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– Muy bien -empecé a decir, lleno de una nueva energía-. Vamos a dividirnos. Se supone que por aquí tienen que estar las señales que nos indicarán la entrada a las chimeneas.

– La Puerta es el centro -indicó Jabba subiendo los escalones y poniéndose frente a ella al tiempo que abría los brazos y tocaba las jambas con las manos-. Si la pirámide de tres pisos es cuadrada, como leímos, y las chimeneas son dos, como aparece reflejado en el pedestal del dios Thunupa, debemos suponer que la orientación la marca esta puerta. O sea que tú, Root, vete hacia la derecha -y con la mano derecha me señaló la dirección- y tú, Proxi, vete hacia la izquierda.

– Oye, guapo -protestó ella, poniendo los brazos en jarras-, ¿y qué se supone que vas a hacer tú?

– Vigilar por si viene la catedrática. ¡No querréis que nos pille!, ¿verdad?

– ¡Vaya morro que tienes…! -exclamé muerto de risa mientras comenzaba a caminar en línea recta desde el lado derecho de la Puerta de la Luna, hacia el este.

– ¡No lo sabes tú bien! -gritó Proxi, alejándose en dirección contraria.

Me interné en la maleza, que me llegaba hasta las rodillas, con una molesta sensación de aprensión. Mi hábitat natural era la ciudad, con su contaminación, su cemento y su ajetreo, y mi suelo habitual, el asfalto. El profundo silencio de fondo y el constante canto de las cigarras que atacaban mis oídos no me sentaban bien, como tampoco caminar por el campo pisoteando matojos en los que se advertía la alarmante presencia de bichos desconocidos. Nunca fui un niño que coleccionara escarabajos, gusanos de seda o lagartijas. En mi actual casa de Barcelona no entraba ni una mosca, ni una hormiga, ni ninguna otra clase de insecto, y eso a pesar del jardín, ya que Sergi llevaba buen cuidado en evitarlo. Yo era un urbanícola acostumbrado a respirar contaminación y aire acondicionado, a conducir un buen coche por calles atestadas y a comunicarme con el mundo a través de las tecnologías más avanzadas, de modo que la naturaleza en vivo no resultaba saludable para mi cuerpo. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo Arquímedes; dadme a mí una pista de fibra óptica y un ordenador y desafiaré al mundo o lo cambiaré de arriba abajo, pero no me hagáis caminar por el campo como Heidi porque me sentiré enfermo.

Pues bien, allí estaba yo, arrastrándome entre hierbajos con el espinazo doblado como un esclavo recolector de algodón y separando los matorrales con las manos desnudas para poder examinar el suelo de tierra en busca de algo que se pareciera a un casco de guerrero, un animal extraterrestre o una nave espacial. Vaya tela.

– ¡Te estás torciendo, Arnau! -me gritó Jabba-. ¡Gira un poco a la derecha!

– Ya podías estar tú aquí, capullo… -mascullé con los dientes apretados, haciendo lo que me decía.

Avanzaba paso a paso, muy despacio, esquivando los cantos de piedra que salpicaban el terreno y que se ocultaban en la maleza, intentando que las descomunales hormigas no me mordieran los dedos.

Habría recorrido apenas unos treinta metros cuando escuché una exclamación a mi espalda y me giré para ver como Jabba descendía velozmente los escalones y echaba a correr en dirección a Proxi. No lo pensé dos veces y también yo eché a correr como un loco con la esperanza de que a ella no le hubiera pasado nada y de que todo aquel alboroto estuviera motivado porque habíamos encontrado una de las entradas. Cuando les alcancé, Proxi estaba inclinada, con una rodilla en el suelo, limpiando con la mano lo que parecía una pequeña placa conmemorativa, una de esas que tienen un texto rimbombante grabado en la piedra. Jabba hincó también la rodilla en tierra y yo hice lo mismo, resoplando por el esfuerzo de la carrera. Allí estaba, en el centro de la plancha, nuestro casco de guerrero o nave espacial, el mismo dibujo que aparecía en la pirámide de tres pisos a los pies de Thunupa. Si no hubiéramos sabido que todo aquello obedecía a un propósito estratégicamente ideado quinientos o seiscientos años atrás, la placa nos hubiera parecido uno de tantos fragmentos de piedra de los que alfombraban Taipikala. Sin embargo, a pesar de sobresalir apenas del suelo y de estar oculta por la maleza y cubierta por tierra roja y broza, era, ni más ni menos, la cerradura que nos permitiría (o impediría) descender hasta la cámara de los yatiris.

– Bueno, y ahora ¿qué? -pregunté, limpiando también la piedra con la palma de la mano.

– ¿Intentamos levantarla? -propuso Jabba.

– ¿Y si nos ve alguien?

– Proxi, vigila.

– ¿Por qué yo? -objetó ella, poniendo cara de mosqueo.

– Porque levantar piedras -le explicó Jabba, con un tono que sonaba paternal- es un trabajo de hombres.

Ella se incorporó despacio y, mientras se sacudía las manos en el pantalón, murmuró:

– Mira que sois idiotas.

Jabba y yo empezamos a tirar de la placa hacia arriba, cada uno por un lado, pero aquel pedrusco, obviamente, no se alzó ni un milímetro.

– ¿Idiotas…? -farfullé, cogiendo impulso de nuevo y estirando-. Idiotas, ¿por qué?

El segundo envite tampoco sirvió de nada, así que, los dos a una, empezamos a empujar hacia un lado, para ver si conseguíamos moverla ya que, a lo mejor, no era muy profunda.

– Porque una clave secreta puede descubrirse empleando la fuerza bruta, como hicimos con la clave del ordenador de Daniel, pero un código sólo puede entenderse usando la inteligencia. Y no necesito recordaros que los yatiris trabajaban con código, listillos. Se trata de un lenguaje, y los idiomas no se aprenden memorizando millones de palabras al azar pensando que, entre ellas, están las de la lengua que queremos aprender, que es lo que, en resumidas cuentas, estáis haciendo vosotros dos en este momento.

Un tanto deslomado, me incorporé para mirarla, llevándome las manos a los riñones.

– ¿Qué quieres decir con todo ese rollo?

– Que dejéis de hacer el burro y empecéis a utilizar los cerebros.

Bueno, tenía sentido. Toda aquella historia era un juego de luces y sombras de modo que, efectivamente, emprenderla a lo bestia contra la placa podía no servir de nada.

– ¿Y cómo la abrimos? -pregunté. Jabba se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como un buda barrigón.

– No lo sé -murmuró Proxi, frunciendo el ceño y fotografiando la placa desde varios ángulos con su cámara-, pero todo está en la Puerta del Sol, así que sería buena idea que volviéramos a examinarla. Tiene muchos detalles a los que todavía no hemos prestado atención.

– El problema es que son casi las horas catorce -dije mirando mi reloj.

Los tres nos quedamos en silencio, pensativos.

– Y yo tengo un hambre terrible -anunció Jabba, como si eso fuera una novedad.

– Vámonos -resolvió Proxi-. Le diremos a Yonson Ricardo que nos lleve a comer a algún sitio cercano y volveremos esta tarde.

Me incliné para echar sobre la placa la tierra que habíamos quitado, con el fin de ocultarla, y Marc arregló la maleza a guantazos. Después emprendimos el camino hacia la salida.

– ¿Os dais cuenta de que se va cumpliendo todo lo que descubrimos en Barcelona? -preguntó Proxi con un deje de íntima satisfacción mientras pasábamos frente a la taquilla de boletos.

No le respondimos. Tenía razón y era una sensación fantástica.

Allí mismo nos estaba esperando Yonson Ricardo, con una amplia sonrisa en la boca, apoyado contra una de las puertas de su radio-taxi. Desde luego podía estar contento porque, sin hacer prácticamente nada, ese día iba a ganar un montón de dinero. Así que, cuando le dijimos que nos llevara a comer cerca de allí porque queríamos regresar por la tarde, se le iluminó la cara.

Conduciendo como un loco, para variar, nos llevó hasta el pueblo de Tiahuanaco, a escasos minutos de las ruinas, y lo cruzó como una exhalación. El pueblo era bonito, de casas bajas y aspecto limpio y agradable. Las vendedoras aymaras, con sus voluminosas polleras multicolores, sus mantas con flecos y sus largas trenzas negras saliendo de debajo de sus bombines, menudeaban por las calles vendiendo ajíes secos, limones y papas moradas. Según nos explicó Yonson Ricardo, si las mujeres aymaras llevaban el bombín ladeado significaba que estaban solteras y si lo llevaban bien puesto sobre la cabeza era porque estaban casadas.

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