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(12) Así llamaban los incas a los españoles, por su parecido físico con el dios Viracocha.

– En esta magnífica época -comenté, al hilo de mis pensamientos- debió de ser cuando Pedro Sarmiento de Gamboa se encontró con los yatiris en El Collao, en la zona de Tiwanacu. Estamos hablando, por lo tanto, del año 1575.

– Cuarenta años después de que Pizarro matara al último Inca en Cajamarca y conquistara el imperio -dijo Proxi.

– Exacto.

Pero, aún peor que la esclavitud, las torturas y la nueva religión fueron las fiebres ponzoñosas que empezaron a diezmar a la población tras la llegada de los conquistadores. Por donde estos pasaban, los naturales morían a miles, atacados por unas misteriosas enfermedades que los yatiris no habían visto antes y no podían curar. También ellos empezaron a morir y, entonces, antes de que ya no quedara nadie que conservara la antigua sabiduría, decidieron seguir adelante con el propósito que los había animado a salir de Taipikala y, un día, simplemente, se marcharon. Nadie sabía adónde, pero un par de poemas de pocos versos expresaban la alegría de los aymaras porque habían logrado ponerse a salvo.

Y eso era todo. Daniel ya no había añadido nada más. Buscamos y rebuscamos en el disco duro por si quedaba más información, pero no encontramos ningún otro documento significativo. Ni siquiera dimos con la transcripción de la maldición hecha por «JoviLoom», lo cual nos sorprendió bastante.

– ¿Sabéis lo que me explicaba mi madre cuando yo era pequeño? -nos preguntó Jabba a Proxi (que seguía a lo suyo) y a mí-. Que nosotros no habíamos sido tan bestias con los indios de Sudamérica como los ingleses con los de Norteamérica; que lo único que habíamos hecho era tener hijos mestizos y que, por eso, en el norte, que los mataban, no quedaban más que unos pocos en las reservas mientras que en el sur vivían felizmente como buenos cristianos en sus propios países.

Aunque la madre de Jabba era madrileña, la mía también me había contado la misma película cuando yo tenía pocos años. Esa peregrina idea de nuestras madres era, sin duda, el resultado de los planteamientos hispanistas y católicos de la época franquista. Debía de haber sido un argumento repetido hasta la saciedad durante mucho tiempo para acallar nuestras conciencias. Si los ingleses eran peores que nosotros, entonces los españoles no éramos tan malos; podíamos, incluso, y por comparación, ser hasta buenos y haberlo hecho de maravilla. Cataluña no participó junto a Castilla en la conquista de América -el reino de Castilla, lógicamente, quería toda la riqueza, ya que había descubierto el continente-, pero desde el principio, desde el segundo viaje de Colón, los catalanes, aragoneses y valencianos viajamos a las Indias y nos establecimos allí.

– ¿Qué dices de toda esta historia de los yatiris, Jabba? -le pregunté, alisándome la perilla con la mano.

– No sé, no sé, es… -Se quedó pensativo un momento y, luego, enarcó las cejas, asustado-. ¡Un momento! ¿No tendremos que ir a Tiwanacu para buscar la Pirámide del Viajero, verdad?

A mí ni se me había pasado por la cabeza.

– Pues, ahora que lo dices… -repuse.

Su rostro se ensombreció. La perspectiva de coger un avión le paralizaba. Volaba, desde luego; viajaba a cualquier parte del mundo sin negarse ni poner trabas, pero con el absoluto convencimiento de que iba a morir, de que no volvería a pisar tierra firme. Para él, cada viaje en avión era una aceptación resignada de la muerte.

– Deberíamos estudiar a fondo Tiwanacu -propuso- y localizar la Pirámide del Viajero. ¡Lo mismo la abrieron hace siglos y hoy ya no contiene nada!

– Lo mismo.

Proxi carraspeó de forma sonora y contundente.

– ¿Cuántos mapas de Tiwanacu queréis? -dijo.

– ¿Cuántos tienes? -le pregunté, inclinándome sobre el teclado de mi ordenador. Jabba hizo lo mismo con otra de las máquinas.

– Tres o cuatro bastante aceptables. El resto no vale nada.

– Lánzalos por la impresora.

– Deja que primero los retoque un poco. Son bastante pequeños y de baja resolución.

– Yo leeré todo lo que haya sobre Tiwanacu -le indiqué a Jabba-. Tú busca por Tiahuanacu, Tiahuanaco y el resto de variaciones posibles.

– Yo os ayudaré -apuntó la mercenaria.

La impresora láser estaba escupiendo los pedazos del segundo mapa cuando Magdalena nos avisó de que la comida estaba lista. Llevábamos un par de días frenéticos y todavía teníamos un trabajo impresionante por hacer: la búsqueda de Tiwanacu en internet me había proporcionado más de tres mil trescientos documentos para revisar y Jabba y Proxi no habían tenido mejor suerte. O empezábamos a aplicar filtros o nos haríamos viejos en el intento. Pero, antes que cualquier otra cosa, había que comer.

Con el café ardiendo en las tazas volvimos al estudio, sabiendo que nos esperaba una tarde muy larga por delante. Regresamos a nuestros años de colegio haciendo trabajos manuales para recomponer los mapas con pegamento y cinta adhesiva y, una vez restaurados, los sujetamos con chinchetas a las paredes para hacernos una mejor idea de lo que era el conjunto arqueológico. Apiñados en el centro, con el norte hacia arriba y el sur hacia abajo, había tres monumentos principales: el más importante del recinto, el más colosal y majestuoso, era Akapana, una gigantesca pirámide de siete escalones con una base de cerca de doscientos metros de largo y algo menos de ancho, de la que actualmente no quedaba casi nada, apenas el diez por ciento de las piedras originales. Según los expertos, había servido como depósito de agua y materiales, y también para celebrar ritos de carácter religioso, aunque en otros lugares leímos que su función principal fue la de observatorio astronómico. Recientemente, los arqueólogos habían descubierto en su interior una compleja red de extraños canales zigzagueantes que habían sido definidos como vulgares cañerías, aunque, claro, volvía a ser sólo una hipótesis. En un primer momento creímos que Akapana podía querer decir Viajero, pero nos llevamos un chasco porque su traducción literal podía significar tanto «Desde aquí se mide» como «Aquí hay un pato silvestre blanco».

– ¡Ojalá tuviésemos a Daniel para echarnos una mano! -suspiró Proxi.

– Si tuviésemos a Daniel, no estaríamos haciendo todo esto -repuso Jabba, y yo asentí.

Sobre Akapana, al norte, se veían dos edificaciones más: una, la de la derecha, muy pequeña, que resultó ser el Templete semisubterráneo -aquel que tenía las paredes llenas de cabezas clavas-, y otra, mucho más grande, que era Kalasasaya, un templo ceremonial a cielo abierto construido con arenisca roja y andesita verdosa, de ciento y pico metros de largo por ciento y pico metros de ancho, edificado a modo de plataforma sobre el suelo y encerrado por un muro de contención en cuyo interior existía un gran patio rectangular al que se llegaba bajando una escalinata de seis peldaños tallada en una sola roca. Por lo visto, este enorme templo estaba construido con bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso, los cuales, según decía la página oficial del Museo de Tiwanaku, habían sido acarreados desde distancias de hasta trescientos kilómetros.

– ¡Uf…! ¿Cómo pudieron…? ¡Pero si no conocían la rueda!

– Olvídalo, Proxi-le exigí-. No tenemos tiempo para resolver tantos misterios.

– Pues a mí todo esto me suena a las pirámides de Egipto -comentó Jabba-. Las mismas piedras ciclópeas, el mismo misterio sobre la forma de moverlas, el mismo tipo de construcción, el desconocimiento de la rueda…

– Y la sangre sagrada -dije, burlándome-. No te olvides de la sangre sagrada. Los faraones egipcios se casaban con sus hermanas porque también tenían que preservar la pureza de la sangre y también se creían hijos del sol. ¿Cómo se llamaba? ¿Atón…? ¿Ra…?

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