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Sonaba francamente bien. Tan bien como la suave y algo triste pieza de piano de Erik Satie con la que me dormí, el fragmento número uno de Gymnopédies. Satie siempre dijo que Gymnopédies significaba «danza de mujeres espartanas desnudas», pero casi todo el mundo estaba seguro de que se lo había inventado. A mí, en realidad, más que en mujeres desnudas, me hacía pensar en los millares -si no millones- de personas que murieron en América luchando contra la tiranía y la opresión de la corona y la iglesia españolas.

Cuando me desperté a mediodía, escuché ruidos extraños en la casa. En un primer momento supuse que sería mi abuela que se había levantado pronto, pero mi abuela era una mujer muy considerada y jamás hubiera organizado un escándalo semejante mientras alguien estuviera durmiendo. Desde luego, podía tratarse de mi madre, que jamás guardaba tales miramientos, pero mi madre y Clifford debían de estar en el hospital desde primera hora de la mañana o sea, que, de la lista de los posibles culpables, sólo quedaban Magdalena y Sergi, el jardinero, que estaban automáticamente excluidos porque era domingo. Esta escalonada reflexión a lo Sherlock la hice todavía más dormido que despierto, pero no hay nada como un buen razonamiento lógico acompañado por un fondo de detonaciones para terminar de despejar al cerebro más agotado.

Salté de la cama y, con los ojos cerrados, avancé a tientas por el pasillo dirigiéndome a trompicones hacia el origen del estrépito. Menos mal, pensé, que mi abuela dormía como un tronco. Dice la ciencia médica que las personas de edad avanzada necesitan menos horas de sueño que la gente más joven pero, con sus más de ochenta años, doña Eulalia Monturiol i Toldrà, toda inteligencia, semejante a uno de esos brillantes cristales de cuarzo llenos de aristas, dormía sus diez u once horas todos los días sin que nada, ni siquiera atender durante la noche en el hospital a uno de sus nietos, alterara esta saludable costumbre. Sostenía que su bisabuela, que había vivido hasta los ciento diez años, dormía todavía más y que ella pensaba superar esa edad con diferencia. Mi madre, horrorizada por semejante despilfarro de vida, la recriminaba duramente y le aconsejaba reducir el tiempo de sueño a las siete horas recomendadas por los especialistas, pero mi abuela, terca como ella sola, decía que los médicos de ahora no tenían ni idea de lo que era la calidad de vida y que, de tanto pasarse el tiempo luchando a brazo partido contra las enfermedades, se habían olvidado de lo que era la norma básica para la buena salud, a saber: vivir a cuerpo de rey.

Entreabrí los ojos con esfuerzo cuando alcancé el punto álgido del ruido y descubrí a Jabba y a Proxi tirados en el suelo de mi estudio rodeados de cables, torres de ordenadores -que identifiqué como procedentes del «100»- y elementos diversos de hardware. Había olvidado que también ellos tenían acceso libre a mi casa.

– ¡Ah, hola, Root! -me saludó Jabba apartándose las greñas rojas de la cara con el antebrazo.

Solté un taco bastante grueso y les maldije repetidamente mientras me adentraba en el estudio y me clavaba en la planta del pie derecho un pequeño y afilado multiplicador de puertos USB, lo que me hizo seguir escupiendo pestes.

– ¡Parad de una vez! -fue lo primero coherente que dije-. ¡Mi abuela está durmiendo!

Proxi, que no me había hecho ni caso durante mi explosión tabernaria, levantó la cabeza de lo que fuera que estaba haciendo y me miró espantada, dejándolo todo.

– ¡Para, Jabba! -clamó, incorporándose-. No lo sabíamos, Root, en serio. No teníamos ni idea.

– ¡Venid conmigo a la cocina y, mientras desayuno, me contáis qué demonios estabais haciendo!

Me siguieron dócilmente por el pasillo y entraron delante de mí con gesto contrito. Cerré la puerta sigilosamente para que pudiéramos hablar sin molestar a nadie.

– Bueno, venga -dije con acritud, avanzando hacia la estantería donde estaban los tarros de cristal y las especias-. Quiero una explicación.

– Hemos venido a ayudarte… -empezó a decir la voz de Proxi, pero Jabba la interrumpió.

– Sabemos de dónde ha salido tu hombrecillo cabezudo.

Con el tarro del té en la mano me giré como un molinillo para mirarles. Se habían sentado en lados opuestos de la mesa de la cocina. No hizo falta que les preguntara: el gesto de mi cara era, literalmente, una enorme interrogación.

– Lo sabemos casi todo -se pavoneó mi supuesto amigo con aires de suficiencia.

– Sí, es cierto -corroboró Proxi, adoptando la misma actitud-, pero no te lo vamos a contar porque no nos has ofrecido nada, ni siquiera un poco de ese café que vas a prepararte.

Suspiré.

– Es té, Proxi -le anuncié mientras ponía la cantidad exacta de agua en la menuda jarra de cristal. El gusto por el té me había venido impuesto por mi madre que, a la fuerza, nos había acostumbrado a todos desde que se fue a vivir a Inglaterra. Al principio lo odiaba pero, con el tiempo, terminé acostumbrándome.

– ¡Ah, entonces no quiero!

Esperé a que estallasen las pequeñas burbujas para cerciorarme de que la medida de agua era la correcta y, al comprobar que faltaba todavía un poco, dejé caer un hilillo que resbaló desde la boca de la botella de agua mineral.

– Yo te preparo un café -le dijo Jabba poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la cafetera italiana que se veía en uno de los estantes-. A mí también me apetece. Es que, en cuanto terminamos de comer -me explicó-, nos vinimos en seguida hacia aquí.

– Sírvete tú mismo -mascullé mientras metía la jarra en el microondas y programaba el tiempo en la pantalla digital. Jabba rellenó con agua del grifo el depósito inferior de la cafetera. Era bebedor compulsivo de café pero, incluso para esto, carecía por completo de paladar-. ¿Quién me lo cuenta todo? -insistí.

– Yo te lo cuento, tranquilo -repuso Proxi.

– ¿Dónde está el café?

– El café está en el tarro de cristal que hay al lado del hueco dejado por el tarro del té. ¿Lo ves?

– Tu «Cabeza de huevo», Root-continuó la mercenaria de la seguridad-, es uno de los minúsculos dibujitos que aparecen en el mapa que nos enviaste anoche.

– Di, mejor, esta mañana -objeté, ajeno a la información que acababa de recibir.

– Bueno, pues esta mañana -concedió mientras el hombre de su vida echaba cestos de café jamaicano en el platillo del filtro y lo comprimía con toda su alma antes de enroscar la parte superior. Apreté los labios y me dije que sería mejor no seguir mirando si no quería acabar peleándome con aquel pedazo de animal.

Y, entonces, caí en la cuenta de lo que Proxi había dicho.

– ¿El hombrecillo barbudo estaba en el mapa de las letras árabes…? -dejé escapar, absolutamente perplejo.

– ¡Está situado justo encima de la cordillera de los Andes! -precisó Jabba, soltando una carcajada-. ¡Con los piececitos sobre los picos, en la zona donde debería aparecer Tiwanacu!

– Desde luego, es muy pequeño, apenas se distingue. Tienes que fijarte muy bien.

– O mirar con una lupa muy grande, como hemos hecho nosotros.

– Por eso Daniel realizó una ampliación digitalizada.

Durante unos segundos me quedé sin habla, pero, luego, a pesar de que el microondas estaba pitando, salí de la cocina como un rayo y regresé al estudio en busca de la carpeta en la que había guardado el maldito mapa después de escanearlo. Salté por encima de las piezas sueltas que se escampaban por el suelo y lo rescaté con ansiedad, desplegándolo. Sí, aquella mancha era el cabezudo, en efecto. Pero no podía distinguirlo bien.

– ¡Luz, más luz! -exclamé como Goethe en su lecho de muerte, y, de inmediato, el sistema aumentó la intensidad lumínica del estudio. Allí estaba. ¡Allí estaba el dichoso Humpty Dumpty, con su barba negra, su gorro colla y sus ancas de rana! Era tan pequeño que apenas resultaba visible, de modo que saqué la ampliación de Daniel para examinarlo como si fuera la primera vez que lo veía. ¡Vaya con el «Cabeza de huevo»! Había estado delante de mis narices todo el tiempo.

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