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– ¡La catedral de Tiahuanaco, señores! ¡San Pedro! -nos informó de pronto, mientras pasábamos frente a una pequeña iglesia de estilo colonial con muchas bicicletas aparcadas junto a su verja.

Naturalmente, apenas tuvimos tiempo de echar una ojeada porque, para cuando había terminado de gritar, ya estábamos a bastante distancia. Me hubiera gustado visitarla para comprobar si sus piedras guardaban restos de antiguas tallas tiwanacotas, pero Yonson Ricardo, levantando una gran polvareda de tierra, ya estaba deteniendo el auto frente a una casita color ocre que, con letras blancas pintadas en la fachada, se anunciaba como «Hotel Tiahuanacu». En el muro exterior, se exhibía un gran cartel de Taquiña Export, la cerveza más famosa de Bolivia.

– ¡El mejor restaurant del pueblo!

Cruzando las miradas para comunicarnos discretamente las serias dudas que albergábamos al respecto, descendimos del coche y entramos en el local. Yonson Ricardo desapareció en la cocina del restaurante después de presentarnos a don Gastón Ríos, el propietario del hotel, quien, muy amablemente, nos acompañó hasta una mesa pequeña y nos recomendó la trucha a la plancha. El sol entraba por las ventanas y el salón-comedor estaba bastante lleno de gente que charlaba con mucha animación, produciendo un molesto ruido de fondo que nos obligaba a hablar a gritos.

– Parece que nuestro taxista saca su comisión en la cocina por traer aquí a los turistas -vociferó Proxi, con una sonrisa.

– En este país tienen que espabilarse -dije yo-. Son muy pobres.

– Los más pobres de toda Sudamérica -asintió ella-. Mientras estabais enfermos de soroche, estuve leyendo los periódicos y resulta que más del setenta por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Los gobiernos dictatoriales que tuvieron durante los años setenta dispararon la deuda externa por encima de los cuatro mil millones de dólares, pero lo más fuerte es que ese dinero no se destinó al país, sino que, según un tipo (15) que salía en un artículo, casi las tres cuartas partes fueron depositadas en cuentas personales de bancos norteamericanos. Por lo tanto, desde entonces, los bolivianos pagan más impuestos, han perdido sus trabajos, apenas tienen cobertura sanitaria, no reciben educación, etc., y todo para devolver un dinero que se quedaron cuatro mangantes. Los más pobres de todos, los que viven en la miseria más extrema, son los indígenas, a los que no les queda más remedio que dedicarse al cultivo de la coca para sobrevivir.

(15) Gregorio Triarte, economista, citado en «Bolivia: las consecuencias de la deuda externa», por Marie Dennis. NACLA, North American Congress on Latin America, vol. 31, n.° 3, noviembre/diciembre de 1997.

– ¡Yo es que no lo entiendo! -bramó Jabba, enfadado-. En España pides un préstamo a un banco y te exigen hasta la fe de bautismo de tu madre. Pero cualquier país dirigido por sinvergüenzas pide préstamos multimillonarios al Fondo Monetario Internacional o al Banco Mundial y, oye, sin problemas: aquí están los millones, amigos, para que hagáis lo que os dé la gana. Ahora, eso sí, luego todo el mundo tiene que apechugar para devolverlos aunque sea muriéndose de hambre. ¡Os juro que no lo entiendo!

Indignados y cabreados seguimos dándole vueltas al tema, ideando soluciones que no estaban al alcance de tres miserables individuos perdidos en el mundo y, así, nos comimos sin enterarnos una especie de sopa con unas patatas muy raras y muchas especias. Cuando nos estaban cambiando los platos, poniéndonos delante las truchas, la puerta del comedor se abrió una vez más para dar paso a un numeroso grupo de gente vestida con camisetas, pantalones cortos y recias botas de cuero. Y, sí, la catedrática iba al frente junto a un tipo con la cabeza rapada al cero, gafas y una corta barba grisácea. Iban charlando animadamente, seguidos por una tropa de jóvenes arqueólogos que armaban más escándalo ellos solos que todo el comedor junto. Don Gastón, con una amabilidad que destilaba respeto y devoción se dirigió hacia ellos y les acompañó hasta una gran mesa, al fondo, que parecía estar esperándolos.

Me quedé sin sangre en las venas. Si nos veía, estábamos perdidos. Mis amigos también se habían dado cuenta de su llegada y los tres nos quedamos petrificados como estatuas siguiendo a la catedrática con la mirada. Ella, afortunadamente, no nos había descubierto, distraída como iba por la charla con don Gastón y el calvo. Tomaron todos asiento alrededor de la larga mesa y siguieron montando bulla con gran animación. Parecían contentos.

– No podemos quedarnos aquí -murmuró Proxi.

No conseguimos escucharla.

– ¿Qué dices?

– ¡Que no podemos quedarnos aquí! -gritó.

– Pero tampoco podemos irnos -le advertí-. Si nos levantamos, nos verá.

– ¿Y qué hacemos? -titubeó Jabba.

Pero ya era tarde. Por el rabillo del ojo pude distinguir cómo Marta Torrent pasaba la mirada, abstraída, por todas las mesas del comedor y cómo, bruscamente, la detenía en la nuestra y, luego, en mí, examinándome con atención y cambiando el gesto de la cara de alegre a serio y reconcentrado.

– Me ha visto.

– Joder! -exclamó mi amigo, dando una palmada en la mesa.

No valía la pena seguir comportándonos como criaturas que juegan al escondite. Tenía que afrontar aquella mirada y devolver el reconocimiento, así que giré la cabeza, la observé con la misma seriedad con que ella me examinaba y aguanté el tirón con toda la frialdad del mundo. Ninguno hizo el menor gesto de saludo y ninguno desvió los ojos hacia otro lado. Yo ya conocía su juego, así que, esta vez, no me pilló desprevenido. No sería yo quien retrocediera o se amilanara. Y así estuvimos durante unos segundos que, como en ninguna otra ocasión de mi vida, se me hicieron, de verdad, eternos.

Cuando la situación era ya insostenible, el calvo se inclinó hacia ella y le dijo algo. Sin dejar de mirarme fijamente, la catedrática le respondió y, a continuación, se puso en pie, echando la silla hacia atrás y empezando a recorrer la mesa en sentido horizontal. Venía hacia mí, de modo que también yo, como un espejo, me levanté del asiento, dejé la servilleta arrugada junto a mi plato y avancé. Pero no mucho. No como para encontrarnos a mitad de camino. Era ella quien debía acercarse a mi territorio, así que me detuve a dos pasos, dándoles la espalda a Jabba y a Proxi. Estoy seguro de que ella se dio cuenta de mi intención.

Mis amigos habían acertado de lleno cuando la reconocieron en la excavación de Puma Punku y fui yo quien se equivocó, bloqueado por una idea preconcebida sobre cómo debía ser y vestir aquella mujer. Lamentablemente, con su nuevo aspecto parecía mucho más humana y joven, mucho más persona, y eso me fastidiaba. Por suerte, seguía contando con esa mirada de hielo que me devolvía la tranquilidad al sentir que reconocía al enemigo. Llevaba el pelo blanco revuelto, con la marca circular del sombrero, y sus ropas de trabajo le quitaban, de golpe, casi diez años de encima. Aquella sorprendente transformación no me pasó inadvertida, sobre todo porque ya la tenía frente a mí, a muy poca distancia. Debíamos de ofrecer una imagen curiosa porque su cabeza me llegaba, exactamente, a la altura del cuello, a pesar de lo cual no daba la impresión de ser más baja que yo. Tal era la fuerza que desprendía.

– Sabía que le vería por aquí muy pronto, señor Queralt -entonó con su grave y hermosa voz a modo de saludo.

– Y yo estaba seguro de encontrarla en cuanto viniera a Tiwanacu, doctora Torrent.

Permanecimos callados unos instantes, observándonos con desafío.

– ¿Por qué está aquí? -quiso saber, aunque no parecía albergar ninguna duda al respecto-. ¿Por qué ha venido?

– Ya sé que a usted le da lo mismo -repuse, cruzando los brazos sobre el pecho-, pero, para mí, mi hermano es la persona más importante del mundo y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ayudarle.

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