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– Sí, bueno… -admitió el doctor Hernández-. Últimamente está muy de moda comparar el cerebro humano con el ordenador porque ambos funcionan, digamos, de manera parecida. Pero no son iguales: un ordenador no tiene conciencia de sí mismo ni tampoco emociones. Ése es el grave error al que nos conduce la neurología. -Llor ni pestañeó-. En psiquiatría el planteamiento es totalmente diferente. No cabe duda de que existe un componente orgánico en la ilusión de Cotard, pero también es cierto que sus síntomas coinciden casi por completo con los de una depresión aguda. Además, en el caso de su hermano, no se ha podido verificar esa alteración en el lóbulo temporal izquierdo.

– Sin embargo, como el paciente está a mi cargo -ahora fue Hernández quien no movió ni un músculo de la cara-, he pautado un tratamiento de choque con neurolépticos, Clorpromacina y Tioridacina, y espero poder darle de alta antes de quince días.

– Hay, además, otro problema añadido -recordó el psiquiatra-, y es que Daniel presenta, junto a la ilusión de Cotard, que es lo más llamativo, signos evidentes de una patología llamada agnosia.

Sentí que algo dentro de mí se rebelaba. Hasta ese momento había conseguido convencerme de que todo aquello era algo pasajero, que Daniel sufría una «ilusión» que tenía cura y que, una vez eliminada, mi hermano volvería a ser como antes. Sin embargo, el hecho de que añadieran más enfermedades me producía una dolorosa impresión. Miré a Ona y, por la contracción de su cara, adiviné que estaba tan angustiada como yo. El pequeño Dani, arropado por la manta azul y por su madre, había caído, por fin, en un profundo sueño. Y fue una suerte que estuviera tan dormido porque, en ese momento, mi móvil, que seguía en sus manos, firmemente sujeto, comenzó a emitir las notas musicales que identificaban las llamadas de Jabba. Por fortuna, ni se inmutó; sólo emitió un largo suspiro cuando Ona, tras algunas dificultades, consiguió extirpárselo.

Preguntando por Daniel en urgencias, Jabba y Proxi habían conseguido llegar hasta el vestíbulo que daba entrada a la planta de Neurología. Tras acabar la breve charla, se lo dije a Ona y ésta, incorporándose lentamente, se dirigió hacia la puerta y salió.

– ¿Esperamos a la mujer de Daniel o seguimos? -quiso saber Llor con cierta impaciencia. Su tono me llevó a recordar una cosa que leí una vez: en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba.

– Acabemos de una vez -repliqué, pensando que los antiguos chinos eran realmente muy sabios-. Ya hablaré yo con mi cuñada.

El pequeño doctor tomó la palabra.

– Asociada al síndrome de Cotard, su hermano padece también una agnosia bastante acusada. -Se caló las gafas hasta las cejas y miró intranquilo al neurólogo-. Como le explicaba Miquel… el doctor Llor, la agnosia, una patología mucho más común, aparece, básicamente, en pacientes que han sufrido derrames cerebrales o traumatismos en los que han perdido parte del cerebro. Como ve, éste no es el caso de su hermano ni tampoco el de los pacientes con Cotard y, sin embargo, Daniel es incapaz de reconocer objetos o personas. Para que lo entienda mejor, su hermano, que afirma estar muerto, vive en este momento en un mundo poblado de cosas extrañas que se mueven de manera absurda y hacen ruidos raros. Si usted le mostrara, por ejemplo, un gato, él no sabría lo que le está enseñando, como tampoco sabría que se trata de un animal porque no sabe qué es un animal.

Me pasé las manos por la cabeza, desesperado. Notaba una presión terrible en las sienes.

– No podría reconocerle a usted -continuó explicándome el doctor Hernández-, ni a su mujer. Para Daniel todas las caras son óvalos planos con un par de manchas negras en el lugar donde deberían estar los ojos.

– Lo malo de la agnosia -añadió Llor frotándose repetidamente las palmas de las manos-, es que, como se produce por un derrame o una pérdida traumática de masa, no tiene ni tratamiento ni cura. Ahora bien…

Dejó la frase en el aire, goteando esperanza.

– Las tomografías que le hemos hecho a su hermano revelan que el cerebro de Daniel se encuentra en perfectas condiciones.

– Ya le dije que ni siquiera aparecía la disfunción del lóbulo temporal -apuntó Hernández, exhibiendo por primera vez una leve sonrisa-. Daniel sólo presenta los síntomas, no las patologías.

Lo miré como si fuera idiota.

– ¿Y quiere decirme qué diferencia hay entre sumar dos y dos y aparentar que se suman dos y dos? Mi hermano estaba normal esta mañana, fue a su trabajo en la universidad y volvió a casa para comer con su mujer y su hijo, y ahora está ingresado en este hospital con unos síntomas que simulan un síndrome de Cotard y una agnosia. -Contuve el aliento porque estaba a punto de soltar una retahíla de insultos-. ¡Bueno, ya está bien! Entiendo que ustedes van a hacer todo lo posible por curar a mi hermano, así que no discutiremos sobre este punto. Sólo quiero saber si Daniel volverá a ser el mismo o no.

El viejo Llor, sorprendido por mi súbito arranque de furia, se sintió obligado a sincerarse conmigo como si fuéramos colegas o amigos de toda la vida:

– Mire, por regla general, a los médicos no nos gusta pillarnos los dedos, ¿sabe? Preferimos no dar demasiadas esperanzas al principio por si la cosa no sale bien. ¿Que el enfermo se cura…? ¡Estupendo, somos grandes! ¿Que no se cura…? Pues ya advertimos al principio de lo que podía pasar. -Me miró con lástima y, apoyando las manos sobre la mesa, echó ruidosamente el sillón hacia atrás antes de ponerse de pie-. Le voy a decir la verdad, señor Queralt: no tenemos ni idea de lo que le pasa realmente a su hermano.

En ocasiones, cuando más ajeno estás a todo, cuando menos esperas que ocurra algo que altere tu vida, el destino decide jugarte una mala pasada y te golpea en la cara con guante de hierro. Entonces miras a tu alrededor, desconcertado, y te preguntas por dónde vino el golpe y qué ha pasado exactamente para que el suelo se esté hundiendo bajo tus pies. Darías lo que fuera por borrar lo que ha sucedido, añoras tu normalidad, tus viejas costumbres, quisieras que todo volviera a ser como antes… Pero ese antes es otra vida, una vida a la que, incomprensiblemente, ya no puedes regresar.

Aquella noche, Mariona y yo nos quedamos con Daniel. La habitación era muy pequeña y sólo disponía de un sillón abatible para el acompañante, sillón que, por cierto, estaba tan destrozado que dejaba al aire la gomaespuma del relleno por varios sitios. Sin embargo, era la mejor habitación de la planta y era individual, de modo que todavía teníamos que dar las gracias.

Mi madre llamó al poco de salir de la reunión con Llor y Hernández. Por primera vez en su vida fue capaz de mantenerse callada durante un buen rato y de prestar atención sin interrumpir continuamente para apoderarse del turno de palabra. En realidad, estaba paralizada. No resultó fácil explicarle lo que nos habían dicho los médicos. Para ella, todo lo que no fuera una enfermedad del cuerpo carecía de valor, de modo que tuvo que hacer un gran esfuerzo, despejar su entendimiento y aceptar la idea de que su hijo menor, a pesar de ser un hombretón con una salud de hierro, se había convertido en un enfermo mental. Al final, con voz temblorosa, y después de pedirme infinidad de veces que de ninguna manera le comentara nada a la abuela si me llamaba, me anunció que Clifford ya estaba reservando billetes para el vuelo que salía de Heathrow a las seis y veinticinco de la mañana.

No pudimos descansar en toda la noche. Daniel abría los ojos continuamente y hablaba sin parar con frases largas y bien construidas aunque erráticas, delirantes: a veces, se explayaba disertando sobre temas que debían de ser materia de su asignatura, como la existencia de un desconocido lenguaje primigenio cuyos sonidos eran consustanciales a la naturaleza de los seres y las cosas y, en otras ocasiones, explicaba minuciosamente cómo se preparaba el desayuno por las mañanas, cortando el pan con el cuchillo de mango azul, recogiendo las migas con la mano izquierda, programando el tostador dos minutos y el microondas cuarenta y cinco segundos para calentar la taza de café. No cabía duda de que ambos habíamos salido tan metódicos y organizados como la abuela Eulalia, de quien (a falta de una madre como Dios manda) lo habíamos aprendido casi todo. Pero el argumento favorito de mi hermano era la muerte, la suya propia, y se preguntaba, angustiado, cómo iba a poder descansar si no sentía el peso de su cuerpo. Si le dábamos agua, bebía, pero decía que no sentía la sed porque los muertos no la sienten y, en una ocasión en que rozó el vaso con los dedos, se sorprendió mucho y nos preguntó por qué le colocábamos aquella cosa fría en la boca. Era como un títere desarticulado que sólo quería reposar un par de metros bajo tierra. No sabía quiénes éramos ni por qué nos empeñábamos en acercarnos a él. A veces se nos quedaba mirando y sus ojos parecían tan muertos como los ojos de cristal de un muñeco de juguete.

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