrar en uno de los ascensores gigantescos y chirriantes y regresar a la habitación donde estaba mi hermano.

Sobre las doce de la mañana dejé a Ona, a Dani (Proxi lo había llevado a primera hora al hospital) y a los padres de Ona frente al portal de su casa, en la calle Xiprer, y yo regresé a la mía. Por el camino, mi móvil empezó a sonar como cualquier día normal a esas horas. Pero no respondí; me limité a bloquearlo para que sólo pudieran entrar las llamadas de mi familia y las de Jabba, Proxi y Núria. El mundo de los negocios tendría que pararse por un tiempo. Yo era como un procesador tostado por una sobrecarga. Sólo recuerdo que, tras salir del ascensor, solté el equipaje de Clifford y mi madre en el pasillo y que me dejé caer como un fardo sobre la cama.

El teléfono estaba sonando. Yo no me podía mover. Por fin, se interrumpió y volví a dormirme. Instantes después, de nuevo, comenzó a sonar. Una vez, dos, tres… Silencio. Todo estaba oscuro; debía de ser de noche. El maldito aparato insistía. Di un salto en la cama y me quedé sentado, con los ojos muy abiertos. De repente, recordé… ¡Daniel!

– ¡Luz! -exclamé; la lamparilla de la cabecera de la cama se iluminó. El reloj de la mesita indicaba que eran las ocho y diez de la noche-. Y manos libres.

El sistema emitió un chasquido suave para indicarme que acababa de descolgar el teléfono en mi nombre y que ya podía hablar.

– Soy Ona, Arnau.

Estaba aturdido y desubicado. Me froté la cara con las manos y me agité el pelo, adherido como un casco a la cabeza. El resto de luces de la habitación se fueron encendiendo suavemente de manera automática.

– Me he dormido -farfullé a modo de saludo-. ¿Estás en La Custodia?

– Estoy en casa.

– Bueno, pues dame media hora y te recojo. Si quieres, cenamos allí, en la cafetería.

– No, no, Arnau -rehusó rápidamente mi cuñada-. No te llamo por eso. Es que… Bueno, verás, he encontrado unos papeles sobre la mesa de Daniel y… No sé cómo explicártelo. Es muy raro y estoy preocupada. ¿Podrías venir tú a verlos?

Tenía el cerebro abotagado.

– ¿Papeles…? ¿Qué papeles?

– Unas notas suyas. Una cosa muy rara. A lo mejor estoy desvariando pero… Prefiero no contártelo por teléfono. Quiero que tú mismo lo veas y me des tu opinión.

– Vale. Ahora mismo voy.

Tenía un hambre de lobo, así que fui devorando por etapas, mientras me duchaba y me vestía, la cena que Magdalena me había dejado preparada. Estuve dudando mucho rato si ponerme vaqueros como siempre o quizá algún otro pantalón más cómodo para pasar la noche en el hospital. Al final, opté por lo segundo; los vaqueros son casi un estilo de vida, pero, a la hora de la verdad, resultan muy rígidos y, a las cinco de la madrugada, pueden convertirse en perversos instrumentos de tortura. De modo que me puse un jersey, los pantalones negros de uno de mis trajes de negocios y unos viejos zapatos de piel que encontré en el vestidor. Por suerte, todavía no necesitaba afeitarme, así que me recogí el pelo y listo. Saqué una chaqueta del armario, guardé el móvil en uno de los bolsillos, tomé el macuto, metí dentro el ordenador portátil por si esa noche podía trabajar un rato y me fui a casa de mi hermano.

La calle Xiprer era una de esas calles estrechas y arboladas en las que todavía podían encontrarse viejos chalets habitados y el ambiente vecinal de una ciudad pequeña. Había que dar muchas vueltas y subir y bajar muchas cuestas para llegar hasta allí pero, cuando creías que las dificultades habían terminado y que sólo restaba aparcar el coche, descubrías con horror que los vehículos se comprimían de tal manera a ambos lados de la calle que era casi imposible pasar de una acera a otra sin usar un abrelatas. Hubiese sido un milagro que aquella noche la situación fuera distinta, pero, claro, no fue así y terminé haciendo lo mismo de siempre, es decir, subiendo la mitad izquierda del coche a la acera de un chaflán.

La casa de mi hermano estaba en el cuarto piso de un edificio no demasiado antiguo. Yo estaba convencido de que allí habitaba una rama clónica de Jabba procedente de algún misterioso experimento genético porque, siempre que iba, me encontraba en el ascensor con alguna réplica suya casi exacta. No fallaba nunca y el fenómeno llegó a preocuparme hasta el punto de preguntarle a Daniel si también él se había dado cuenta. Mi hermano, obviamente, se había echado a reír y me había explicado que se trataba de una familia muy extensa que ocupaba distintos apartamentos del inmueble y que, efectivamente, todos sus miembros guardaban un cierto parecido con Marc.

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