La realidad y la leyenda volvían a cruzarse ante nuestros ojos mientras íbamos conociendo la versión aymara de la historia. Pero aún había más: los Capacas de Cuzco que conservaron su papel sacerdotal y curandero pasaron a denominarse, con el tiempo, kamilis y su origen, en apariencia, se perdió en el transcurso de la formación del gran imperio que vino después. Se fundieron (o confundieron) con unos médicos llamados kallawayas, que trataban a la nobleza inca Orejona y que se ganaron fama de tener una lengua propia, un lenguaje secreto que nadie entendía y que les servía como seña de identidad. Su pista se difuminaba irremediablemente mientras que los textos que hablaban de los yatiris de Taipikala dejaban constancia de su pervivencia a pesar de las grandes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse. La ciudad nunca volvió a ser lo que fue tras el terremoto. Sus pobladores y las gentes que habían vivido en las inmediaciones se desperdigaron poco a poco y aparecieron pequeños estados soberanos (Canchi, Cana, Lupaca, Pacaje, Caranga, Quillaca…) a modo de reinos de Taifas.
– ¡Lo tengo! -exclamó Proxi-. Escuchad lo que he encontrado en una revista boliviana: «Los indígenas la llamaban Tiwanaku. Relataban que un día, un siglo antes, el Inca Pachakutej contemplaba las antiguas ruinas y, viendo llegar un mensajero, le dijo: Tiai Huanaku (siéntate, guanaco). Y la frase acuñó el nombre. Posiblemente, nadie quería contarles a los nuevos conquistadores que el nombre de la ciudad perdida en el tiempo era Taipikala (la piedra del medio). Menos aún que se decía que allí el dios Viracocha inició la creación y que aquélla era la piedra del medio, pero del medio del universo (10).»
(10) «Tiwanacu. Historia del asalto al cielo», R. Sagárnaga. Revista Escape, 18-10-02. Arqueología. Diario La Razón digital, Bolivia.
– Creo que esa tontería de «Siéntate, guanaco» también la cuenta Garcilaso de la Vega -comentó Jabba con desprecio.
– Bueno, pues hemos confirmado -dije- que Taipikala era el nombre original de Tiwanacu, aunque la verdad es que cabían pocas dudas.
– Sólo me falta comprobar un detalle -anunció Proxi, volviendo a su ordenador-. Quiero estar segura de que Taipikala-Tiwanacu tenía un puerto para las aguas del Titicaca.
– Va a ser difícil encontrar algo así -observé-. Sobre todo por el cambio de nombre del lago.
– ¿Más difícil que algo de lo que hemos buscado hasta ahora? -preguntó con una sonrisilla irónica. Sus preciosos ojos oscuros brillaban con inteligencia. Podía comprender qué había visto Jabba en ella, al margen de los extraños peraltes y desniveles de sus formas.
– No, más difícil no -repuse.
– Pues, hala, dejadme trabajar en paz un rato.
– Pero te estás perdiendo todo lo de los yatiris -le advirtió Jabba, cogiendo de nuevo la abandonada bolsa de galletas.
– Luego me lo contáis.
Los yatiris que habían permanecido en Taipikala tras el terremoto tuvieron que reorganizar la vida de la ciudad, que ya no era más que un recuerdo de lo que fue. Lucharon por mantener sus antiguos conocimientos y se adaptaron a la vida en las ruinas. Habilitaron algunos templos para las ceremonias y algunas estancias para vivir, pero ya no podían mover las grandes piedras con la facilidad con que lo hicieron sus antepasados, los gigantes, de modo que Taipikala no volvió a brillar bajo la luz del sol aunque conservaba las placas de oro y plata en sus puertas y muros, y todas las piedras preciosas en sus estelas, relieves y esculturas; tampoco sus suelos y terrazas, de color rojo y verde en las épocas de esplendor, lucían como antes, porque ahora el recinto estaba prácticamente abandonado. Los yatiris se refugiaron en sus estudios sobre el firmamento y continuaron con sus investigaciones. Seguían practicando la curación con las palabras y adivinando el futuro, por lo que supieron antes que nadie que un gran ejército invasor estaba a punto de llegar y que su mundo se había terminado. Entonces se prepararon para el acontecimiento.
– ¡Si todo esto fuera cierto, colega! -murmuró Jabba a mi lado.
– Y si lo fuera, ¿qué?
– ¡Cuántos libros de historia habría que cambiar! -dijo, y soltó una carcajada tan ruidosa que temí por el sueño de mi abuela.
– Me preocuparía más el hecho de incluir a los gigantes en los programas de estudio.
– Bueno, vale. Todo es mentira. ¿Te gusta más?
No dije nada pero sonreí. En el fondo, y pese a todo, siempre me había atraído poderosamente la idea de convertirme en un partisano zapatista y no podía negarse que, en la forma, era un auténtico hacker, así que cambiar todos los libros de historia y que los niños estudiaran en los colegios a los gigantes, el mapa de Piri Reis y todo lo que pusiera en solfa la verdad establecida, me parecía una gran idea. Los textos que Daniel había traducido y ordenado se acababan (el fichero tenía unas treinta páginas y ya estábamos en la número veinticinco), pero, conforme se acercaba el final, las cosas se iban poniendo más interesantes. Un largo pasaje explicaba que, ante el reiterado aviso de las estrellas de que se acercaba un gran ejército enemigo, los yatiris de Taipikala decidieron esconderse entre la población de los reinos collas cercanos, haciéndose pasar por campesinos y comerciantes. Pero, antes de abandonar para siempre los muros de Taipikala, tenían que hacer algo muy importante que se explicaba en fragmentos posteriores. La tarea fundamental era esconder al Viajero. No podían marcharse sin dejarlo bien protegido, a él y a todo cuanto contenía de importante su tumba, que era mucho, porque, además, la pirámide y la cámara sepulcral aparecían claramente reflejadas en los relieves de la puerta que remataba el edificio. De manera que quitaron dicha puerta, sustituyéndola por otra sin adornos y, durante dos años, se afanaron en levantar una colina de tierra y piedras para ocultar la pirámide pero, cuando por fin terminaron la tarea, dos lluvias de estrellas cayeron una noche del cielo, siendo la segunda mucho más grande que la primera y dejando importantes estelas resplandecientes que advirtieron a los yatiris de la llegada de un segundo ejército que acabaría con el primero y que cambiaría el mundo para siempre. Entonces escribieron todo eso en planchas de oro y dejaron dicho en ellas dónde se esconderían hasta que pasara la destrucción. Accedieron de nuevo a la cámara por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo los yatiris conocían, dejaron allí las planchas y volvieron a sellarlo todo, añadiendo más protecciones y defensas. Ellos intentarían que Willca no desapareciera de nuevo, pero, si lo hacía, los humanos supervivientes podrían encontrar su legado.
Y, entonces, llegaron los Incap rúnam… (11).
(11) Según Blas Valera, citado por Garcilaso de la Vega (Libro I, cap. VI), «vasallos del Inca», ciudadanos del Tihuantinsuyu, el Reino de las Cuatro Regiones.
– Serán los incas, claro.
– Serán.
Los yatiris les vieron pasar mezclados entre la gente de las poblaciones y ciudades conquistadas. Al mando iba Pachacuti (o Pachakutej, como lo llamaba la revista boliviana), el noveno Inca, muy alto y de rostro redondo, ataviado con un vestido rojizo que llevaba dos largas vetas de tocapus desde el cuello hasta los pies y cubierto con un gran manto verde. Taipikala perdió su nombre y pasó a llamarse Tiwanacu, sin que se diera razón de por qué. Así la denominaban los Incap rúnam y así quedó hasta la llegada de los viracochas (12), los hombres blancos y barbudos que hablaban una lengua extraña que sonaba como un riachuelo cayendo sobre un lecho de piedras. La gente sentía un pánico atroz de los viracochas, seres ambiciosos que robaban el oro, la plata y las piedras preciosas, que esclavizaban y mataban a los hombres y a los niños y violaban a las mujeres. Como los Incap rúnam años atrás, que trajeron a Viracocha, los españoles traían también a su propio dios, pero lo imponían por la fuerza del látigo y los palos, destruyendo los viejos templos y, con sus piedras, construyendo iglesias por todas partes.