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– No, nunca le ha pasado nada -me aclaró-. El miedo a volar no tiene necesariamente un motivo. Puede tenerlo, por supuesto, pero en realidad es un trastorno de ansiedad. Jabba no puede controlarlo. Creo que es mejor que dejes de preocuparte por él, Root, no vas a curarle.

– Pero… Mírale -susurré en su oreja para que el interesado no me escuchara-. Parece un muerto viviente. ¡Y lleva así desde que salimos de El Prat esta mañana!

– Hazme caso, Arnau -me ordenó-. Déjale. No hay nada que pueda aliviarle. Él está convencido de que avión es sinónimo de muerte y se ve continuamente a sí mismo, y a mí, en esos últimos minutos de pánico mientras caemos al vacío en vertical hasta explotar contra el suelo. Cuando lleguemos a Bolivia se le pasará.

– El mono loco -murmuré.

– ¿Qué dices?

– Leí una vez que los antiguos griegos llamaban así a la imaginación desbocada, esa que provoca fantasías que nos aceleran el corazón y nos obsesionan destructivamente.

– Sí, es una buena definición. Me gusta. El mono loco -repitió, mientras se sujetaba a una de las barras verticales del autobús, que ya estaba completamente lleno. El vehículo arrancó y cruzó las grandes pistas diáfanas bajo una luz que ya era de atardecer. Disponíamos de poco más de una hora antes de nuestro próximo y último vuelo.

– Debería llamar a mi abuela -dije pensativo-. No he podido despedirme y quiero saber cómo está Daniel.

– En España ya es más de medianoche, Root-me dijo ella echando una ojeada a su reloj de pulsera.

– Lo sé, por eso precisamente voy a llamarla. Ahora estará en el hospital, leyendo.

– O durmiendo.

– O charlando en el pasillo con alguien de su quinta, que será lo más probable.

– Estoy mareado -comentó en ese momento Jabba, sorprendiéndonos.

– Es puro agotamiento -le dijo Proxi, pasándole una mano por la cara.

Después de una hora y media en un bar sin que nos llamaran a embarcar hacia Bolivia, nos acercamos hasta uno de los mostradores de información para preguntar qué estaba pasando. Y menos mal que lo hicimos, porque, de otra manera, no nos hubiéramos enterado de que el avión de la Taca Airlines que debía llevarnos hasta La Paz sufría un retraso de dos horas por problemas técnicos desconocidos. Durante ese tiempo aproveché para charlar con mi abuela, que me contó que Daniel se encontraba igual que siempre, sin variaciones para bien ni para mal y que iban a cambiarle otra vez el tratamiento. Se mostró muy interesada por mi estado de salud porque notó mi respiración fatigosa, y cuando le conté que Jabba se encontraba mal porque sufría de miedo a volar y que estaba bastante mareado por la tensión nerviosa, se alarmó sobremanera:

– ¡Dios mío, y aún no habéis llegado a La Paz! -exclamó preocupada-. Acércate ahora mismo a cualquier mostrador y pide oxígeno para los dos -ordenó.

– Pero, ¿qué tonterías estás diciendo, abuela?

– ¡El soroche, Arnauet, el soroche, que es muy malo! Te lo digo yo, que lo he pasado varias veces. Haced el favor de caminar muy despacito y de respirar muy lentamente. Y bebed agua sin parar, ¡dos o tres litros cada uno, como mínimo!

¿Cómo no se nos había pasado por la cabeza el maldito soroche? ¡Por las prisas! Era de sentido común recordar que, cuando se viaja a un país andino, se sufre el desagradable mal de altura por falta de oxígeno en el aire, que es muy pobre. Lo raro era que Jabba subía montañas de tres mil metros casi todos los fines de semana, aunque, claro, estaba hecho un asco con lo de los aviones.

– Si te da vergüenza pedir el oxígeno -concluyó ella-, en cuanto lleguéis a La Paz tomaros una infusión de coca. Mate de coca le llaman ellos, como los argentinos. Ya verás como os sentís mejor inmediatamente.

Aunque sabía que a ella le daría lo mismo, me abstuve de hacerle ningún comentario sarcástico porque preferí no imaginar a mi santa abuela ingiriendo alcaloides.

Por fin, cerca de la medianoche en Bolivia, aterrizamos en el aeropuerto de El Alto, en La Paz. El nombre era muy apropiado porque se encontraba a más de cuatro mil metros de altitud y, como consecuencia, el frío era mucho más que insoportable y nuestras ropas resultaban, a todas luces, grotescamente insuficientes. Hacía casi veinticuatro horas que habíamos salido de Barcelona y, sin embargo, para nosotros seguía siendo el mismo día, el miércoles, 5 de junio. Durante el último vuelo nos habían informado puntualmente de los efectos del mal de altura y nos explicaron los remedios para combatirlo, que eran los mismos que me había dicho mi abuela. Pero, mientras viajábamos en un radio-taxi particular hacia el hotel, situado en el centro de la ciudad -curiosamente, en la calle Tiahuanacu-, nuestro estado comenzó a volverse alarmante: nos sentíamos mareados, con sudores fríos, dolor de cabeza, zumbidos en los oídos y taquicardias. Por fortuna, en cuanto cruzamos la puerta del hotel se hicieron cargo de nosotros entre sonrisas amables y gestos de comprensión.

– Ahorita mismo sube el doctor a verles -nos dijo el recepcionista- y el servicio de habitaciones les llevará unos matesitos de coca. Ya verán qué bien. Y, si me permiten, les voy a dar este consejo que decimos a todos los extranjeros: «Comer poquito, andar despacito y dormir sólito.» Que disfruten su visita a La Paz.

Pese a lo que pueda parecer, los bolivianos no tenían un acento excesivamente recargado. Me sorprendió porque yo esperaba algo más fuerte, pero no fue así. Por supuesto, hablaban con giros, expresiones y un seseo peculiar, pero no sólo no resultaba chirriante sino que estoy por afirmar que era, incluso, más suave que la entonación canaria, por ejemplo, a la que estamos tan acostumbrados. Al poco, ni siquiera me daba cuenta de ello y, curiosamente, nosotros mismos desarrollamos una cadencia especial, catalano-boliviana, que nos acompañó durante mucho tiempo.

Es cierto que el áspero mate de coca y el Sorochipil, las pastillas que nos recetó el médico del hotel, paliaban los desagradables síntomas, pero no consiguieron revitalizarme lo suficiente como para hacerme salir de la habitación hasta dos días después. El cuerpo me pesaba como si fuera de plomo y respirar era un esfuerzo agotador. Mi abuela me llamaba con frecuencia para saber cómo estaba, pero apenas podía responderle más que con gemidos ahogados. Proxi, que se recuperó pronto, venía a verme a menudo y me contaba que Jabba dormía tan profundamente que no conseguía despertarle ni echándole agua en la cara. Lo único que puedo decir es que, desde el lecho del dolor, yo comprendía muy bien a mi colega, al que me sentía hermanado en la distancia. Al menos, aquellos dos días sirvieron para adaptarnos al cambio de horario y para que Jabba olvidara el mal trago del viaje.

El viernes, por fin, pudimos salir a dar una vuelta por la tarde. La Paz es una ciudad tranquila, en la que apenas existe otra delincuencia que los pequeños hurtos a turistas despistados, de modo que, con nuestra documentación y dinero a buen recaudo en bolsillos interiores, deambulamos tranquilamente por las calles del centro, disfrutando de un entorno tan distinto al nuestro y tan lleno de olores y colores diferentes. Allí el ritmo general era lento (quizá por la falta de oxígeno, quién sabe), y la vida transmitía una sensación de calma completamente desconocida. Casi desde cualquier calle podían verse, al fondo, las lejanas y altas montañas nevadas que rodeaban la hondonada en la que había sido construida La Paz. Según nos habían dicho en el hotel, la población era mayoritariamente india, sin embargo, en las calles que recorrimos también abundaban los blancos y los cholos (mestizos), pero nuestra sorpresa fue tremenda cuando caímos en la cuenta de que aquellos a quienes allí llamaban indios, sin más, no eran otra cosa que aymaras de pura cepa, descendientes de los antiguos dueños y señores de todas aquellas tierras, poseedores de una lengua prodigiosa que, de manera increíble, era despreciada como signo de analfabetismo e incultura. Nos costó bastante asimilar estas absurdas ideas y nos quedábamos absortos mirando a cualquier vendedor callejero de piel oscura y pelo negro-azulado, o a cualquier chola vestida con su amplia pollera y su bombín inglés, como si fueran auténticos yatiris de Taipikala. Tan entusiasmado estaba que me acerqué a uno de los que se parapetaba tras una mesa de objetos para turistas y le pedí que nos dijera algunas frases en aymara. El hombre no pareció entenderme bien al principio pero, luego, en cuanto vio los billetes de bolivianos (13), se lanzó a recitar una especie de poesía que, por supuesto, no comprendimos ni falta que nos hizo porque, ¡por fin!, estábamos oyendo hablar aymara, el auténtico aymara, y era la lengua más endiabladamente escabrosa que había escuchado en mi vida: sonaba como los tambores de Calanda pero sin ritmo, a golpes irregulares, con extrañas aspiraciones y gorgoteos de aire en algunas sílabas, chasquidos de lengua y emisiones explosivas de sonidos desde la garganta o la boca. Por unos segundos nos quedamos sin reacción, incrédulos ante aquella catarata de efectos acústicos inverosímiles y, cuando reaccionamos, fue para despedirnos del vendedor, que nos dejó ir con un amable ¡Jikisinkama! (algo así como «¡Hasta la vista!»), y para seguir nuestro paseo por las inmediaciones de la iglesia de San Francisco con la sensación de estar de nuevo bajo los efectos del soroche. A nuestro alrededor, los cuentacuentos narraban sus fábulas en el centro de los pequeños círculos de oyentes que se detenían a escucharlos y los puestos de telas, objetos mágicos, collares, figuritas y gorros de alpaca atraían a un número cada vez mayor de compradores locales y turistas como nosotros.

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