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Los documentos Miccinelli, descubiertos a mediados de los ochenta, eran dos manuscritos jesuíticos, Exsul Immeritus Blas Valera Populo Suo e Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, escritos en los siglos XVI y XVII y encuadernados en un solo volumen en 1737 por otro jesuita, el padre Pedro de Illanes quien, poco después, lo vendió a Raimondo de Sangro, príncipe de Sansevero. Probablemente, el efímero rey de España, Amadeo I (1870-1873), de la casa de Saboya, los hizo llegar a su nieto, el duque Amadeo de Saboya Aosta, quien los regaló al Mayor Riccardo Cera, tío de la actual propietaria, Clara Miccinelli, en cuyo archivo privado, el Archivo Cera, los encontró ella misma en 1985. Parte del segundo manuscrito, Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum, estaba redactado en Lima, entre 1637 y 1638, por el padre italiano Anello Oliva, quien agregó tres medios folia en los cuales estaba dibujado el quipu literario Sumac Ñusta y, pegadas, unas cuantas cuerdas con nudos que formaban parte del mismo, confeccionadas en lana. Sin duda, se trataba del quipu que Daniel estaba estudiando por encargo de la doctora Torrent.

El asunto era serio: los documentos venían a decir que Guamán Poma era el pseudónimo adoptado por un jesuita mestizo llamado Blas Valera (escritor, lingüista experto en quechua y aymara e historiador) y que los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega eran un plagio de una obra inédita del mismo Valera que éste le había confiado durante el tiempo que anduvo en terribles juicios con la Inquisición por ser el líder de un grupo que, además de pretender mantener viva la cultura inca, acusaba a los españoles de los mayores abusos, robos y crímenes imaginables contra los indios. Pero, lo que todavía era más grave: los documentos afirmaban de manera tajante que Francisco Pizarro había derrotado al último Inca, Atahualpa, no en una verdadera batalla como contaba la historia que había ocurrido en Cajamarca, sino envenenando a sus oficiales con vino moscatel mezclado con rejalgar que, por lo visto, era como se denominaba en aquella época al arsénico. La profesora Laurencich-Minelli acompañaba cada uno de estos asuntos con una amplia batería de bibliografía documental que demostraba y complementaba tales aseveraciones pero, por muy interesante que me resultase el tema, lo que yo necesitaba eran las referencias a los enigmáticos tocapus y no otro puñado más de misterios.

Por fin, llegué a la parte del ensayo en la que aparecía lo que yo buscaba y, nada más leer el subtítulo de la sección, supe por qué mi hermano, un antropólogo del lenguaje, se había interesado tanto por los tejidos incas y sus diseños. En el fondo, a esas alturas no me hubiera debido costar tanto deducirlo, vista la línea general de los datos, pero, para un profano, todos los mares parecen iguales por el simple hecho de no haberlos navegado nunca. El subtítulo rezaba La escritura mediante quipus y textiles y, sólo con eso, ya hubiera debido sentirme idiota de remate no sólo por mi ceguera sino también por algo que, ahora, resultaba palmariamente claro: la catedrática conocía el asunto de los tocapus tan bien como el de los quipus porque, sin duda, sabía lo mismo que sabía yo en aquel momento -o más-, no en vano, los documentos Miccinelli habían pasado por sus manos y la autora de aquel ensayo que yo leía era su amiga y asociada.

Pues bien, según decía aquella amiga de la doctora Torrent, los documentos Miccinelli afirmaban que tanto los quipus de nudos como los textiles con tocapus eran como nuestros libros y, aunque ella hacía mucho más hincapié en los quipus, en una frase mencionaba la necesidad de estudiar atentamente las ilustraciones de la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma-Blas Valera porque, «en su nivel más secreto», contenían textos escritos con los tocapus dibujados como adornos en las vestiduras que, disponiendo de los adecuados medios humanos y técnicos, se podrían llegar a descifrar.

Pensativo, regresé al libro de Guamán (si es que ése era el verdadero nombre de su autor) y repasé cavilosamente las imágenes que tanto me habían impresionado. Miré aquellas bandas de tocapus en las ropas con unos nuevos ojos, como si mirara una pared llena de jeroglíficos egipcios que no porque yo no supiera leerlos dejaban de ser un lenguaje escrito formado por palabras y repleto de ideas. Sólo una duda me quedaba y la verdad era que no me sentía capaz de resolverla aquella noche: ¿en qué lengua estarían escritos los tocapus? Ya no cabía ninguna duda de que los nudos servían para escribir en quechua, el idioma de los Incas y de sus súbditos, pero daba la impresión de que los tocapus también. ¿Dos sistemas de escritura, igualmente misteriosos, para la misma lengua…? Entonces, ¿dónde demonios entraba el aymara en esta historia?

– Correo para Jabba-exclamé con desánimo, sin moverme. Los monitores se pusieron en blanco y el cursor negro parpadeó al inicio de una plantilla para mailes escritos mediante el sistema de reconocimiento de voz-. Buenos días a los dos -empecé a dictar; las palabras fueron apareciendo mecánicamente en las pantallas-. Mirad la hora a la que os envío este mail y adivinaréis la noche que he pasado. Necesito que sigáis investigando más cosas sobre el lenguaje aymara. En concreto, cualquier relación del aymara con algo llamado tocapus. -La máquina se detuvo después de «llamado»-. Deletreo: t de Toledo, o de Orense, c de Cáceres, a de Alicante, p de Falencia, u de Urgell y s de Sevilla. -La palabra se visualizó de inmediato, correctamente escrita-. Memorizar: tocapu. Significado: diseño textil inca. Plural: tocapus. Continúo dictando correo para Jabba. Sólo me interesa el quechua si aparece relacionado con los tocapus y el aymara, si no, no. Me levantaré a mediodía y, por la tarde, estaré en el hospital con Daniel por si queréis localizarme. En otro mail os envío parte del material que no he conseguido descifrar, por si también podéis echarme una mano. Feliz domingo. Gracias de nuevo. Saludos, Root. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.

Extraje de la cartera de cuero las fotocopias del mapa de las rosas de los vientos y del hombrecillo barbudo sin cuerpo (Humpty Dumpty) y las pasé por el escáner más potente para darles toda la resolución posible. Los ficheros resultantes eran enormes, pero mejor así, porque, de ese modo, Jabba y Proxi no tendrían problemas añadidos de pérdida de nitidez.

– Seleccionar imágenes uno y dos -concluí, arrellanándome en el sillón y apoyando la cara sobre el puño izquierdo-. Correo para Jabba. Adjuntar ficheros seleccionados. Fin del correo para Jabba. Codificación normal. Prioridad normal. Enviar.

Los monitores se apagaron y yo, que seguía frente a la Nueva Crónica , continué pasando maquinalmente páginas hasta que localicé otro párrafo resaltado con rotulador amarillo, pero, en ese momento, los monitores volvieron a iluminarse, apareciendo un mensaje del sistema recordándome que eran las siete de la mañana y, a continuación, haciendo un magistral fundido, mostró uno de mis cuadros preferidos: Harmatan, de Ramón Enrich. Como si aquel aviso hubiera hecho sonar alguna alarma interior, de manera automática sentí un agotamiento infinito y el entumecimiento de todos los músculos de mi cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentado, navegando entre apuntes y libros? Ya no recordaba la hora a la que había comenzado. Mientras bostezaba ruidosamente y me estiraba en el sillón todo lo largo que era hasta quedar convertido en un recio travesaño, me vinieron a la cabeza las innumerables noches que había pasado en blanco mientras permanecía frente al ordenador hacheando sistemas. Eran retos apasionantes que, una vez conseguidos, te dejaban el ego por las nubes, la vanidad en el hiperespacio y una satisfacción personal que no podía compararse con ninguna otra cosa de este mundo. Pues bien, aquella noche, a pesar del cansancio (o quizá debido a él) me sentía igual de omnipotente y, en un delirio final antes de caer en la cama rendido por el sueño, decidí que, a partir de aquel momento, cambiaría mi tag por algún acrónimo de Arnau Capac Inca, o Poderoso Rey Arnau.

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