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Supongo que debí de dar un buen respingo en el asiento porque a la catedrática, a modo de carcajada, se le escapó de golpe el aire por la nariz y esbozó el leve rictus de una sonrisa. ¿Acaso la Conselleria de Sanitat no tenía una rigurosa legislación sobre el enterramiento obligatorio de cadáveres o, en todo caso, sobre su conservación en los museos…?

– ¿De qué quería usted hablar conmigo? -preguntó, recuperada ya la compostura, como si no hubiera todo un cementerio a nuestro alrededor.

A punto estuve de no poder pronunciar ni una palabra, pero adiviné que aquella extraña decoración formaba parte de un juego privado en el que sólo ella se divertía y controlé de tal modo mis gestos y mi voz que, al menos por esa vez, no obtuvo su trofeo.

– Es muy sencillo -dije-. No sé si lo sabe, pero mi hermano sufre dos patologías llamadas agnosia e ilusión de Cotard. La primera, no le permite reconocer a nadie ni a nada y la segunda le hace creer que está muerto.

Sus ojos se abrieron enormemente, incapaces de disimular la sorpresa, y yo pensé que aquel tanto era mío.

– ¡Caramba! -murmuró, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que oía-. No…, no lo sabía… no sabía nada de todo esto. -La noticia la había afectado bastante, así que deduje que debía de apreciar un poco a mi hermano-. Desde secretaría de la facultad me informaron de que ya teníamos la baja médica pero… no me leyeron los diagnósticos y Mariona tampoco me dio muchos detalles.

Al hablar, la doctora dejó ver una blanquísima hilera de dientes irregulares.

– No parece responder a los medicamentos, aunque ayer empezaron a administrarle un tratamiento distinto y aún no sabemos qué pasará. Hoy, desde luego, tampoco ha habido cambios.

– Lo siento muchísimo, señor Queralt. -Y parecía sentirlo de veras.

– Sí, bueno… -Mientras con la mano derecha recogía la cartera del suelo, con la izquierda me retiré el pelo de la cara, echándolo hacia atrás-. La cuestión es que Daniel delira. Pasa el día y la noche pronunciando palabras extrañas y hablando de cosas raras.

No movió ni un solo músculo de la cara. Ni siquiera parpadeó.

– El psiquiatra que le está llevando, el doctor Diego Hernández, de La Custodia, y el neurólogo, Miquel Llor, no se explican muy bien el origen de esos delirios y suponen que pueden tener alguna relación con su trabajo.

– ¿Mariona no les ha contado…?

– Sí. Mi cuñada nos ha explicado, más o menos, en qué consistía la investigación que Daniel estaba haciendo para usted.

Permaneció impertérrita, aceptando glacialmente aquella imputación. Yo continué:

– No obstante, los médicos piensan que podría tratarse de algo más que de la presión sufrida por un exceso de trabajo. Sus delirios en un extraño lenguaje…

– Quechua, sin duda.

– …así parecen confirmarlo -proseguí-. Quizá había algo, algún aspecto determinado de la investigación que le preocupaba, alguna circunstancia que, por decirlo de algún modo, terminó por cortocircuitarle el cerebro. Los doctores Llor y Hernández nos han pedido que averigüemos si había tenido problemas, si había encontrado alguna dificultad específica que hubiera podido afectarle demasiado.

Desde que había decidido concertar aquella entrevista, la posibilidad de compartir con la catedrática mis verdaderos (y seguía pensando que también ridículos) temores había quedado excluida, de modo que monté una coartada relativamente verosímil en la que, a la fuerza, tenía que involucrar a los médicos.

– No sé cómo podría yo ayudarles en eso -declaró ella con tono neutro-. Desconozco esos detalles que me pide. Su hermano me informaba muy de tanto en tanto. Estoy por decirle que durante el último mes no vino a verme ni una sola vez. Si lo desea, podría confirmárselo consultando mi agenda.

Aquel pequeño detalle todavía resaltaba más el secretismo llevado por Daniel.

– No, no es necesario -rehusé abriendo la cartera y extrayendo algunos de los documentos que había encontrado en el despacho de mi hermano-. Sólo necesito que me oriente un poco respecto a este material que he traído.

Una corriente eléctrica atravesó repentinamente la habitación. Sin levantar la cabeza pude percibir que la catedrática se había envarado en el asiento y que una chispa de agresividad salía despedida de su cuerpo.

– ¿Esos papeles son parte de la investigación que realizaba su hermano? -preguntó con un timbre afilado que me encogió el estómago.

– Bueno, verá -manifesté sin alterarme y manteniendo el pulso firme mientras sujetaba aquellas copias frente a ella-, he tenido que estudiar a fondo el trabajo de Daniel durante esta semana para intentar responder a las preguntas que nos han hecho los médicos.

La catedrática estaba tensa como la cuerda de un violín y pensé que no tardaría en coger uno de aquellos cuchillos de las estanterías para extraerme el corazón y comérselo aún caliente. Creo que todas las desconfianzas y traiciones posibles pasaron por su cabeza a la velocidad del rayo. Aquella mujer llevaba, bien visibles, los estigmas de la infelicidad.

– Discúlpeme un momento, señor Queralt -dijo poniéndose en pie y saliendo de detrás de su mesa-. Vuelvo en seguida. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?

– Arnau Queralt -repuse, siguiéndola con la mirada.

– ¿A qué se dedica usted, señor Queralt?

– Soy empresario.

– ¿Y qué hace su empresa? ¿Fabrica algo? -preguntó ya desde la puerta, a punto de dejarme solo con todos aquellos muertos.

– Podría decirse así. Vendemos seguridad informática y desarrollamos proyectos de inteligencia artificial para motores de internet.

Dejó escapar un «¡Oh, ya veo!» muy falso y salió precipitadamente, dando un pequeño portazo. Casi podía escucharla a través de las paredes: «¿Quién demonios es este tipo? ¿Alguien sabe si Daniel tiene, de verdad, algún hermano con diferente apellido que se dedica a la informática?», y no debí de equivocarme mucho en mis suposiciones porque un murmullo de voces y risas atravesó los frágiles muros y, aunque no conseguí entender las palabras, el tono de la charla unido a los temores de la catedrática y, sobre todo, a la forma como me miraba cuando volvió (examinando mis rasgos uno por uno para comprobar el parecido), certificaron mis sospechas. No podía acusarla de ser excesivamente suspicaz: los papeles que yo traía en la cartera formaban parte de su propio trabajo de investigación, un trabajo de gran repercusión académica según Ona, y, a fin de cuentas, yo era un completo desconocido que venía haciendo preguntas sobre algo que, en principio, no me importaba en absoluto.

– Lamento la interrupción, señor Queralt -se disculpó con el aplomo recobrado, mientras tomaba asiento de nuevo sin quitarme los ojos de la cara.

– No pasa nada -rechacé con una amable sonrisa-. Como le decía, sólo necesito que me dé algunas indicaciones. Pero antes, déjeme tranquilizarla: no quisiera que se preocupara pensando que voy a utilizar inadecuadamente este material. Lo único que quiero es ayudar a mi hermano. Si todo esto vale para algo, pues muy bien; si no es así, al menos habré aprendido un par de cosas interesantes.

– No estaba preocupada.

¡Ya! Y yo no me llamaba Arnau.

– ¿Puedo, entonces, mostrarle algunas imágenes?

– Naturalmente.

– Antes de nada, ¿podría explicarme por qué las calaveras que ha puesto en el techo tienen esa forma puntiaguda?

– ¡Ah, se ha fijado! La mayoría de la gente, después de descubrirlas, no vuelve a levantar la vista y procura salir de mi despacho lo antes posible -sonrió-. Sólo por eso ya valen su peso en oro aunque, en realidad, forman parte del material didáctico del departamento, como esa momia de ahí -y la señaló con la mirada-, pero a mí me sirven de perfecto repelente para moscas y mosquitos.

– ¿En serio? -inquirí asombrado. Ella me miró con incredulidad.

– ¡No, hombre, no! ¡Era una forma de hablar! Por moscas y mosquitos quería decir visitas desagradables y estudiantes pesados.

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