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(13) Moneda nacional de Bolivia.

– ¿Ésos eran -se atrevió, por fin, a comentar Proxi, muy extrañada- los famosos sonidos naturales?

Los tres íbamos bien enfundados en nuestras chaquetas y abrigos, porque mientras que en España el verano estaba dando sus primeros pasos con un tiempo magnífico, allí, en el hemisferio sur, daba comienzo el crudo invierno de la estación seca.

– No cabe duda de que sí lo eran -murmuré, pisando con cuidado el suelo de adoquines. Por la angosta calle, llena de gente, sólo circulaban algunas motocicletas a paso de tortuga. La Paz era una ciudad de muros ocres y marrones sobre los que se superponían los vistosos colores de los ponchos, las polleras, los sombreros y las mantas de los aymaras. En todas las calles, las casas bajas tenían balconcillos enrejados, llenos de macetas con flores y ropa puesta a secar.

– El lenguaje original -masculló Jabba, mirando hacia delante con determinación-. El posible lenguaje de Adán y Eva cuyos sonidos son los de la naturaleza y están formados por los mismos elementos que los seres y las cosas. ¡Pues vaya materia prima si el resultado es éste!

– Parece increíble que aquel tipo pudiera producir tales silbidos y detonaciones con la boca y la garganta -añadí admirado-. Y, encima, se supone que son palabras con sentido. ¡Menudo galimatías!

– Pues lo siento por vosotros -comentó la mercenaria mientras se acercaba a uno de los puestos-, pero ese galimatías es la lengua más perfecta del mundo, sea o no la de Adán y Eva, y es el auténtico código de programación que contiene los secretos de los yatiris.

El vendedor del puestecillo callejero, que había escuchado las últimas palabras de Proxi, se emocionó visiblemente y comenzó a gesticular con entusiasmo:

– Oigan, ¿se fijaron en estos bellos productos? Yo soy yatiri y puedo ofrecerles los mejores fetos de llama y los más eficaces amuletos. Miren, miren… ¿Quieren hierbas medicinales?, ¿bastones de Viracocha?, ¿hojas de coca? Se los puedo asegurar: no las hay mejores en todo el mercado.

– ¿Usted es yatiri? -le preguntó Proxi, poniendo cara de boba.

– ¡Claro que sí, señorita! Éste es el Mercado de los Brujos, ¿no es cierto? Todos aquí somos yatiris.

– Creo que deberíamos adquirir unas cuantas guías turísticas de Bolivia -me susurró Jabba en la oreja-. O estamos más perdidos que un pulpo en un garaje o aquí hay algo que huele a chamusquina.

– No hemos venido de turismo -repuse, frotándome la helada nariz-. Estamos aquí para entrar en la cámara secreta de Lakaqullu.

Mientras hablaba, estuve a punto de comprarle al «yatiri» un bastón de Viracocha, no tanto por afán investigador como por llevarle un regalo a mi sobrino cuando volviéramos a casa. Los bastones de Viracocha eran una triste reproducción en madera de los báculos del Dios de la Puerta del Sol pintados de colorines chillones y con borlas de lana de llama colgando de uno de sus extremos. No lo hice porque pensé que Ona me tiraría de cabeza por el hueco de la escalera si le daba a su hijo el arma perfecta para destrozarle la casa.

– Vale. Nada de turismo. Pero te advierto que, mientras tanto, estamos haciendo el ridículo.

En una terminal de buses, como allí llamaban a las casuales paradas de las viejas movilidades, o furgonetas para el transporte urbano, encontramos una caseta de información turística y nos hicimos con un plano de la ciudad y algunos folletos informativos, pero no tardamos mucho en darnos cuenta de que el plano resultaba bastante inútil si las calles no exhibían los rótulos con sus respectivos nombres y que los folletos apenas aportaban datos sobre lo que teníamos delante y mucho menos sobre algo tan necesario como un buen restaurante para comer o cenar. Pese a ello, en una reseña descubrimos algunos datos sobre el Mercado de los Brujos, donde al parecer habíamos estado, en el que los yatiris, «nombre aymara de los curanderos» según el folleto, vendían productos tradicionales para la salud y la suerte. De modo que, al borde de la depresión, decidimos disfrutar un rato más del paseo por aquel laberinto de callejuelas empedradas de inconfundible aire colonial, abarrotado de elegantes edificios y numerosas iglesias de estilo barroco andino llenas de curiosos motivos incas bastante paganos.

Conseguimos cenar, por fin, en el bar de un viejo hotel llamado París, situado en una esquina de la plaza Murillo, y nos pusimos ciegos de todo lo que nos sirvieron, que era mucho y muy picante: empezamos con una sopa de choclo (maíz), yuca y quinoa que no podía estar mejor y, luego, seguimos con el plato llamado Paceño que tenía papas, habas y queso, y con una Jakhonta de carne que Proxi y yo apenas pudimos probar y de la que dio buena cuenta, sin cortarse un pelo, un Jabba completamente recuperado y con hambre de tres días. La mesera que nos atendió -así llamaban a las camareras; y, a los camareros, garsones-, y que se presentó a sí misma como Mayerlin, nos recomendó visitar una peña cercana, La Naira, en la calle Jaén, donde podríamos tomar unos matesitos antes de retirarnos y escuchar a Enriqueta Ulloa, una famosa cantante aymara, y al grupo Llapaku, el mejor en cuestiones de música folclórica andina.

En la calle, aún colmada de gente, se oía un tumulto de voces en castellano y aymara, y, sobrepasándolo, los gritos de los niños boleteros, recitando el largo recorrido de las movilidades de transporte, de cuyas puertas desvencijadas se sujetaban peligrosamente colgando por el exterior, aunque a nadie parecía preocuparle su seguridad. Los comerciantes de los mercadillos populares que antes habíamos atravesado se retiraban ya para sus hogares, cargados con bultos a la espalda que fácilmente les doblaban o triplicaban en peso. Era un mundo extraño donde no se veía a la gente hablando sin parar por el teléfono móvil, ni corriendo con prisas de un lado para otro, ni tampoco desviando las miradas si, por casualidad, se cruzaban con las nuestras. No, allí te miraban fijamente y te sonreían, dejándote cortado y fuera de juego. A veces, aquello que convierte a las cosas en sorprendentes no es tanto lo que se ve, por muy distinto que sea del paisaje habitual, como lo que se percibe inconscientemente a través de los otros cuatro sentidos, y todas las señales que nosotros recibíamos nos indicaban bien a las claras que estábamos en un universo diferente y en otra dimensión.

En la peña La Naira, llena hasta los topes, disfrutamos, en un ambiente cargado, de la hermosa música que Llapaku interpretaba con instrumentos típicos de las cumbres de los Andes (el charango, el siku de doble fila de cañas, los tambores…) y de las canciones de Enriqueta Ulloa, que tenía una voz realmente prodigiosa, vibrante y llena de armónicos. Con pena, nos marchamos pronto porque, al día siguiente, teníamos que madrugar, pero llegamos al hotel bastante animados y cargados de energía para afrontar lo que se nos avecinaba.

Siguiendo las indicaciones de uno de los gerentes del hotel, nos levantamos a las seis de la mañana (aún noche cerrada) para estar listos alrededor de las siete y coger un taxi particular hasta Tiwanacu. El problema de los taxis en La Paz es que son colectivos, es decir, que actúan como pequeños autobuses. Para evitarlo, hay que llamar a alguna compañía de radio-taxi y advertir desde el principio que estás dispuesto a pagar los bolivianos que te pidan con tal de que no te metan a nadie en el hueco de al lado. El hecho de ir en taxi hasta las ruinas también tenía su peculiar explicación: los, llamémosles, autobuses que hacían el recorrido de setenta kilómetros eran, en realidad, viejos y potentes camiones en los que se viajaba en compañía de personas, productos del mercado y animales, todos amontonados en el mismo y reducido espacio. Pero si creímos que por viajar en vehículo privado iríamos como en nuestros coches por Barcelona, nos equivocamos por completo: la carretera era estrecha y llena de baches y nuestro conductor se empeñó en adelantar peligrosamente a cualquiera que se nos pusiera por delante, sin importarle que estuviéramos en plenas pendientes altiplánicas ni que las ruedas rechinaran en las curvas contra el borde mismo del pavimento. Tardamos casi dos horas en llegar a Tiwanacu y, cuando descendimos del taxi, teníamos los músculos agarrotados por el pánico y los cerebros entumecidos.

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